El sol ya caía, así que Gemiro no tardaría en llegar. A pesar de ser su primer parto, Milagros estaba tranquila. Además, Gemiro nunca se hubiera demorado sabiendo que el momento de alumbrar era inminente.
Los dolores se acrecentaban, las contracciones aumentaban su cadencia y, cuando el apuro empezó a rondar la cabeza de Milagros, oyó el portalón de la cuadra al abrirse, el sonido de las pesadas herramientas al chocar contra la madera del suelo y el silbido de su compañero, mientras se lavaba las manos en el abrevadero que había a la izquierda de la puerta de entrada.
—¡Milagros! Ya estoy de vuelta.
Oscurecía rápidamente, como corresponde a un buen diciembre, mientras Gemiro ponía agua a calentar y limpiaba la alcoba para que Milagros estuviera más cómoda.
Ésta aún tuvo tiempo de tomarse una buena taza de caldo antes del gran acontecimiento; nueve meses de embarazo y en ese instante estaba a punto de asomar el que sería su primer hijo, o hija, qué más le daba a ella.
Un suspiro, un bufido de origen telúrico y allí estaba, lo que debía ser un pequeño humano. Debía, porque lo que quedó en manos de Gemiro fue un corderito que torpemente intentaba levantarse sobre sus cuatro patas y, después de desprenderse de la mucosidad que le inundaba la boca, emitió su primer «¡Beeeé!» ante la mirada atónita de su padre y el lloro emocionado de su madre, que lo estrechó sobre su pecho mientras le decía al hombre:
—¡Pero qué cosa más bonita! Mira, Gemiro, qué regalo del cielo.
—Es un cordero, Milagros. ¡Acabas de parir un cordero!
—¡Y qué bonito es! —exclamaba ella, sin dejar de apretujarlo.
—Bonito sí que es, pero yo creía que… —Gemiro no quería lastimar a su mujer y no sabía cómo encajar esa sorpresa.
Al cabo de una hora, el corderito ya se había amamantado en los generosos pechos de su madre y correteaba dando saltitos por la cocina de la casa.
—¿Y qué nombre le pondremos? —preguntó Gemiro
—Alejandro —sentenció ella. Ya lo tenía pensado hace meses—: Se llamará Alejandro, como mi abuelo.
—Así sea.
Pasado un buen rato, Alejandro sucumbió al sueño acurrucado delante del hogar, sobre una mantita de lana, mientras sus padres lo miraban extasiados y se preguntaban qué explicación darían a la gente del pueblo.
Milagros opinaba que había que contar las cosas tal como habían sucedido, con toda normalidad, pero Gemiro temía las malas lenguas y las habladurías que seguro correrían y se extenderían por el valle y que podrían llegar a perjudicarlos; todo hecho que se alejara de la normalidad podía ser causa de desgracia en cualquier casa. Pero Milagros no estaba dispuesta a esconder a su primogénito, quería mostrar su orgullo de madre frente a toda la aldea, dijeran lo que dijeran.
Cuando corrió la noticia, saltando de granja en granja, de prado en prado, de finca en finca hasta inundar el valle, llegó a oídos de don Fermín, el párroco de la zona, que crucifijo en mano subió a su mulo y se encaminó a casa de Milagros y Gemiro para comprobar con sus propios ojos el fenómeno.
—¿Se puede saber qué has hecho, pecadora? —le espetó el párroco a Milagros.
—No piense usted mal, don Fermín, ¿no ve que tiene los ojos de Gemiro?
—Cierto, el parecido salta a la vista, pero esta abominación de la naturaleza nunca pisará mi iglesia para recibir el sacramento del bautismo. Vivirá para siempre jamás fuera de la familia cristiana y, por tanto, condenada.
—Si así tiene que ser, que así sea, ¡malaje!
En la cantina del pueblo, hombres, mujeres, autoridades y el propio cura discutían sobre el asunto. Los más hablaban de mal de ojo, mal agüero para las cosechas y brujería, mientras entre cazalla y cazalla se persignaban dando pie a don Fermín y a los alguaciles a decir la suya.
Otros callaban, o simplemente mostraban su indiferencia abogando por dejar pasar las cosas, que bastantes crudezas regalaba la vida como para meter las narices en casa ajena.
Con todo, autoridades y los vozarrones más pomposos del lugar acordaron que tal desdicha debía ser ocultada al resto del país, no fuese que la desgracia cayese sobre la comarca y se convirtieran en el hazmerreír de toda la nación. Alejandro, una vez destetado, debía ser incautado y anexionado al rebaño comunal. Serviría para dar lana el primer año y, posteriormente, sería sacrificado antes de que osara montar oveja alguna, evitando así sorpresas harto desagradables.
Al despuntar la primavera, los alguaciles se presentaron en la granja de Gemiro y Milagros orden en mano y, a pesar de la resistencia que éstos ofrecieron, se llevaron al cordero entre los alaridos de su madre y los balidos de pánico de Alejandro.
El mal estaba hecho, pero al cabo de tres meses Milagros anunció a su marido que estaba preñada de nuevo. Mientras paseaba orgullosa su panza por el pueblo, Milagros no podía dejar de ver cómo sus vecinos bajaban las miradas y, dándose media vuelta, se santiguaban entre murmuraciones y loas al señor.
El parto fue en febrero y, como en la anterior ocasión, los dolores se presentaron cuando se anunciaba la noche. Gemiro estaba palpablemente nervioso; Milagros se sentía alborozada con la idea de volver a tener un hijo.
Esta vez, las manos de Gemiro se alzaron para mostrar a su compañera un hermoso pollito dorado, pequeñito y húmedo.
—No te retires, Gemiro, que vienen más —dijo ella.
En total, siete pollitos que durante esa noche durmieron en una cestita de mimbre, cuidadosamente colocada cerca de las brasas del hogar.
Esta vez la pareja decidió anunciar al vecindario que el bebé había nacido muerto y que había sido enterrado en el jardín de la casa. Pero la rumorología es ciencia mundana y ver a siete polluelos detrás de Milagros, mientras esta iba y venía durante todo el santo día, alertó de nuevo a las autoridades.
Los padres ocultaron cuanto pudieron a sus pequeñuelos, pero la inquina humana aplastó el celo materno y, bayonetas en mano, fornidos alguaciles arrestaron a los polluelos, destinados a producir huevos, ellas, y muslos y pechugas los varones.
El matrimonio entró en depresión, aunque eso no impidió que nuevamente se produjera el milagro de la vida en el seno de aquella extraordinaria mujer; esta vez, dos lechones, gemelos ellos. Ariadna y Esteban, les llamaron y prestos los escondieron en el bosque, donde al cabo de seis meses fueron descubiertos, requisados, engordados y convertidos en jamón y chorizos.
—Este pueblo consume hijos míos —clamaba desesperado Gemiro un buen día en la cantina, donde le daba al trago más duro que lo habitual—. Este pueblo, a mis hijos, los engorda, los ceba, los explota y se los zampa… En este pueblo, llegará un día… llegará un día…
Pero las gentes le daban la espalda y Gemiro precisaba aire fresco porque allí se ahogaba.
La pareja tenía ya sus años pero no a sus hijos. Intolerantes a la derrota, tercos, hoscos por el dolor vivido, el diámetro de la barriga de Milagros aumentó otra vez, esta vez hasta dimensiones tremendas.
«Sólo le falta ya parir un caballo a la bruja ésa.» «Mejor, así tirará de la carreta del cartero, que se le ha muerto la mula.» «Por la panza que muestra, igual tenemos ternera.» Éstas eran las cosas que se oían por la taberna mientras el vientre de Milagros crecía y crecía.
Se acercaba el día del parto y Milagros, imposibilitada de todo movimiento, yacía en la cama impotente al ver como gentes y más gentes se arremolinaban alrededor de su casa, sin poder ayudar a Gemiro, que hoz en mano, era incapaz de ahuyentar a aquella nube de buitres atraídos por la curiosidad y el hambre.
El día del alumbramiento llegó, el párroco echaba agua bendita en la puerta de la casa, los alguaciles, cuerda en mano, preparados para llevarse a la bestia, fuese lo que fuese. Los guasones apostaban a vaca, burro, caballo, incluso camello o búfalo.
Día aciago para el pueblo y para el territorio cuando, después de que sus habitantes oyeran los alaridos de Milagros durante horas, Gemiro abrió el portalón de la granja para dejar escapar a Buenaventura, nombre que Milagros quiso dar a su nuevo hijo, estupendo ejemplar de tigre siberiano, cúmulo de atávica ira, que no dejó títere con cabeza en todo el valle y más allá.