Alberto López Bargados
A río revuelto, ganancia de pescadores. Así podría resumirse la ceremonia de confusión que suscita el enésimo libro de Pilar Rahola, La república islàmica d’Espanya (La Magrana, Barcelona, 2011). A juzgar por la publicidad de que el libro ha sido objeto en los medios de comunicación en los que la señora Rahola suele desempeñar su trabajo, la publicación constituye su bizarra consagración como principal experta en terrorismo yihadista a casa nostra. El libro, ciertamente, merece numerosas objeciones, pero su aparición constituye al mismo tiempo una buena ocasión para reflexionar sobre la trayectoria seguida por su autora. Al margen de sus indiscutibles dotes como comunicadora y su notoria impudicia, Rahola acredita su expertise a partir de una difusión acrítica de lo que Vincent Geisser, precisamente en referencia al islam, ha llamado la «ideología de la sospecha», contribuyendo con ello a acotar el campo del discurso a las líneas trazadas por el paradigma securitario. En efecto, la obra de Rahola, con su tendencia irresistible al efectismo melodramático –lo que sin duda hará aumentar su nivel de ventas–, ilustra de forma ejemplar el currículum oculto de toda una nueva generación de expertos en el islam, que limitan el espacio de lo pensable a los contornos de una amenaza que en sus obras se presenta al mismo tiempo como difusa y omnipresente.
Por su apariencia, La república islàmica d’Espanya es una obra redactada con premura. Las ideas no se encadenan siguiendo un proceso lógico, sino que parecen amontonarse para que surtan su efecto por exceso. La autora pasa, sin solución de continuidad, de la Qatar Foundation a los talibanes, y de estos a la mezquita de Lleida, en un totum revolutum en gran medida autorreferencial –son interminables las citas a sus propios artículos de La Vanguardia– que parece perseguir un único objetivo: convencernos de que una parte significativa de los musulmanes que viven en Europa –en Catalunya y España, para el caso que nos ocupa– constituyen un peligro real para la convivencia, y que la pasividad de la clase política –en particular de la extrema izquierda europea, que según Rahola tiene el juicio nublado por un antisemitismo fanático y buenista– y por extensión de la ciudadanía es una grave dejación de responsabilidad que resulta preciso enmendar si queremos evitar que el «islam totalitario» (sic) se apodere de nuestras instituciones y, peor aún, de nuestras calles.
Como puede imaginarse, cuando se desgranan tantas referencias dispares –y casi siempre sesgadas, en un variado abanico que va desde las crónicas de prensa internacional más o menos acreditada y de think tanks neocons hasta los artículos de Wikipedia–, es fácil cometer errores. Rahola, por supuesto, los comete, aunque ése no es el peor de los defectos de su libro. Hasta cierto punto, es lógico que una obra que aborda temas tan diversos como las reivindicaciones de los harratin de Mauritania –antiguos esclavos, a los que Rahola confunde con una «etnia»– o el aniconismo islámico –la prohibición canónica de representar seres con alma, que la autora asimila de forma burda a una supuesta «tradicional intransigència islàmica en qüestions de símbols “herètics”»– se deslice ocasionalmente por la tentadora pendiente de las simplificaciones. Ese tipo de resbalones, como decimos, están presentes en la obra, pero no son motivo para una descalificación global. Lo que verdaderamente sitúa el libro en las estanterías que cobijan la peor literatura de aeropuerto es la voluntad manifiesta de la autora por emplear un operador lógico contradictorio. Por un lado, pretende distinguir cuidadosamente entre la influyente minoría que defiende un «islam totalitario» y la mayoría silenciosa que practicaría un «islam tolerante», es decir, respetuoso con las reglas cívicas y políticas elaboradas en Occidente –que Rahola no tiene la más mínima duda en presentar como universales y por tanto objetivas– y, por el otro, hace todos los esfuerzos posibles por difuminar esa frontera para persuadirnos de que, en realidad, el problema está en el islam –sea éste lo que sea– y no en sus múltiples y posibles interpretaciones.
Para sostener esa pirueta conceptual que lleva del islam violento al islam totalitario, y de éste al islam liso y llano, Rahola se vale de los clásicos tópicos culturalistas: el islam sería un marco civilizatorio ligado de modo trascendente a un texto sagrado –el Corán–, y el problema radica en que algunos fanáticos que proponen una lectura fundamentalista de ese libro cuentan con más apoyos de los que serían deseables para los apóstoles de una Ilustración cosificada, para esa apología naïf de una Modernidad que, en La república… aparece como una cumbre bella y prometedora, hija de las revoluciones burguesas, de Voltaire y de la libertad individual –pero no de Auschwitz, la bomba atómica o la ocupación militar de Irak, que la señora Rahola califica sin el menor atisbo de ironía como «misión de paz»–. Tampoco los eslóganes que la autora repite son nuevos ni distintos a los que promueven otros próceres del securitarismo: el miedo al comunitarismo del islam y la injustificada convicción de que todas las prácticas fundamentalistas, en el seno de sociedades musulmanas, son resultado de la conspiración malévola que un grupo de mandarines impone contra las ansias de libertad de los individuos, como si no existieran múltiples ejemplos en la literatura especializada que demuestran precisamente lo contrario. A saber: que las llamadas «corrientes fundamentalistas» pueden ser ciertamente vistas como un producto acaso inesperado –pero legítimo, le pese a quien le pese– de esa patología compleja y ambigua que convenimos en denominar «modernidad».
Ahora bien, más allá de los prejuicios y las apreciaciones más o menos groseras, la aparición de un libro como La república… es, como señalábamos antes, un síntoma preocupante de la deriva que toma la nueva literatura centrada en ese objeto de deseo llamado «islam». Vemos en ella que la representación dogmática e instrumental del enemigo interior constituido por el «musulmán» se interioriza mediante las consabidas alusiones a «fuentes bien contrastadas» o a «informes confidenciales» provenientes del ámbito policial o judicial, y cuya autenticidad y verosimilitud no puede ser testada porque se inscriben en esa misma lógica securitaria que las excluye de toda valoración crítica. Formada en su mayor parte por advenedizos recién llegados al campo de estudio del islam, como lo podrían hacer al de la astrología o el cultivo de rosas en invernadero, esa generación de expertos mediáticos sustituye de manera interesada los efectos por las causas. Mezcla churras con merinas y publica constantemente sus invectivas al servicio del mejor postor. Y tal vez la principal virtud de Pilar Rahola estribe en que, al menos, sus lealtades parecen claras: la apología ensoñada de un secularismo que se muestra una y otra vez incapaz de comprender la naturaleza de los hechos religiosos y la defensa numantina de la causa sionista.