Al quedarme sin fruta decidí bajar a comprar. Al llegar a la calle, creo que la nada todo lo era, aunque no estaba, pero no debía distraerme… y, siendo que no estaba, de esa tristeza del no ser pudo brotar una semilla antes amordazada.
No hay tiempo, debo apresurarme, pronto cerrarán. Camino calle arriba y, si nada había, sin tiempo ni lugar, esa semilla sin ser grande tampoco era pequeña. Cierto, pero necesito plátanos, manzanas y alguna otra cosa, habrá que mirar las ofertas, llevo poco dinero y, además, debo apresurarme, en casa me esperan. Pero era lógico pensar que no reinaba quietud ni desplazamiento y, no habiendo tiempo, cualquier momento era bueno para el movimiento y apresuré el paso, empezaba a llover.
Me cruzo con mi vecina, qué placer, que me saluda ni antes ni después, ni fría ni caliente, minúscula gota, inmenso mar. Parece que adivina mis pensamientos y se aleja rápidamente, como ella suele hacer, revolviendo el océano, creando burbujas en sus extremos que, sin haberlos, existían. Triste, observo como se va sin tamaño, porque cualquier tamaño podía alcanzar.
La frutería ya está a la vista, empiezan a recoger y al entrar me miran mal, qué culpa tenía si la sal que en su interior contenían tanto era minúscula partícula como roca colosal. A ver, manzanas a 1,50 €, pero éstas no le gustan al niño, los plátanos están verdes, uno me dice que están por cerrar y el choque de rocas, las chispas de luz, el calor, la fusión, el sol acabaron con la nada, que aunque no era ya no estaba, inexistiendo en franco retroceso.
Agarro corriendo lo imprescindible, no quiero enojar a nadie con mi comportamiento, como gasté poco entro al bar y, al arribar donde antes no estaba, ese lugar creé. Pido un café, qué calor dice el camarero y abrumado le contesto que el nuevo sol de tanto calor explotó, la roca en su dispersión, voló, y allí, en su juventud de espacio, empezó un tiempo que, al llegar, arrancaba. Me mira pero no me dice nada, tomo el café y corro a casa, pero viene la tormenta, la primera, pletórica de fuerza y mis piernas desfallecen. Me protejo bajo un saliente a esperar que mengüe.
Mengua. Después de la batalla, mojada queda la tierra y bajo la niebla, como una manta que calienta, voy a dar con el portal de mi casa y, a pesar de todo, atino con la llave en el cerrojo. Brota en mi cabeza una nueva pelea, pero antes debo hacer la cena.