masala és barreja d'espècies

Aborto en Latinoamérica (y II)

Hoy, en Latinoamérica el aborto es legal en tan solo cuatro países de los más de treinta que componen la región. En Cuba, fue aprobado en 1967; en Puerto Rico, en 1973; en Guyana, en 1995; y en Uruguay, en 2012. En México, solo es legal en el Distrito Federal. Y, de estos, únicamente en Cuba y Puerto Rico es legal en cualquier caso y sin restricciones. Pero ¿en qué momento el aborto se convirtió en una práctica ilegal y en un asunto penal? Esta pregunta sobre el aborto nos llevó también a otra cuestión más amplia: ¿cómo nos interpelan las violencias múltiples en nuestros cuerpos y nos conducen a otras resistencias?

 

En octubre de 2018, nos encontramos en el acto «Música x la identidad», organizado por HIJ@S Barcelona en el barrio del Raval, donde nos planteamos diferentes capas que salen a la luz en torno a las luchas por la legalización del aborto que actualmente se están dando en América Latina. En esa ocasión, además de quienes escribimos hoy, nos acompañaban la activista por un aborto seguro Rosa Maldonado y compañeras de Marea Verde Barcelona, hablando de la situación en Argentina. Debido al análisis publicado sobre el caso de Argentina en la edición anterior de esta revista, en esta nota tomamos como referencia otros países de la región.

¿Quién ilegaliza?

La penalización del aborto aparece en la legislación desde los orígenes del código penal. La mayoría de los códigos penales de los países latinoamericanos están basados en el francés, de 1810, redactado según los requisitos establecidos por la Ilustración, reconocido como el cuerpo legislativo moderno, extendido entre los países centroeuropeos e implantado en las colonias a partir de ahí. Así, por ejemplo, en Chile la penalización del aborto ya se establece en su primer código de 1874; en México, en su primer código del año 1875 o, en Guatemala, en el código redactado en 1889.

Las penas que se promulgan varían dependiendo de cada país y época. En la actualidad, Panamá, Ecuador, Venezuela, Costa Rica, Guatemala y Perú establecen penas de alrededor de dos años para las mujeres y gestantes que lleven adelante un aborto. En el caso de Colombia, las penas oscilan entre los 16 y los 54 meses de prisión y, en el de Paraguay, entre los 15 y los 30 meses. En el Código Penal de El Salvador, se prevén penas de entre 2 y 8 años de cárcel.

Teniendo en cuenta la configuración de los Estados-nación modernos —basados en un modelo de organización político-social en torno a una población constante, un territorio geográfico delimitado y un gobierno definido—, el control sobre la población y su reproducción es intrínseco a la misma formación y estructura del Estado, que ha sistematizado históricamente la criminalización de las mujeres y gestantes que deciden sobre sus propios cuerpos.

La fundación de esos Estados-nación también incluyó en América Latina y el Caribe la apropiación de territorios comunitarios y del acceso a los recursos naturales —para anexarlos a los dominios coloniales bajo la denominación de propiedad privada—, cosa que implicó la expulsión, el genocidio, la esclavización y la criminalización de los pueblos originarios y de aquellas comunidades que no vivieran bajo ese modelo. El Estado no solo se asume como organismo regulador del número de ciudadanas, sino que se estructura a partir de la jerarquización racial de la población, por la cual la humanidad de determinadas personas se pone en entredicho.

En los países del Norte global, no obstante, si bien sus códigos penales incluían al principio también la penalización del aborto, hoy en día esta es una práctica legalizada en la mayoría de ellos. ¿Cómo intervienen, entonces, en este factor, la centralización de la economía y el poder, la acumulación de riquezas y las leyes de herencia? Y siguiendo la misma lógica, ¿cómo intervienen las políticas de endeudamiento —practicadas sistemáticamente en el Sur global— en la penalización del aborto?

Colombia: nuestros cuerpos como botín de guerra

La colonización trajo consigo, además de la emergencia de la categoría «mujer» subordinada al hombre, la implementación de un modelo basado en el racismo, la explotación, el expolio de tierras y la concentración de poder, entre otras cosas; nada de esto hubiera sido posible sin instaurar la práctica de la violencia sexual como un elemento fundamental para la deshumanización de los cuerpos. Exacerbada por el entronque patriarcal (1) y legitimada, desde entonces, junto a un conflicto social complejo durante los últimos sesenta años, esta práctica trajo como consecuencia, en Colombia, el ensañamiento por parte de los diferentes actores armados con las mujeres, niñas y niños, cuerpos que se convirtieron en «botín de guerra» con el fin último de ejercer el control y el miedo.

Esta usurpación del cuerpo de las mujeres se ha ejercido de diversas maneras —violación, prostitución forzada, embarazo forzado, aborto forzado, esterilización forzada, acoso sexual, servicios domésticos forzados y regulación de la vida social, entre otras—. La violencia sexual se ha utilizado también para acallar, silenciar y neutralizar las iniciativas de oposición que han emprendido mujeres valientes, lideresas, maestras, periodistas y personas disconformes con los proyectos político-militares de los poderes armados. De la misma manera, ha sido una técnica de corrección sobre los cuerpos que transgreden las reglas impuestas por la cisheteronormatividad.

Estas violencias se evidencian no solo en los territorios en conflicto, sino también en las comunidades y familias; es decir, han permeado la vida cotidiana. En concreto, en Colombia la violencia sexual presenta una cifra media de 16.463 mujeres por año, 46 por día, 2 por hora y una cada 32 minutos, (2) con un alto grado de impunidad, ya que en el marco del conflicto armado la violencia sexual queda oculta tras otros delitos que se consideran «más importantes», como el homicidio o el desplazamiento.

Frente a esto, el movimiento social de mujeres —en alianza con el movimiento LGTBI— logró que el acuerdo de paz firmado recientemente por las FARC y el Gobierno contemplara medidas diferenciadas para el acceso a la verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición de estas violencias. En la actualidad, con un gobierno que incluye a grandes detractores de la paz y de los derechos humanos, la implementación de este acuerdo presenta graves dificultades.

Este contexto hace que la reivindicación del cuerpo como espacio de defensa territorial esté muy presente, por ejemplo en lemas como: «Mi cuerpo es mi casa, mi casa es mi territorio. No entrego las llaves», con el cual se convocó el Primer Encuentro Internacional de Mujeres y Pueblos de las Américas contra la Militarización, en agosto de 2010 en Colombia. Nueve años más tarde, este llamado sigue siendo totalmente relevante.

Dicha defensa del cuerpo como territorio tiene muchos rostros —indígenas, afrocolombianas, campesinas, rurales, urbanas y defensoras en general— que están constantemente amenazados: mujeres que cuestionan las condiciones en las que ha sido posible la existencia y la proliferación de estas múltiples formas de violencia sexual, así como el silencio social, la permisividad y las formas perversas en que socialmente se han tolerado e incluso legitimado estas prácticas.

Desde lo comunitario, lo organizativo y lo cotidiano, se reivindica el amor como cuidado al territorio y este como espacio de vida, y se pone en práctica la sanación como ejercicio político de memoria histórica colectiva, como un acto de superación personal, para dar espacio a otras herramientas simbólicas, de rituales ancestrales, artísticas y los duelos colectivos, entre otras.

Estas resistencias reconstruyen y sanan, porque nuestros cuerpos no son solo lugares en que la colonización y la guerra dejaron sus huellas, sino también espacios de disfrute, de creación y de memoria.

La situación en Guatemala

En los últimos dos años, Guatemala está sufriendo un retroceso en relación con las políticas gubernamentales que tienen que ver con la vida de las mujeres. Frente a una iniciativa de ley que pretendía impulsar la legalización del aborto en caso de que niñas menores de 14 años quedaran embarazadas, en el último año los sectores más conservadores han obstaculizado el avance de esta.

Durante el 2017, se presentaron dos propuestas de ley cruciales para la lucha feminista: la iniciativa 5.376, ley para la Protección integral, Acceso a la Justicia, y Reparación digna y transformadora a las Niñas y Adolescentes Víctimas de Violencia sexual, Explotación sexual y Trata de personas; y la 5.395, ley de Identidad de Género. Ambas fueron atacadas por los sectores más conservadores y por los impulsores y defensores del actual golpe de Estado técnico —consumado el 7 de enero de 2019 por el presidente del Gobierno, Jimmy Morales— y quedaron sin efecto.

Según los registros del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social, 90.899 jóvenes entre los 10 y los 19 años se encontraban en estado de gestación en el año 2016, de las cuales 1.248 son niñas y adolescentes menores de 14 años, lo que implica un crimen de violación sexual, según la normativa guatemalteca.

Cabe señalar que esta coyuntura —el intento de velar por la integridad de la vida de las niñas— se enmarca en un contexto posterior al incendio del hogar seguro Virgen de la Asunción, en marzo de 2017, donde vivían 56 niñas bajo tutela del Estado y donde murieron 41 de ellas, en un crimen que ha sido acuñado por expertas como de «lesa humanidad».

Las cifras son escalofriantes. En Guatemala, son asesinadas por violencia machista un promedio de 600 mujeres al año. Además, la lucha por las reivindicaciones feministas se está convirtiendo en una actividad de riesgo, como demuestran las múltiples denuncias de represión y persecución política hacia defensoras de derechos humanos. En concreto, el pasado 8 de marzo de 2019, la sede la Alianza Feminista Sector de Mujeres, coordinación nacional de 32 organizaciones de mujeres guatemaltecas, amaneció con las instalaciones destrozadas, el robo de ocho computadoras y signos de daño y ensañamiento, con rastros explícitos de excrementos humanos en la sede.

En el contexto de golpe de Estado técnico, este tipo de ataque envía un mensaje claro a las mujeres y feministas que de forma organizada hacen frente al incremento de la impunidad, la violencia contra nuestros cuerpos y el avance del conservadurismo más reaccionario y patriarcal.

La guerra contra las mujeres y sus formas de sobrevivencia se exacerba cuando los grupos de poder se ven en jaque por las iniciativas legislativas y alternativas de construcción social. El ataque contra la Alianza Feminista Sector de Mujeres es un ejemplo de que las propuestas para garantizar la vida y encontrar mecanismos que protejan la vulnerabilidad impuesta atentan contra las formas de acumulación de riqueza que se basan principalmente en el control de nuestros cuerpos y nuestros territorios.

Uruguay: legal, pero penalizable

La ley de interrupción voluntaria del embarazo (IVE) fue votada en Uruguay en el segundo mandato del Frente Amplio —siendo presidente el exguerrillero José Mujica— y acordada a puerta cerrada, como resultado de alianzas partidarias. La misma está elaborada según requisitos basados en plazos (3) pero el aborto sigue estando tipificado como delito en el código penal, lo que conlleva una criminalización patriarcal de la pobreza sobre la propiedad del cuerpo y la decisión de las mujeres y gestantes. Hace ya algunos años que, semana tras semana, la Coordinadora de Feminismos sale a la calle con sus Alertas para visibilizar y acuerpar el dolor por cada feminicidio, denunciando la violencia sexual sistemática, tanto cotidiana como institucional. Abortar, aunque sea en el «marco de la ley», plantea diversos problemas, como los casos de prisión por hacerlo fuera de los parámetros estatales de plazos o de detención del procedimiento iniciado de IVE —mediante orden judicial— por pedido de un hombre a su expareja, así como el alarmante número de objetores de conciencia del ámbito de la sanidad pública a pesar de ser un Estado laico. (4) De hecho, el reelecto y actual presidente Tabaré Vázquez, también del Frente Amplio, vetó el anterior anteproyecto de ley de Salud sexual y reproductiva —apoyado por organizaciones feministas— alegando «su condición de médico». Asimismo es ideólogo de argumentos que han servido «de referencia» en los debates sobre la despenalización del aborto, dado su detallado rechazo cientificista, en nombre de supuestos avances de la ciencia y la tecnología que alimentan y han empujado a que, a un año de aprobada la ley de IVE, hubiera un intento fallido de juntada de firmas para su derogación.

A Uruguay suele considerárselo un país de avanzada en América Latina en materia legislativa y de políticas públicas. Sin embargo, el «paisito» suele nombrarse y pensarse a sí mismo como blanco y sin indígenas, en la misma orquestada en que Sanguinetti (expresidente de la «salida» de la dictadura y que el presente año pretende ser reelegido en las elecciones presidenciales) ha podido decir que no ha habido personas desaparecidas, aun a sabiendas de que las ha habido hasta en democracia (neoliberal). La colonización, la guerra y las lógicas neoliberales institucionalizadas en la dictadura cívico-militar, iniciada formalmente con el golpe de Estado de 1973, en el marco del Plan Cóndor, calan hondo en un sistema patriarcal, cisheterosexual, racista y capitalista con un historial de políticas extractivistas: promoción de monocultivos, instalación de plantas de celulosa y la ley de Riego, por ejemplo.

En el año 2010, dos años antes de la aprobación de la ley de IVE, mujeres ex presas políticas de la dictadura alzaron su voz para denunciar las violencias sexuales y, con ello, se abrió un enorme capítulo de la memoria social, tan silenciado, en torno al cuerpo de las mujeres y la guerra. Como parte de una generación marcada doblemente por la plebiscitación de la justicia (5) y los efectos de una militancia/ activismo heredera de este sistema, es emocionante sentir la actual sacudida que la autorganización feminista está moviendo en la llanura oriental del Río de la Plata. Y no solo allí. Como decía la feminista mexicana Raquel Gutiérrez, en la reciente inauguración de la Escuela de Formación Feminista de Minervas, a través de la imagen del archipiélago puede dibujarse el momento que vivimos; un tiempo en el cual se están sincronizando resistencias comunitarias, algunas con nombres feministas y otras no, en Abya Yala y América Latina, en torno a la defensa de la vida y contra todas las violencias machistas. Son luchas territoriales contra los procesos de acumulación de capital organizados por regímenes extractivistas progresistas o protofascistas, en las que se está dejando ese pensar estadocéntrico a la vez que nos inscribimos en el terreno simbólico. Siguiendo esta idea, la feminista boliviana María Galindo destacaba hace poco la pertinencia histórica que tiene la lucha simbólica, hablando además de un movimiento sísmico, en el cual todo sentido puede dejar de estar donde está. También rescata un sentir que es el de la insaciabilidad con la que se está saliendo a la calle y, sobre todo, tejiendo luchas que más que derechos lo que buscan son utopías.

Violencias contra las mujeres

La antropóloga argentina Rita Segato advierte de que la actual etapa capitalista ejerce nuevas formas de guerra contra las mujeres, que destruyen tanto sus cuerpos como la sociedad. Señala que la violencia contra ellas no solo responde a una cuestión individual, sino que está ligada con la manera en que se ejerce el poder. A partir de esta idea, nos preguntamos: ¿Quiénes son esas mujeres? ¿De qué manera se ejerce la violencia? ¿Cuáles son las formas de respuesta y las resistencias que desarrollan?

En las últimas décadas, distintas pensadoras y activistas feministas han cuestionado la categoría «mujer» al señalar que tiende a homogeneizar las experiencias y demandas de un grupo diverso de personas. Si entendemos que las necesidades de las mujeres están atravesadas por los distintos ejes de opresión que enfrentan —raza, clase, género—, podríamos pensar que las violencias también son diferentes. Siguiendo la perspectiva decolonial —que advierte sobre la jerarquización de los cuerpos y poblaciones fruto del legado colonial—, podríamos afirmar que existe un proceso de racialización en la forma en que se ejerce la violencia; es decir, que la raza determina la forma e intensidad con que se manifiestan las violencias. Así, mientras algunas mujeres son forzadas a ser madres sin su consentimiento, a otras se les niega tal posibilidad a través de las esterilizaciones forzadas o la exclusión económica.

Por su parte, las luchas de mujeres, lesbianas y trans que se desarrollan actualmente en América Latina nos permiten observar el amplio abanico de violencias que afrontan. Si bien el acceso al aborto es una demanda presente en la región, mujeres indígenas y campesinas llevan siglos denunciando la violencia sobre sus territorios mediante el despojo y destrucción de sus recursos naturales. Y eso evidencia la conexión entre la defensa de sus cuerpos y sus territorios, ya que estos les permiten la subsistencia tanto individual como comunitaria. Estas demandas amplían la mirada y las perspectivas de lucha, ya que demuestra la estrecha relación que existe entre lo individual y lo estructural.

En este sentido, aunque las movilizaciones en torno al acceso al aborto seguro, gratuito y legal marcan un hito histórico en el movimiento feminista latinoamericano, porque han logrado colocar en el debate público la violencia que la prohibición genera, esta reivindicación debería formar parte de una agenda política más amplia que tenga en cuenta las demandas de otras mujeres. Especialmente de aquellas mujeres, lesbianas y trans que, en general, quedan excluidas del relato hegemónico del feminismo blanco/criollo. La denuncia frente al despojo, el extractivismo, la militarización, los ataques contra las personas migrantes, indígenas, afros y travestis, debería ser central en la agenda política feminista, ya que expresa la naturaleza de la violencia que este sistema patriarcal, colonial y capitalista ejerce de distintas formas sobre los cuerpos y los territorios.

Notas:

(1) Definido por las feministas comunitarias, el entronque patriarcal se refiere al patriarcado actual en Latinoamérica como fruto de un largo proceso histórico, que tiene un punto de inflexión en la colonización de América, a partir de la cual se exacerban los patriarcados originarios a causa de la impronta colonial y asesina del patriarcado colonial occidental.

(2) Cifras oficiales, entre 2004 y 2014, del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses.

(3) Lorena Rodríguez Lezica: «Cuerpos que (también) importan», Flor del Guanto, n.º 5 («Feminismos disidentes, más allá de los Estados patriarcales»).

(4) La organización MYSU (Mujeres Y Salud Uruguay) detectó unos porcentajes de objección mayores al 60% en algunas localidades; y en Mercedes, Young y Castillos, por ejemplo, de cerca del cien por cien.

(5) Fueron dos los plebiscitos que se convocaron para anular la ley de Caducidad [o de Impunidad]; uno en 1988, con el «Sí» del voto verde y otro, en 2009, con el «Sí» del voto rosado. Dicha ley establece la caducidad de la pretensión punitiva del Estado respecto a los delitos de lesa humanidad de la dictadura cometidos por funcionarios militares, policiales y civiles. En ambos casos no se consiguió derogar. Como dijo el escritor uruguayo Eduardo Galeano: «Uruguay es un país gris que tiene un país verde en la barriga».