Brillante documentalista que se define a sí misma como artista «palestina israelí», definición interpretada intuitivamente como un oxímoron que pretende reunir en una única declaración de identidad dos gentilicios que la historia reciente de Oriente Próximo ha vuelto antagónicos, la afirmación de la artista constituye un buen punto de partida para revisar una obra reflexiva y descarnada, obsesionada por documentar las intersecciones dramáticas que suscitan las políticas de identidad en el mundo contemporáneo.
En efecto, el arte en el que más parece destacar Ahlam Shibli es el de la paradoja. Como miembro de las poblaciones árabes que fueron engullidas por el Estado de Israel en el momento de su fundación (1948), es decir, aquella parte de los pueblos de Palestina que no optaron por emprender el camino de la hijra, del exilio en los países vecinos, la experiencia colectiva de esos «árabes de Israel» se ha cincelado a fuego sobre el campo de la guerra, el oprobio y la traición. No se trata, ciertamente, de una comunidad de apátridas, puesto que poseen, bien que mal, derechos de ciudadanía ligados a su pertenencia al Estado de Israel. Al menos una parte de esos «palestinos en la sombra» rechazarían, además, ser calificados de «minoría», por cuanto esta nomenclatura parece investir de derecho las reivindicaciones del ocupante israelí sobre una tierra de la que se sienten los únicos y legítimos propietarios. En fin, tampoco son exactamente bienvenidos en Cisjordania o en la franja de Gaza, donde el grueso de la comunidad palestina malvive, esta vez sí como apátridas, hacinada bajo la presión humillante de un gobierno israelí que sigue gozando de impunidad para imponer su particular apartheid. Extranjeros de sí mismos, los palestinos israelíes ansían algo elemental pero, en la práctica, casi inaccesible: consagrar su propia razón de ser como pueblo por medio de símbolos reconocibles, a salvo de impugnaciones y escamoteos; participar en su propia liturgia identitaria en medio del estruendo de un conflicto que parece no tener fin; levantar, en fin, un hogar allí donde nadie les quiere.
De ese modo, a partir de la fractura que se abre en el corazón del convulso Oriente Próximo, de esa crisis de sentido que la propia artista experimenta en sus carnes, los espectadores de la retrospectiva atravesamos, serie tras serie, el campo de minas en que se ha convertido el dilema de la identidad en el mundo contemporáneo. Cuando se adentra con su cámara en el sistema polaco de orfanatos para retratar las formas de sociabilidad de unos niños y niñas que ansían, también ellos, el hogar del que carecen (Dom Dziecka, 2008), o cuando recoge una hermosa colección de retratos de aquellas y aquellos árabes que han optado por el exilio en Europa con la esperanza de vivir allí con normalidad su orientación sexual (LGBT, 2004-2006), Shibli cambia de registro, se aleja del escenario del conflicto. Se trata, en realidad, de un efecto distorsionado, de una mirada en escorzo sobre los temas que presiden su acercamiento al principal drama de Oriente Próximo. De hecho, algunos de los retratos de LGBT nos recuerdan hasta qué punto la conciliación entre el cuerpo y la identidad sexual puede interpretarse como la demanda de un refugio tranquilo para una subjetividad incómoda que reclama ver cumplidas sus expectativas. Igualmente, en la serie dedicada a la producción memorial desplegada por el Estado francés en referencia a las actividades de la resistencia durante la ocupación alemana (Trauma, 2008-2009), Shibli describe con lucidez las trampas que esconden esas rememoraciones oficiales, la luz que arrojan sobre ciertos episodios justo para abocar a una espesa zona de sombra las acciones que desentonan con el gran relato de la nación promovido desde el poder. Los damnificados de esa campaña de consagración de una memoria pública son, así, los protagonistas de los actos desechados, de los recuerdos inservibles: los soldados de las brutales guerras coloniales que Francia libró tras la Liberación, los pied-noirs expulsados de Argelia que debieron encontrar acomodo en una metrópoli que quiso cerrar de malas maneras el dosier colonial, los militares indochinos y magrebíes enrolados en el ejército francés y por ello acusados de haber traicionado a sus respectivas patrias. Todas esas víctimas –y al tiempo verdugos– silenciadas por la historia oficial esperan también, a su modo, hallar al fin su propio lugar reservado en la memoria de la República.
Al margen de esas ricas excursiones fuera del conflicto árabe-israelí, el núcleo duro de esta exposición sobre Shibli se compone, por un lado, de las variaciones suscitadas sobre el caso de los «palestinos israelíes» –merece la pena, en particular, Trackers (2005), dedicada al cuerpo de rastreadores del ejército israelí, formado en su mayoría por árabes de origen beduino–, y por el otro, de la serie que el museo presenta en primicia, Death (2011-2012), interesada por la particular economía de la muerte que se ha generado en torno a las figuras de los mártires en los territorios formalmente administrados por la Autoridad Palestina. Aunque la exaltación de las acciones suicidas como formas consagradas de martirio a través de una rica iconografía pública y doméstica choca frontalmente con nuestra sensibilidad, y podemos por ello sentir la tentación de levantar el dedo acusador contra un pueblo capaz de una glorificación que se nos antoja grotesca, la mirada propuesta por Shibli nos invita a preguntarnos por el nulo margen de maniobra con el que cuenta una sociedad palestina maniatada hasta el límite por la potencia ocupante. Controlados todos sus recursos, silenciada por completo la construcción oficial de su propia memoria, con sus vidas administradas en esos gigantescos campos de concentración, el cuerpo de los propios palestinos acaba por convertirse en el único instrumento de subversión de una pesadilla diseñada para promover su inexorable extinción. Figuras fantasmales de un pueblo completamente deshumanizado por sus opresores ante la indiferencia internacional, la iconografía de los mártires que prolifera en las casas y calles de las comunidades palestinas reclama de ese modo un último refugio que aún se encuentra a salvo de las campañas de terror programadas por el Estado israelí: la memoria íntima de las familias, el dolor profundo que vuelve indestructibles los recuerdos.