Los relatos sobre el éxito de la ingeniería y de las grandes compañías constructoras chinas en el ámbito de las obras públicas africanas son grandilocuentes: vías rápidas en medio de la sabana, puertos mastodónticos, estadios deportivos altamente equipados, y, en general, la sensación de que la acumulación de proyectos combina bien con las veleidades faraónicas de muchos de los gobernantes locales. Sin embargo, la expansión de miles de familias de origen chino a través del variado paisaje del pequeño comercio del continente, de efectos tanto más influyentes y duraderos que esas nuevas pirámides edificadas con eficacia oriental, pasa mucho más desapercibida. Se trata, por lo común, de los clásicos establecimientos de pacotilla, bazares abigarrados en los que se puede encontrar ropa fabricada según los patrones de consumo occidentales, calzado con nombres de marcas famosas, una amplia gama de recipientes de plástico, improbables objetos de adorno, utensilios de cocina, relojes de pared, ventiladores, televisores y hasta motocicletas. La fabricación barata de estos productos en China, su obtención a buenos precios gracias a los contactos que los comerciantes chinos mantienen en el país, así como su importación directa, es decir, prescindiendo de intermediarios, son algunos de los factores claves del éxito de estos negocios.
La emigración oriental hacia África se remonta al siglo xix con la contratación de trabajadores del sur de China destinados a las plantaciones de las colonias europeas (isla de la Reunión, Mauricio, Madagascar) y las minas de Sudáfrica. A esos emigrantes les siguieron los comerciantes, que trataban de establecerse en los mismos países. Con el advenimiento de la China comunista —en 1949— la migración fue prácticamente prohibida, y la única excepción fue para médicos, ingenieros y técnicos, que viajaron a varios países africanos en el marco de la política de cooperación china. Durante la época de restricciones migratorias, en la década de 1970, se produjo una migración significativa de taiwaneses y hongkoneses, principalmente, hacia Sudáfrica.
Tras las reformas que emprendió China a partir de 1978, con la ascensión al poder de Deng Xiaoping, y sobre todo tras la liberalización de la emigración en 1985, la inmigración china creció hasta niveles sin precedentes. En la oleada migratoria, a la población china establecida en el África subsahariana se añadieron nuevos migrantes que instalaron sus propios comercios:las estimaciones más elevadas sobre la cantidad de migrantes chinos en los 38 países del continente africano, entre el período 2001 y 2008, se sitúan cerca del millón de personas. La voluntad de prosperar, y la competencia creciente en los grandes núcleos urbanos, ha llevado a muchas familias a alejarse de los caminos más trillados, instalándose en las zonas rurales o conquistando lugares tan remotos y periféricos como el archipiélago de Cabo Verde. A pesar de esa proliferación, y contra la creencia popularizada en muchos lugares del continente, la inmigración comercial china no está impulsada por el Estado; las familias emprenden su proyecto por iniciativa propia, contando, eso sí, con la laxitud de los programas de inmigración que presentan los países que toman como destino.
Gracias a algunos estudios realizados en Cabo Verde y el norte de Namibia, podemos hacernos una idea general de cómo se instala y despliega esa red de negocios. Siempre hay un comerciante pionero, encargado de abrir el primer local; en él, puede vender mercancías a precios que le dejan un margen de beneficio razonable. Su éxito anima a otros comerciantes en un contexto en el que, en consecuencia, la competencia es cada vez mayor. Es cierto que la contratación en el seno de los negocios chinos suele dirigirse hacia los grupos familiares directos, de manera que las diferencias como el origen y el dialecto, en la red de establecimientos regentados por chinos en una localidad determinada, sugieren que la instalación se produce en régimen de competencia, y no como socios o amigos.
Aspectos como la financiación o la información comercial más relevante —el contacto de un proveedor más barato, por ejemplo— constituyen información reservada en el interior de la familia, y aunque los comerciantes puedan culpar a la competencia por la caída de los precios de venta (en Oshikango, en la misma línea fronteriza entre Namibia y Angola, se abrió la primera tienda en 1999, en 2004 había ya 22 y en 2006 su número había alcanzado las 75), se hace difícil un acuerdo de precios entre las diferentes tiendas. Muchos comerciantes sienten que no pueden discutir con sus colegas la política de precios o las tasas de ganancias.
En Cabo Verde, en la ciudad de Mindelo —isla de São Vicente—, la competencia entre los comerciantes chinos también presenta gran intensidad. Aquí, el mercado de ventas de productos chinos se ha saturado (desde mediados de la década de 1990 a 2003, el número de tiendas chinas creció en alrededor de un centenar), comportando la caída del beneficio neto sobre las ventas y una situación especialmente complicada para las tiendas de reciente apertura. Para contraatacar, por ejemplo, los comerciantes establecen precios más bajos que los que mantienen otras lojas («tiendas») gracias a una disminución de los márgenes de beneficio y de una aún mayor dependencia de la mano de obra familiar.
El capitalismo salvaje mantiene el atractivo de sus reclamos. La irrupción de los comerciantes chinos ha permitido que las sociedades africanas puedan comprar ropa, calzado y otros bienes de consumo debido a sus precios asequibles, por lo que podría decirse que «han contribuido a mejorar el nivel de vida en general». Muchos caboverdianos afirman que gracias a la presencia de las lojas chinas, sus hijos ya no van descalzos a la escuela. También sostienen que en la actualidad pueden participar en los rituales de consumo navideños, aunque dudamos de que esa costumbre esté contemplada por los índices internacionales de desarrollo humano.
En cuanto a la calidad de los productos, las africanas y africanos suelen ser conscientes de que no pueden compararse con los importados de otros países, por lo que ponen el acento en la política de precios ajustados y en el placer del consumo conspicuo. En Guinea Ecuatorial, una de las razones que parece incidir en la aceptación general de esas mercancías es la participación de los autóctonos en los procesos de venta. En Namibia, donde el consumo de artículos occidentales está pasando gradualmente a formar parte de las ambiciones de la mayoría de la sociedad, los productos chinos son percibidos de manera creciente como baratijas importadas para engañar a la gente, como fruslerías que les sustraen el dinero que ganan con esfuerzo. Ahí reside uno de los elementos que ha comportado un aumento de la xenofobia y resentimiento contra los comerciantes chinos —aunque a diferencia de la vecina Zambia, Zimbabue o Lesoto, este resentimiento no ha llegado a estallar en violencia contra las tiendas chinas—. Sin embargo, lo contrario también sería cierto: los propietarios de tiendas chinas en Cabo Verde dicen encontrarse atrapados en un círculo vicioso, ya que sus clientes esperan productos baratos y de baja calidad, lo que les impide importar otros de mejor calidad, comercializables, por supuesto, a precios más altos.
Si bien los ciudadanos de muchos estados africanos pueden disfrutar de un mayor acceso a productos de consumo, los comerciantes locales han sido los más perjudicados, arruinados no tanto por la férrea competencia planteada por las mercancías made in China como por las nuevas redes comerciales establecidas en el continente. Por ejemplo, los comerciantes nigerianos que se habían decantado por recurrir a proveedores chinos han experimentado el impacto más severo de la concurrencia sólo a medida que los comerciantes de aquel origen se han establecido directamente en Nigeria. Por su parte, los comerciantes ugandeses, que habían estado viajando a China durante años para comprar los productos que luego vendían en los mercados de Kampala, Entebbe y el resto de ciudades de su país, han comenzado recientemente a padecer la progresiva presencia de los comerciantes chinos, que ahora importan los mismos productos a un precio más barato.
Los estragos, en efecto, no se han hecho esperar. En Mindelo (Cabo Verde), el mercado de ropa y zapatos estaba dividido en dos segmentos antes de que comenzasen a abrir las primeras tiendas chinas. Por un lado, estaban las boutiques de lujo que vendían ropa, zapatos y accesorios provenientes de Brasil o del sur de Europa y, por el otro, el mercado municipal, abastecido en parte por comerciantes africanos del continente que compraban sus productos en el extranjero o bien a otros comerciantes que viajaban de forma regular a Portugal o Senegal. Ante la irrupción de las lojas chinas, buena parte de ese mercado fue absorbido por éstas, gracias a la venta de productos de moda a precios asequibles. Muchos de los comercios del mercado municipal tuvieron que cerrar, y los que aún permanecen abiertos han tenido que especializarse, renunciando a la venta de ropa. En cuanto a las boutiques, la decisión de algunos comerciantes chinos de participar directamente en la importación de productos de moda brasileños ha sido un factor clave para su declive.
Los países con una activa industria local también se han visto perjudicados. En Kenia, donde la industria textil ofrece grandes bolsas de empleo en los sectores formales e informales del país, el impacto causado por la aparición de las redes comerciales chinas ha sido devastador. Su llegada ha provocado una crisis de gran envergadura en la industria, obligando a los pequeños fabricantes a aumentar y diversificar su producción para evitar la amenaza de un cierre inminente. En Zambia, los productos textiles y sus comerciantes han experimentado una reducción de los volúmenes de venta, y por lo tanto de los niveles de empleo. Algunos productores textiles han considerado la posibilidad de fabricar productos baratos de baja calidad para poder competir con los comerciantes chinos, pero las alternativas son inciertas. En Sudáfrica, en cambio, ante el convencimiento de que el aumento de las importaciones chinas perjudicaba a las empresas locales, el gobierno alcanzó un acuerdo con las autoridades de la República Popular para establecer cuotas que limitasen la sangría, aunque esas medidas no parecen haber servido para revitalizar la industria sudafricana.
Mención aparte merecen las acusaciones de que los beneficios del creciente monopolio comercial chino se transfieren y reinvierten en China, y no en las economías locales. Ante esos reproches, los comerciantes chinos en Oshikango (Namibia) reaccionan destacando el número de trabajadores que emplean, el pago de impuestos que realizan o sus propios gastos familiares en el país de recepción. Aún así, el balance del nuevo empresariado comercial chino es contradictorio, pues es dudoso que el acceso a bienes de consumo asequibles compense la ruina que se cierne sobre los comerciantes e industrias locales. Como en otros lugares, la transformación del panorama comercial del África Subsahariana deja multitud de cadáveres en las cunetas, y el único beneficiario neto parece ser el mercado del capitalismo global.