Para llegar hasta el despacho de Antonio Cano y sus compañeros hay que tomar el ascensor y luego recorrer largos pasillos con las paredes llenas de carteles de manifestaciones pasadas y futuras, carteles de conciertos conmemorativos, de muestras de apoyo a compañeros en huelga, a compañeros en prisión o bajo procesos judiciales, carteles de mesas redondas que anuncian debates en torno a la anarquía en nuestro tiempo. La planta, con decenas de oficinas, huele a trabajo; con sus teléfonos sonando, compañeros repicando en el ordenador, papeles amontonados, revistas de pensamiento político, compañeras repasando los últimos detalles de los próximos días y, sobre la mesa en la que nos entrevistamos, una carta del sindicato a Ada Colau. Y aquí, en la novena planta de la sede de la CGT de Barcelona, se contempla una vista impagable del puerto al Tibidabo, esta ciudad que parece ser un poquito más nuestra, de los vecinos o… «esperemos que no sean diferentes rostros con la misma camisa».
Nacido en la Barceloneta, sigue viviendo en ella. «Cuando salgo del barrio digo que voy a Barcelona. Hace cuarenta años, donde está ahora el cinturón, había una vía de tren que nos aislaba de la ciudad. A mediados de los setenta, hubo una campaña de los vecinos que reclamaba que “la via de la Barceloneta ens fa la punyeta”, ya que por entonces pasaban muchos trenes de mercancías y, cada poco tiempo —los 20 minutos que tardaba en cruzar cada tren—, el barrio se quedaba aislado, una península inconexa. Con la llegada de las Olimpíadas y los diferentes intereses especulativos y económicos fueron abriendo las playas del barrio y así es como se convirtió en el epicentro del turismo en la ciudad. Te voy a explicar una cosa, ¿no sé si sabes cómo se construyó la Barceloneta? Tras la guerra de secesión, a los vecinos de la Ribera, el barrio más castigado, los trasladaron a unas viviendas nuevas, en un nuevo barrio, la Illa de Maians, una isla de Barcelona que con el tiempo se fue anexionando a la ciudad y entonces le cambiaron el nombre por la “Barceloneta”. El nuevo barrio, de espaldas a la ciudad pero abierto al mar, se llenó de portuarios, marineros, pescadores y, más tarde, con la llegada de la industria terrestre marítima, se consolidó como barrio obrero. En ese momento, popularmente, se conocía como el barrio de la Òstia».
Miembro de la asociación de vecinos de la Òstia reconoce que «es una travesía por el desierto. Tras la muerte de Franco y la llegada de los primeros ayuntamientos democráticos, volvió la ilusión. Muchos vecinos que venían de la oposición al franquismo tenían ganas de hacer muchas cosas y hubo una transformación favorable y positiva, pero a partir del 1989 o 1990, con la designación de la ciudad como sede olímpica ya no se pretendió favorecer a los ciudadanos mejorando colegios, sanidad, transporte público… sino que se perfiló una ciudad controlada por los lobbies, las grandes empresas turísticas.
«Después de momentos álgidos, reivindicativos, llegaron momentos en que la autoorganización costaba, por mucho que nos llenásemos la boca con todo eso de la participación, la verdad era otra; la gente tenía muchas obligaciones, responsabilidades o cosas que les gustaban más que organizarse para mejorar el devenir de cada uno de nosotros de forma colectiva. El movimiento asociativo del barrio siempre ha sido muy laxo, exceptuando quizá la época del plan de ascensores, cuando sí se dio un terreno en que los movimientos sociales y asociativos se agruparon para denunciar un abuso administrativo y, el verano pasado, cuando se creó una asamblea de vecinos de la Barceloneta para denunciar la situación insostenible por la invasión turística. La Òstia participó, pero no como asociación sino como vecinos, porque lo importante era sumar voces y fuerzas. Siguen existiendo infinidad de pisos ilegales, la especulación turística sigue activa y creciendo, por lo que muchos habitantes se han ido y se están yendo. No sólo gente mayor, sino también jóvenes, que con salarios precarios ven imposible alquilar pisos de 30 m2 por 700 u 800 euros. El posible cambio lo veremos este verano».
Al regresar de la mili comienza a trabajar como estibador. «Poco después de empezar en el puerto se declara una huelga, una de las míticas, que dura cerca de un año y pico. Los trabajadores nos posicionamos en contra de la voluntad del gobierno que pretendía privatizar y deshacer la organización de los estibadores portuarios. Fue una lucha espartana, jornadas de resistencia inmensa, pero de aquello ya no queda nadie. Y ahora, las nuevas generaciones, sin ánimo de ofender, ya no se preocupan tanto ni sienten suya la conciencia de clase, por ejemplo con el TTIP. Hay un gran desconocimiento y falta de organización para hacer barrera a leyes que limitan los derechos laborales y privatizan servicios públicos.
«A principios de los noventa, empiezo a trabajar en Parcs i Jardins, donde todavía sigo. Justo en el 1992 hay una propuesta por parte de los gestores municipales de convertir el servicio público en sociedad anónima y repartir la gestión entre diferentes empresas privadas. Después de una serie de luchas y negociaciones, se llega al acuerdo con el cual se pasa de ser servicio municipal a organismo autónomo. En el 2006, Imma Mayol, nos convierte en entidad pública y empresarial, que es un paso inferior y aunque según los estatutos deberíamos encargarnos de todos los jardines y parques de la ciudad, la administración no deja de intentar darle la vuelta y exteriorizar algunas zonas verdes con empresas privadas. Por esos años, me nombraron miembro del consejo de administración, y con Imma Mayol tuve de todas, incluso me llegó a amenazar, por llevarle la contraria cuando quiso ponerle de nombre a la playa que queda enfrente del Hospital del Mar, el mismo nombre que el hospital, cuando históricamente se ha llamado “playa del Somorrostro”. Como no admitía que se le llevara la contraria y le gustaba tomar decisiones unilateralmente, se levantó de la mesa y antes de abandonar la sala, señalándome, dijo: “Usted se acordará de mí”. Es una historia trivial, pero refleja como los mal llamados políticos de izquierda también muestran actitudes autoritarias. Respeto y conozco a muchos integrantes de la lista ganadora, pero que se hayan presentado con Iniciativa, como puedes imaginar, no es reconfortante. Yo soy positivista, creo que vamos a conseguir estar mejor de lo que estábamos. Ahora no es momento de ir contra nadie sino que se da la ocasión de crear y fortalecer estructura, organización y dar propuestas que mejoren la calidad de vida de los vecinos. Obviamente, el grupo de Ada Colau, parte con un voto de confianza, pero ya veremos si los grandes lobbies de la ciudad permiten cambios sustanciales. Si percibimos que Barcelona en Comú, que ha creado mucha ilusión, se integra en los estamentos inmovilistas, en vez de provocar cambios, no nos va quedar otro remedio que retirarles el voto de confianza y darles la espalda.
«Votes o no votes, organízate.»