masala és barreja d'espècies

Movimientos antituristización (I)

Hacía un calor de mil demonios en la sede social del club de fútbol aquella tarde de agosto. El local, ante la sorpresa de los convocantes, estaba lleno a rebosar. Días antes, se habían distribuido, tímidamente, algunas octavillas por el barrio y pegado carteles en lugares de paso, llamando a una reunión vecinal para abordar los muchos problemas generados por el impacto del turismo masivo en la Barceloneta. Había mucha tensión en el ambiente. Y a lo largo del encuentro, intervención a intervención, pudo comprobarse que la indignación entre los residentes estaba llegando a un punto de no retorno. Sobre el final de la asamblea, un joven con acento italiano tomó la palabra para solidarizarse con los vecinos e intentar venderles una fórmula que, según él, ayudaría a mejorar la situación: «Soy representante de Airbnb, y estamos aquí para ayudaros. Entendemos vuestras quejas. Queremos colaborar para transformar el turismo en el barrio y trabajar para que también os podáis beneficiar vosotros directamente de él, alquilando vuestros pisos». Primero se hizo un silencio sepulcral, luego vinieron los insultos y finalmente un par de intentos de agresión, que no pasaron de ahí. El joven, pálido, abandonó el micrófono y el lugar a toda prisa, negando con la cabeza en medio de un atronador: «¡Fuera! ¡Fuera!».

Días atrás, unos pocos vecinos y vecinas del barrio se habían juntado en el bar de siempre para tomar un café y compartir su hastío. Cuando llegaba el verano, tenían el mismo problema noche tras noche. Debían madrugar para ir a trabajar, pero no podían pegar ojo. Sus alegres vecinos ocasionales les obsequiaban —check in-check out— con música a todo volumen, sesiones de percusión, gritos histéricos, meadas en el portal y vómitos en la escalera, entre otras lindezas. Quedó en aquella mesa del bar el límite de la paciencia de algunos residentes de la Barceloneta. Allí mismo los agraviados decidieron acercarse juntos a expresar su rabia y su impotencia hasta la puerta de una de las inmobiliarias de la Barceloneta, conocida por gestionar pisos turísticos. Acabaron sumándose unas veinte personas, gritando «¡Basta!». Al día siguiente eran más de cien en la calle. Totalmente improvisada, surgida de las entrañas y el «no puedo más», la protesta puso de manifiesto un malestar profundo que hacía años se palpaba. Fue en aquellos días cuando los diques de contención saltaron en mil pedazos. Y la indignación de los habitantes de la Barceloneta contra la imparable turistización inundó las callejuelas junto al mar al grito de «El barri no està en venda!».

Aquellas manifestaciones espontáneas y la caldeada asamblea posterior en el club de fútbol fueron el embrión de un movimiento vecinal —La Barceloneta diu Prou—, marcado en sus inicios por la afinidad, la frenética actividad de sus impulsores y, a su vez, plagado de contradicciones internas. El tejido humano que compuso la plataforma poco tuvo que ver con el perfil activista, e incluso se evitó explícitamente la participación de asociaciones de vecinos u organizaciones sociales y políticas. Fue más bien un conglomerado de individuos y grupos muy heterogéneo con un sector apelando al «orgullo de barrio», que pretendía circunscribir la protesta exclusivamente a la Barceloneta; otro, centrado en demandas de seguridad ciudadana, en ocasiones con una lógica abiertamente xenófoba; y otros que pretendían dimensionar el asunto a mayor escala y tejer alianzas con colectivos y entidades vecinales de la ciudad. Todos se encontraban en la calle, pero se miraban de reojo. Líderes políticos de la oposición, oliéndose que allí se fraguaba alguna cosa, acompañaron al vecindario en las primeras marchas, pero sin dejarse ver demasiado.

La protesta firme y continuada de la plataforma, a lo largo del verano de 2014, y los múltiples apoyos que recibió pusieron los cimientos de un nuevo escenario reivindicativo en Barcelona. Jamás hasta entonces el turismo —el negocio turístico en su conjunto— había sido causa de una contestación de aquellas dimensiones.

La cosa, sin embargo, se veía venir desde hacía tiempo. La sensibilidad popular con respecto a la imparable turistización de la ciudad, las voces críticas, recluidas casi exclusivamente en ámbitos académico-activistas, se habían ido manifestando en la calle de forma esporádica. En muchas protestas organizadas en la ciudad a lo largo de casi una década contra la gentrificación, había ido apareciendo la turistización como telón de fondo y se habían ido registrando serios amagos de confrontarla directamente. Primero, a través de gestos, como pintadas rabiosas, más o menos ocurrentes, como «Tourist, you are the terrorist», «Tourists, go home» o «Why do they call it tourist season if we can’t shoot them?», en las paredes de algunas zonas densamente turistizadas. Y más adelante, especialmente en Ciutat Vella, con las primeras denuncias y acciones organizadas contra los pisos turísticos (2001), luchas vecinales como la librada —y ganada— contra el «plan de los ascensores» en la Barceloneta (2007), campañas que revelaban el impacto negativo de la hotelización como «Gran Hotel Barcelona» o «Bomba a l’Hotel Vela» (2010-2011) o la emergencia de la Plataforma Defensem el Port Vell para denunciar la elitización del puerto (2012), entre otras.

La gran repercusión mediática de las protestas de la Barceloneta condujo a una de las primeras batallas internas que tuvo que afrontar el recién nacido movimiento. Muchos intereses dentro del establishment se conjugaron para intentar hacer pasar esas reivindicaciones como una cuestión vinculada exclusivamente al llamado «turismo de borrachera». La mayor parte de los artículos publicados en la prensa oficialista pretendían enmarcar el conflicto en frames como la baja calidad del turismo, el incivismo o la inseguridad ciudadana. Además, en la medida en que las protestas se focalizaban sobre todo en los pisos turísticos, los lobbies hoteleros de la ciudad se frotaban las manos. Ni unos ni otros consiguieron finalmente imponer su relato y las movilizaciones abrieron la puerta a una discusión más general, en la que se ponía en duda el modelo turístico/económico de Barcelona en su conjunto y se apuntaba a la masificación turística como matriz de un problema de dimensiones transatlánticas. Eslóganes como «La ciutat no està en venda», «My building is not a hotel» o «Veïnxs en perill d’extinció» empezaban a calar.

A finales de agosto de 2014, tras días de manifestaciones nocturnas cada vez más concurridas en el barrio, se convocó una marcha entre la Barceloneta y la plaza de Sant Jaume a la que asistieron cerca de tres mil personas. A esa protesta se sumaron la FAVB y gentes de otros barrios también afectados por el modelo turístico barcelonés como Gràcia, Poble Sec, Poble Nou, Sagrada Família, Sant Antoni, el Gòtic, el Born o el Raval. El alcalde Xavier Trias no tuvo más remedio que aceptar que el fuego había prendido y convocó a los portavoces de la plataforma para negociar un paquete de medidas. Las reuniones, muy tensas, dieron algunos frutos. Pero pronto se vio que la verdadera dimensión del problema —a saber, una serie de barrios arrasados por el turismo masivo y la especulación inmobiliaria— era una cuestión que solo podía abordarse acabando con el modelo de terciarización orientada al mercado turístico que se ha impuesto en la ciudad desde hace décadas. La situación llevó al gobierno municipal a pasar por el mal trago de un cara a cara con la ciudadanía: una audiencia pública convocada a toda prisa, en un lugar inverosímil, con la ausencia del alcalde y una cuidada selección de participantes favorables al modelo. ¿Cuánta influencia tuvo ese momentum en la inesperada derrota de Trias en 2015 y el ascenso de Ada Colau a la alcaldía de Barcelona?

En apenas dos años, hasta el verano de 2016, las protestas vecinales organizadas contra la turistización se han multiplicado en los barrios de la ciudad. En la Sagrada Família, por ejemplo, los vecinos han visibilizado su hartazgo por la invasión de autocares y la tematización del comercio alrededor del templo. En Gràcia, se ha señalado la construcción hotelera, la «hipsterización» y la «bornización» del barrio. En Poble Nou, se han plantado contra la turistización de la Rambla. En el Raval y en Poble Sec, hay movilizaciones contra la conversión del Paral·lel y Drassanes en la puerta de entrada de los cruceristas. En el Gòtic, suelen producirse acciones puntuales creativas —paseos vecinales por la Boqueria o la Rambla— o, recientemente, el alquiler de un piso de Airbnb para denunciar sus prácticas. Y en la Barceloneta, el movimiento, no sin titubeos, escisiones y broncas internas, se ha consolidado.

Al hilo de las protestas el asunto ha entrado con fuerza en la agenda mediática y política, tratado por primera vez como un problema social y no como un maná económico. La ideología del turismo, que sirvió aquí y allá para justificar su promoción incondicional, empieza a resquebrajarse, contestada con fuerza desde diversos frentes. Hasta tal punto se resquebraja, que la palabra «turismo» se ha colado entre otras muy habituales como «paro», «tráfico», «vivienda» o «terrorismo», en las encuestas oficiales que se publican sobre los temas que más preocupan a los barceloneses.

Desde los barrios más afectados, grupos diversos han ido tejiendo redes cada vez más consistentes, y la organización, basada en reivindicaciones locales, ha acabado confluyendo en espacios transversales como la Assemblea de Barris per un Turisme Sostenible (ABTS), muy activa en la calle y en las redes desde 2015 y abanderada de un discurso orientado a promover el decrecimiento turístico. Compuesta por una treintena de colectivos de toda la ciudad, la ABTS materializa la percepción, muy compartida desde diferentes barrios pero históricamente frustrada, de la necesidad de afrontar a escala de ciudad un conflicto de ciudad como son su modelo y su sector turístico. Desde hace año y medio, la ABTS conjuga acción en las calles con trabajo de denuncia y sensibilización a través de medios de comunicación propios y ajenos, contrapeso a los lobbies en espacios institucionales y creación de redes regionales e internacionales. Un buen ejemplo de esto último fue el I Fòrum Veïnal sobre Turisme celebrado en julio de 2016.

También ha surgido, en los últimos meses de 2016, la plataforma Barcelona ens Ofega, más cercana a entornos libertarios y anticapitalistas, que llama en su manifiesto fundacional a «sabotear el barco, pensar, atacar, construir una estrategia juntas para salir a flote en la Ciudad-Marca […]. Una ciudad devorada por las multinacionales y las franquicias, orientada al monocultivo del turismo y los grandes acontecimientos internacionales».

Asistimos, parece ser, a los primeros pasos de un movimiento organizado, formado por una amalgama heterogénea y cada vez más numerosa de afectados por el impacto turístico, que busca aglutinar y a la vez trascender las protestas de corte más localista, y se orienta también a construir alianzas con otros movimientos afines a escala nacional —como en Baleares— e internacional —como en Berlín, Venecia o Lisboa—. Hablaremos de ellos en próximos capítulos.