Policías

El cinefórum «Sombras en el paraíso», con el que comparte nombre esta columna y que organiza una vez al mes proyecciones en la Associació de Veïns i Veïnes del Casc Antic, celebró el 14 de junio su última sesión del curso. Lo hacía a la fresca, en el Forat de la Vergonya, y en colaboración con la asamblea de barrio; además, la banda sonora del pase corrió a cargo de MUTS (es decir, Pau Vidal a la flauta y Arnau Obiols a la batería), puesto que los filmes eran silentes — en verdad, el cine mudo nunca fue mudo: siempre ha hablado «por los codos».

El cartel empezaba con A corner in wheat (D.W. Griffith, 1909), cuya radiografía de los efectos materiales del trabajo abstracto, la «mano invisible» del poder financiero, la obtención de plusvalía y el sometimiento del cuerpo social a la máquina capitalista, difícilmente podría resultar más implacable y —aún, cien años después— contemporánea. Tras estos 14 minutos de malestar y robo se preveían, no obstante, otros 45 de risa colectiva y reflexiva: Pickpocket ne craint pas les entraves (Segundo de Chomón, 1909), Big business (Laurel&Hardy, 1929) y Cops (Buster Keaton, 1922) iban a poner en escena a personajes que han de vérselas o directamente deben escapar de la policía. La cuestión no es baladí: «En el [cine] burlesco […] vemos al débil, al pobre, al idiota, no soportar al poderoso, al rico, al dominador; hacer todo lo posible para expulsarlo o para hacerlo huir, movilizar todo su cuerpo contra el otro cuerpo que no es tolerado y que interesa sacarse de encima. En este sentido la violencia fóbica del cine burlesco tiende un lazo hacia la violencia del cambio simbólico, de la lucha política y de la revolución» (Jean-Louis Comolli). Cómo sacarse de encima a la policía es también, a diario o a menudo, la asignatura corporal de sinpapeles, desahuciadas o manifestantes. Lástima que los quiebros de Buster Keaton sólo tengan éxito durante la hipnosis cinematográfica, y no en la calle. Esta era la sesión imaginada. La real, sin embargo, sufriría algunos contratiempos: tres niñas del Forat, de entre doce y ocho años, que media hora antes de que empezase la función ya habían tratado de agenciarse el micro de Pau y aporrear la batería de Arnau, iniciaron un pequeño sabotaje contra la proyección. Bailar, cantar o gritar delante de la pantalla; taparla con las manos o intentar desmontarla; molestar a los músicos, al público; todo o casi todo valía con tal de desobedecer el régimen de atención que ese dispositivo de luces y sombras había emplazado, a las diez de la noche, en un rincón de su lugar cotidiano de juegos. Quizá porque lo que estaba en juego era eso mismo: llamar la atención. Lo más gracioso del desencuentro fue que ninguno de las organizadores supimos durante al menos un cuarto de hora —lo que dura A corner in wheat— cómo atajar el envite. Ni los gestos de autoridad, poco creíbles, ni las buenas palabras, devueltas con guasa o desaire, surtían efecto. Suerte que un compañero acabó dando con la tecla: «Se lo vamos a decir a tu madre…» Así que la buena noticia es que tres «cuerpos débiles» bastan para poner en jaque un dispositivo y a los agentes que lo custodian. Pero la mala es que los policías «de verdad» no proyectan películas.