Yo ya había intuido que algo nuevo pasaba cuando mi abuela me sacó del armario delante de toda la familia. Que soy un marimacho ya debían de haberlo pensado antes, pero, que yo sepa, nunca había salido esta idea en forma de palabras de la boca de nadie. Jamás se me había ocurrido hablarle a mi familia —biológica— de cosas como, por ejemplo, «cómo vivo mi cuerpo, mi sexualidad y mi género». En ese territorio lleno de silencios que nos separa, hemos edificado pueblitos de suposiciones y a nadie se le ocurre investigar más allá. Mi iaia, que hasta hacía un par de semanas seguía preguntándome que si no tenía intención de coger un marido o algo, de golpe le dice a mi hermana que soy «un cabroncete, pero buena niña».
Mi iaia, sin haber hablado nunca con nadie sobre sexualidades y géneros, ajena a la existencia de lo queer y de lo trans y de lo no-binario y de tantas otras palabras y complicidades que me permiten dejarme ser quien quiero ser, escoge un martes cualquiera en el hospital de Sant Pau para sacarme del armario, feliz de que su nieta sea un niño tan guapo.
Llevaba unos años sin salir mucho de casa, recortando fotos de revistas todo el tiempo. Al principio, hacía recortes para pegar en collages que representaban las casas de su vida. Luego fue dejando de pegar los recortes y los guardaba en cajitas y bolsas. Recortaba y recortaba y recordaba y seguía recortando, en una meditación infinita, que la llevó indefectiblemente a un nuevo estado de conciencia. Un día decidió que estaba harta de esa rutina y dejó de recortar, y se quejó hasta que la llevaron al hospital.
Al parecer, ese cambio de escenario descubrió frente a ella un camino nuevo que siempre había estado allí, delante suyo, disimulado, cubierto de tierra y de maleza.
Podríamos decir que un desarrollo sobrehumano de lo perceptivo y sensitivo había estado gestándose dentro de mi iaia durante mucho tiempo y salía a relucir —¡estallaba!— sin preaviso ante la mirada atónita de su familia.
Con las cejas arqueadas, como si nada, como si no estuviera haciendo magia, era capaz de explorar millones de planos paralelos y hacer que sucedieran a la vez. Sin ningún esfuerzo, exploraba y hacía posibles todas nuestras vidas imaginables, y nuestras muertes. Aún hoy baila con la física cuántica sin inmutarse y luego se ríe y se disculpa porque sospecha que hay quien aún no puede comprenderla.
Y de golpe soy su nieta, o su nieto, o un enfermero que se corta el pelo como su nieta, o la amiga de su nieto, y puedo pasearme con naturalidad entre todas esas identidades, ir y venir múltiples veces en una sola conversación, y me cuenta cosas como si acabáramos de conocernos, y así es como he podido investigar un poco cómo funcionan los nuevos poderes de mi abuela.
Es capaz, por ejemplo, de detectar la verdad más allá de la palabra. Pongamos que son las cuatro de la tarde y no has comido. Pongamos que ella —entre vaivenes y malestares de hospital, un poco desorientada, perdida entre las horas— te pregunta si has comido, y tu respuesta, por ponerlo fácil, es que sí. Su respuesta, en este caso, podría ser perfectamente «pues no seas tonta, vete a comer algo».
Otra cosa que sabe hacer es modelar el tiempo y el espacio. Si quiere, desvía los acontecimientos en un punto, por ejemplo a sesenta años atrás. Los desvía sin aspavientos, casi con maestría, y todo sucede igual, pero distinto, y ahí nos tienes, toma ya, en el hospital Eva Perón, en Buenos Aires, y yo sin conocer Barcelona y la tierra que la vio nacer, y cómo le gustaría poder volver, pero claro, cómo hacerlo si ya hizo toda la familia acá.
Y luego vuelve a volver, porque al final volvieron antes de que su hijo —que ahora creo que no lo está tomando por mi padre— tuviera que pagar todo el pasaje. Y entonces mata a un vivo, da igual, un vivo al que quiere. Sin pena ni nada, con el duelo pasado y todo. Y, de la misma manera, me explica lo que le pasó ayer con un difunto, o me pregunta por su marido —el avi, que murió cuando yo tenía seis años—, que no viene hoy al hospital porque estará trabajando.
Entonces me acuerdo de la metralla en el brazo del avi. De pequeñx me daba mucha curiosidad que tuviera trozos de bomba dentro del cuerpo y que estuvieran allí durante tantos años, y me preguntaba si la carne no iría a escupirlos nunca. Como me lee más allá de las palabras, va mi abuela y me cuenta lo que ya sé. Resulta que andaban disparando proyectiles desde el mar hacia tierra y un bombardeo de estos lo pilló de camino al trabajo. Y seguimos hablando de unas cuantas cosas, y le traen la cena y luego me tengo que ir, porque va siendo hora de dormir. Cojo el casco y la chaqueta y le doy un achuchón y entonces me dice: «Al tanto con el puerto, hijo».
«Al tanto con el puerto», me dice, sin estar al día del trajín de urnas y banderas, habiendo hablado de tantas otras cosas, si no tiene tele ni tuiter, si a duras penas me oye cuando le grito monosílabos. «Al tanto con el puerto —y no sé por qué pero se me erizan los pelos de los brazos—. Que a los cobardes los envían armados, y en barco, porque en el mar es más difícil tocarles.»