Hablar de la histórica Barceloneta requiere ponderación y respeto; en pocos barrios encontramos la generosidad, solidaridad y el buen saber vivir de sus gentes a lo largo de los doscientos sesenta años de su fundación. Si añadimos el alto grado de hacinamiento en que han vivido la mayor parte de su tiempo los barcelonetenses, entenderemos mejor que su alegría y buen humor eran un desafío, un triunfo de la vida sobre las voluntades de quienes siempre los mantuvieron en condiciones indignas y en la marginalidad urbana. Más de treinta sociedades corales, cooperativas, entidades excursionistas, centros culturales y deportivos atestiguan un tejido social tupido, para reseguir los orígenes del cual, en algunos casos, tendríamos que remontarnos al siglo xix.
A lo largo de la historia, el militarismo ha destruido más obra civil y cultural que todas las empresas de derribo unidas. Cuarenta años después de la mutilación de Barcelona, sin que cesaran las protestas y la resistencia, el capitán general accedió a que se erigiera un nuevo barrio, en parte para compensar las consecuencias humanas de la destrucción de la Ribera, así como también para solucionar el aumento poblacional de la ciudad. El nuevo barrio se levantaría sobre terrenos de jurisdicción militar, con lo que eso conllevaría de control, censura y represión.
Tras destruir cuarenta barracas de pescadores, en 1754 se inauguraban las primeras casas, que alcanzarían la cifra de 300 y 1.500 habitantes. Las viviendas originales eran de planta baja y un piso rematado con tejas, sin balcones ni terrados para evitar el hostigamiento hacia el exterior. Con fines intimidatorios se construyeron un cuartel de infantería y otro de caballería.
La presión demográfica y los sobornos consiguieron levantar una tercera planta en las edificaciones; más tarde vendrían dos plantas más: adiós a la luz y al sol. Por otra parte, aquellas viviendas iniciales que disponían de 140 m2 se dividieron una y dos veces hasta quedar reducidas a 35 m2, los llamados quarts de casa.
Hasta el año 1830, la vida se desarrollaba plenamente alrededor del mar: pesca, calafateo y reparación de embarcaciones, confección de velas, carga y descarga de navíos, etc. Gran cantidad de mujeres, sentadas en los muelles, remendaban redes y velas sin perder de vista a la chiquillería que revoloteaba a su alrededor. En aquel medio marítimo, no era la alimentación la necesidad más aflictiva para sobrevivir, sino el hacer frente al pago de las viviendas; muchos pequeños propietarios se encontraban en situación apurada para satisfacer a los prestamistas y parte de la burguesía barcelonesa era titular de 2/3 partes de las viviendas del barrio.
Muchas cosas empezaron a cambiar cuando, en 1834, se instalaron allí los astilleros de Nuevo Vulcano: era el inicio de la revolución industrial en el barrio, con la aparición de las fatídicas chimeneas y disciplinantes sirenas. Luego, llegó la Sociedad Catalana para el Alumbrado por Gas, en 1842 —futura Catalana de Gas—, con cerca de mil trabajadores, Talleres Alexandre (1845) o Talleres Escuder (1862). Pero la más impactante fue la Maquinista Terrestre y Marítima (MTM), con 1.200 trabajadores, que se instaló en 1861.
Hacer huelgas, distribuir hojas informativas que relataban lo que tapaba la única prensa existente —la oficial del franquismo, como hoy lo es la del capital— conllevaba graves riesgos. En 1945, cuando los pelotones de ejecución actuaban de madrugada en el Camp de la Bota, fueron detenidos destacados militantes obreros de la MTM, que habían formado un comité de fábrica; muchos de ellos vivían en la Barceloneta.
Como un lejano eco al paro de La Canadiense de 1919, en abril de 1946 tuvo lugar una huelga en Catalana de Gas y, a finales del mismo año, Nuevo Vulcano inició otro largo paro; muchos de aquellos obreros eran de la Barceloneta.
En julio de 1936, los obreros industriales, pescadores y estibadores de la Barceloneta, unidos a las milicias del Poble Nou, se enfrentaron de madrugada a los militares que salían del cuartel de los Docks en la avenida Icària, para ocupar la estación de Francia, el puerto, el Gobierno Civil, el Ayuntamiento y la Generalitat. La acción de los Comités de Defensa de ambos barrios fue decisiva para el aplastamiento en Barcelona del golpe de Franco. Dos años después, llegaron los bombardeos sobre la Barceloneta, provocando atroces horrores y la muerte o amputación de los cuerpos de numerosos vecinos.
Otra página memorable es la escrita en 1976 por los estibadores, con sus paros por el despido de varios compañeros que, tras 21 días de huelga, fueron readmitidos. Entre 1980 y 1987 son incontables las luchas que los portuarios sostuvieron contra la privatización de los puertos y la disolución de su autonomía obrera frente al Estado y los grandes sindicatos.
La Barceloneta siempre fue denostada por las clases pudientes, para las cuales su valor radicaba en la mano de obra barata. Hasta que las cosas se invirtieron y el valor lo adquirió el suelo, el territorio. Esto comenzó con el Plan de la Ribera de 1966 —que dio pie a las primeras movilizaciones vecinales, que consiguieron frustrarlo—, diseñado por las grandes empresas del sector; más adelante, siguió con los Juegos Olímpicos del falangista Samaranch en 1992, inicio de una etapa de liberalismo económico. Ello ha abierto una tremenda brecha en los espacios barriales y, sobre todo, en los vecinos: el Hotel Vela, que hace caso omiso a la ley de Costas y se levanta en terrenos ganados al mar e inmediatamente privatizados, vulnera la misma ley que sirvió para derribar los populares chiringuitos; o la construcción de muelles para yates de lujo. Quienes allí viven, estorban y constituyen un impedimento para los deseos de los especuladores.
Hablar de democracia política es un fraude; esta es ilusoria si no existe la democracia económica, poder ejercido y controlado de cerca, día a día, por los votantes. La entrañable Barceloneta contempla, con una lucha muy desigual, como quienes detentan los poderes los usan para su supuesta felicidad y la de sus colegas.