masala és barreja d'espècies

Maltrato institucional y gestión de la escasez

La relación cotidiana de las usuarias de Serveis Socials y de la Oficina d’Habitatge de Ciutat Vella con el funcionariado y el aparato burocrático no está atravesada solo por el sabor a ceniza y cemento de la burocracia, sino por un conjunto de prácticas arbitrarias, en algunos casos tan agresivas que podemos llegar a calificarlas de «violencia» y «maltrato institucional».

«Por una mamá del colegio me enteré de que había una tarjeta (1) que era para comprar comida y entonces fui a la asistenta, le dije lo que me habían dicho y que quería saber si podía solicitarla:

»—¡Uy! ¿Sabes lo que tienes que hacer tú para sacar esa tarjeta?

»—¿Qué tengo que hacer?

»—Hombre, ¿tu hija está desnutrida?

»—Mi hija no está desnutrida, antes de que lo esté me muero yo.

»—Pues eso, necesitas un papel de un médico que diga que tu hija está desnutrida.»

Andrea y su madre (2) tienen grabada esta conversación. El director d’Acció Social del Ajuntament de Barcelona, Jordi Sánchez Massip, nos confirma que «no hay ninguna instrucción en este sentido, y si los hechos se han producido como los describís, la actuación no sería aceptable». La crueldad de esta respuesta es de difícil explicación pero, como veremos, no es precisamente inaudita. Cuando comenzamos este artículo, algunas personas relacionadas con el trabajo social nos insistían en el queme de quienes tratan con la gente a pie de calle o en las oficinas. Albert Briansó, trabajador social con una larga experiencia, nos habla de algo «común a todos los ámbitos laborales: bajos salarios, una plantilla en situación de desbordamiento constante… Estamos en una situación de auténtica sobrecarga. ¿Entonces, qué pasa? […] Al final lo que hacen es ir desarrollando un rol canino, de espantar; lo que les entre a ellos debe ser la población que les parezca lícita de aguantar o de ser informada». Por su parte, Sánchez Massip afirma que «las situaciones extremas que viven muchas de las personas que atienden en los servicios sociales hacen que se produzcan momentos muy tensos […], pero las situaciones extremas no pueden eclipsar el trabajo de un colectivo formado por más de 700 profesionales». No obstante, la sobrecarga o las tensiones difícilmente explican agresiones como la que narra Andrea que, como veremos, son demasiado habituales.

Razones que la razón no entiende

El número de personas atendidas por Serveis Socials en el Raval dobla la media de la ciudad: en 2017 pasó por sus oficinas el 9,91 % de la población del barrio (4.756 personas) frente al promedio del 5,5 % de toda Barcelona.(3) Y nos consta que hay una relación cruzada y en paralelo de muchas personas con Serveis Socials y Habitatge. Es posible que ese dato aporte alguna razón de más peso, ya que ese casi 10 % nombra el estigma que conlleva ese diferencial de pobreza estructural. De hecho, una fuente municipal que prefiere no dar su nombre nos confiesa con pesar que «la gente de servicios sociales no quiere venir al Raval, y los que vienen quieren irse cuanto antes, porque es muy duro».

Halima comprobó la volubilidad de los criterios de asignación de determinadas ayudas después de que su expediente fuera asignado a dos personas diferentes. Tras el parto de su tercera hija, su referente le negó la ayuda para conseguir pañales a través de Cáritas, por estar pagando un crédito de 30 € mensuales: «Si tú estás pagando un televisor de 30 € al mes, vete a buscar los pañales con esos 30 €. ¿Por qué has comprado un televisor?». Sorprendentemente, o no, alguien de la misma oficina, y ante la misma información, aplicó un criterio diametralmente distinto: «Me cambiaron de asistente […], fui a hablar con él, me dio la ayuda de los pañales, de la Cruz Roja, la carta de alimentos…».

La impresión de que no existen criterios objetivos y de que determinadas decisiones dependen de valoraciones arbitrarias es compartida: «A ver, si yo quiero comprarte zapatillas y no vendes zapatillas, no me las vendes; pero si no me las vendes a mí no se las vendes a nadie», protesta Andrea. El profesor e investigador de la Universitat Pompeu Fabra (UPF) Albert Sales nos precisa que una de las cuestiones claves es que Serveis Socials —y los aspectos de urgencia que aborda Habitatge— «son dispensadores de ayudas de emergencia» que no son consideradas como derechos. Con el detonante de la crisis y la extensión de la vulnerabilidad social «hay una delegación por parte de las administraciones supramunicipales en los ayuntamientos y las ONG. […] Acaba pasando que en cada municipio aparece una constelación de ayudas y ayuditas, a lo que se añaden las ayudas y ayuditas de las ONG […], pero que sumadas todas no te dan ni para vivir. A partir de ahí, el discurso asumido es que de alguna forma has de priorizar». Y, si bien en esa decisión juegan un papel diferentes ámbitos del poder municipal, quienes están a cargo del trato directo tienen la potestad de interpretar quién merece o quién necesita, llegando a veces a la extralimitación de funciones. María nos explica, con impotencia, un momento en el cual no es que le denegaran la entrada a la Mesa de Emergencias, sino que no le permitían siquiera presentar los papeles: «Pero, a ver, tú no estás ahí para decir si yo tengo que presentar los papeles».

El antropólogo anarquista norteamericano David Graeber define las burocracias como «formas de organizar la estupidez […] que existen por la existencia misma de las formas de violencia estructural. Es por esto que incluso si una burocracia se crea con intenciones completamente benévolas seguirá produciendo absurdos».(4) No es que los empleados de Serveis Socials o Habitatge tengan muchísimo poder, sino que la propia vulnerabilidad de quienes acuden a las oficinas genera una relación profundamente desigual y dependiente, marcada por la violencia del miedo al desamparo: «Es que si les dices lo que opinas, se ponen en contra tuya», nos cuenta Carol.

Vidas sospechosas

«Acababa de salir del parto, tenía mucha presión, depresión, estaba muy mal, y fui a hablar con la asistenta. Y cuando me vio así, con la niña, hizo así [gesticula] como asustada. Entré en su despacho, sin sentarme, sin nada […] no me dio ni tiempo, ni cinco minutos…

»—¿Qué quieres? ¿Por qué has venido? ¿Has tenido otro bebé?

»—Sí.

»—¿Y tú querías? ¿Estabas buscando el bebé o es una sorpresa?

»—Sí, sí, estaba buscando el bebé.

»—¿Y para qué has venido?

»Salí de allí llorando».

Hemos oído hablar de esa agresiva preocupación malthusiana sufrida por Halima también en otros casos. De hecho, si antes hemos mencionado la arbitrariedad, parece que esa misteriosa lógica por la que se toman decisiones diferentes sobre la misma cosa depende fundamentalmente de juicios subjetivos sobre la vida de las personas.

Es la indagación sobre el dinero y el gasto de las familias la que parece ser el centro de la preocupación. En la práctica, se convierte en un relato kafkiano en que las personas afectadas no saben exactamente qué han de demostrar o de qué deben defenderse.

Alejandro cuenta que, para acceder a la Mesa de Emergencias, en Habitatge le pidieron «que les demostrara, desde 2014 hasta 2018, todos los extractos bancarios y que les especificara cada salida de los gastos, de qué eran; […] pudimos especificar dinero para el curso de mi hijo y de mi hija, los colegios, los años que estuve, que fueron dos y medio, cobrando 426 €. Le dije, “Oye, que cuatro años [de gastos] no se los pides a nadie”, y me responde: “Ya, ¿sabes lo que pasa?, que aquí no regalamos pisos”». La razón se vuelve gaseosa cuando, en una reunión con el gerente de Habitatge Javier Burón —forzada por la PAH tras ocupar la Oficina d’Habitatge de Ciutat Vella—, le explican las razones por las que le había sido denegada la entrada a la Mesa de Emergencias: «Yo estaba preocupado porque esta chica me había aconsejado que dejara empadronado a mi hijo en casa, y cuando se lo conté a otra de Habitatge se echó las manos a la cabeza. […] La sorpresa mía fue que no me la denegaron porque estuviera mi hijo empadronado, sino porque no he sabido administrar mi dinero».

Laura, su compañera, explica que en un momento anterior, su asistente en Serveis Socials la aleccionaba: «Me decía que por qué llevaba a mis hijos a un colegio subvencionado, que el teléfono no era necesario en una casa, que no era necesario un seguro de defunción que tenía».

Determinados estándares de consumo que —más allá de lo que le puedan parecer moral o políticamente a cada cual— en el resto de la sociedad resultan piezas fundamentales de la existencia social, aquí se convierten en conductas sospechosas y a menudo invalidan a las personas como demandantes de ayuda. En una sociedad de consumo en la que el gasto es uno de los índices morales con los que se mide el estatus social, aquí se invierten los términos y los excesos de gasto de la población precarizada se convierten en sospechosos.

Técnicas de disuasión

Esos juicios juegan un papel dentro de una necesidad estructural de las instituciones. Albert Sales nos explica que «la descomposición de los mercados laborales y el retroceso de los estados del bienestar hacen que los servicios sociales al final tengan que asumir todas las problemáticas que no solucionan otros sistemas […] cuando no tienen cartera de servicios para solucionar los problemas de la gente. El máximo exponente de eso es la vivienda ». Lo resumía el propio Javier Burón en la reunión antes citada para explicarle a Alejandro la denegación del acceso a la Mesa de Emergencias: «Muchas solicitudes, pocos pisos, mucha demanda, y no hay posibilidades».

El Estado, y en este caso el Ayuntamiento, no redistribuye riqueza, sino que administra la escasez. Incluso en un caso como el de Barcelona, en que se han puesto en marcha mecanismos inéditos para paliar los desahucios o se ha incrementado el gasto social por encima de la media, el contexto estructural es este. Eso ha generado un desfase profundo entre la realidad de las competencias, la de los recursos y la de las necesidades reales, y un abismo entre realidad social y administraciones. El estudio L’atenció local de la pobresa i la desigualtat social a la metròpoli de Barcelona señala cómo la dejación de funciones de la Administración central y «el alcance y la prolongación en el tiempo de la situación de crisis, han comportado […] que mediante estas prestaciones los entes locales asuman la atención de situaciones que acaban deviniendo crónicas, estructurales y, por supuesto, mucho más extendidas de lo que preveía su diseño».(5)

Así, parece que los Servicios Sociales dedican la mayoría del tiempo de su trato directo con las personas afectadas a diversas tácticas de filtrado entre la gente y las ayudas. A pesar de la precarización y el descalabro de los salarios, el eje central es «el paradigma dominante de que la mejor política social es el empleo», como indica Albert Sales. Lidia está al cargo de dos hijas y tiene un trabajo de media jornada, pero «me dicen siempre que trabaje más horas. El primer desahucio lo pasé sola, porque no sabía cómo iba este tinglao. Volví a la asistenta. La única solución que me dieron es que busque más trabajo. […] El problema es que un particular, a mí, no me alquila un piso. No hay de 300 €, de 400… Con un contrato de media jornada, ¿quién te alquila un piso en este país?».

La primera respuesta ante un desahucio es ver si existe alguien del entorno social que pueda asumir la carga. Así lo explica la misma Lidia: «Entregué en Habitatge todos los papeles del desahucio. […] Esto yo lo tenía desde cuatro meses p’atrás, el desahucio lo tengo un viernes y el jueves me llaman de Habitatge: “¿No tienes adónde ir? ¿No tienes a nadie que te pueda acoger?”. Yo le digo: “Pero yo cómo me voy a ir a casa de nadie”». Después de eso, se suele instar a buscar una habitación: «Siempre te dicen: “¿No tienes familia? ¿No tienes amigas?”. En el primer desahucio, la asistente social me decía que buscara una habitación. […] ¿Quién va a alquilarme una habitación con dos hijos?», explica por su lado Jalila.

Otra sensación compartida es la saturación burocrática. María recuerda que «la primera vez que fui por el desahucio, había una chica, y me dijo: “Usted sabe que le voy a pedir muchos papeles”. […] Los llevé tres o cuatro veces todos. En Habitatge, deben de tener una montaña de papeles. Nos pidieron los ingresos desde dos años atrás, desde 2016; pero no los llevé una vez, los había llevado para pedir un piso hacía más de dos años, luego para pedir la ayuda que me dieron de 200 € durante un año, pero todo, ¿eh?, nóminas, extractos del banco, vida laboral, de la Seguridad Social, de Hacienda, carné de identidad, empadronamiento…». Andrea opina que «te van alargando pidiéndote papeles que, algunos, no tienen sentido».

El fantasma de «los que están peor»

Un elemento que nos parece clave, sobre todo en el actual momento social y político, es el uso del agravio comparativo a la hora de justificar el reparto o el orden de prioridades: «Después de que se muriera [mi madre] volví a ir, porque el dueño me lo quería subir [el alquiler], y yo no puedo pagar 400 € y pico, aparte de gastos de papeleo (casi 2.000 pavos en papeles). […] Me hice ocupa de mi casa y volví a ir. Y me decían: “Bueno, hay gente que está peor que tú”. Siempre nos dicen lo mismo », explica Lidia. En el caso de Beatriz, cuando «solicité la tarjeta esa que se da para los supermercados, [la asistenta] me dijo: “No, se la dan solo a familias que tienen niños menores”. Le dije: “Ya, pero es que nosotros solo cobramos esto [215 € de ayuda familiar]”. Y me dijo: “Ya, pero es que hay familias que no tienen nada”». El propio Jordi Sánchez Massip reconoce que «puedo entender que un profesional llegue a expresar que los recursos deben priorizarse, pero pienso que el argumento de que hay quien está peor no debería utilizarse».

«Los que están peor» se convierten en unos vecinos fantasma que se llevan las ayudas y que dan lugar a variedad de leyendas urbanas, algunas de carácter racista o xenófobo. Y, de fondo, una confrontación implícita que resume Albert Sales: «La persona que se siente orgullosa de tirar adelante a pesar de las circunstancias, se quiere desmarcar del pobre ocioso, que no merece ayuda pero que, al final, acaba recibiendo ayuda. Y es un arma de ruptura de vínculos en los barrios humildes». El contexto que se genera es el de una meritocracia de la miseria, que se juega en dos cuadriláteros: el de quien vive en el pozo más hondo y el de quien se lo ha currado haciendo las mejores acrobacias para el circo de la burocracia.

Administrando la urgencia y la expulsión

Si alguien que trabaja en un servicio público tiene los recursos necesarios y los baremos objetivos para cubrir las necesidades que se reclaman, no tiene por qué inventarse un argumento falso o no tiene la necesidad de juzgar qué vidas o qué conductas se lo merecen o se lo han ganado. La crueldad y el maltrato institucional son un mecanismo político que se ejerce porque lo exigen las propias necesidades de la institución.

Lo que cabe preguntarse es de qué manera estas prácticas se relacionan con lo que ocurre extramuros de la institución. En el ámbito de Barcelona, los motivos económicos y forzados para cambiar de vivienda pasaron de un 6 % en 2006 a un 14,4 % en 2017.(6) Sánchez Massip ofrece un dato que puede ser un indicador del crecimiento de la vulnerabilidad a escala de ciudad: «En el año 2018, se atendieron un total de 83.960 personas, […] bastante más gente que las 77.737 atendidas en 2016». En Ciutat Vella, según su Memòria 2017, la Unitat contra l’Exclusió Residencial tuvo constancia de 1.079 órdenes de lanzamiento entre 2015 y 2017, de las cuales no se especifica cuáles fueron ejecutadas y cuáles fueron paralizadas o tuvieron una salida negociada.

Saskia Sassen, socióloga y economista, afirma que la fase actual de la crisis estaría caracterizada por «las expulsiones: de proyectos de vida y de medios de vida, de membresía al contrato social» y que iría «mucho más allá de más pobreza y más desigualdad».(7) Podríamos interpretarlo como la configuración de un espacio de violencia múltiple y sistemática dirigido a expulsar de los espacios centrales —de la vida, de la economía, de la sociedad y de las ciudades— lo que el mercado considera población sobrante.

En este contexto, y en un barrio como el Raval, en que su población es vulnerable no solo por sus situaciones económicas, sino también por vivir en un enclave de alto interés para las formaciones predadoras del nuevo capitalismo, el papel de los Servicios Sociales y de Habitatge es particularmente sensible. Las prácticas agresivas desde organismos con una función de protección social pueden acabar, intencionadamente o no, contribuyendo a la brutalidad que caracteriza los procesos de expulsión de las vecinas.

Notas:

1. La tarjeta solidaria es «una ayuda de emergencia para niños de 0 a 16 años», que permite a las familias gastar entre 100 y 200 € mensuales en alimentos.

2. Los nombres propios utilizados en este artículo son ficticios para preservar la intimidad de los testimonios y evitar posibles represalias.

3. Barcelona Activa: Indicadors socioeconòmics de Ciutat Vella 2017, Ajuntament de Barcelona (bit.ly/2VqV3St).

4. David Graeber: La utopía de las normas. De la tecnología, la estupidez y los secretos placeres de la burocracia, Ariel, Barcelona, 2015, p. 84.

5. Lara Navarro-Varas, Carlos Ángel Ordás García, Fernando Antón-Alonso, Sergio Porcel e Irene Cruz: L’atenció local de la pobresa i la desigualtat social a la metròpoli de Barcelona, Institut d’Estudis Regionals i Metropolitans de Barcelona (IERMB), Barcelona, 2017, p. 25 (bit.ly/2I6agoW).

6. Los datos sobre movilidad residencial de que se disponen indican un pico del 17,1 % en 2011 (Dinàmiques de mobilitat residencial i transformació dels barris a l’àmbit metropolità de Barcelona, bit.ly/2G6pNlp).

7. Saskia Sassen: Expulsiones. Brutalidad y complejidad en la economía global, Katz, Buenos Aires, 2015, p. 41.