Les contaré algo. Un viejo amigo patafísico visitó una vez el pueblo del que procedían los padres de su esposa —sí, los patafísicos se casan, aunque tienden a la endogamia—, en el sur de la península, para presentar a su hijo de tres años en sociedad. Entre montadito de jamón serrano y lengüetazo de salmorejo, mi amigo acertó a balbucear, con la boca llena, que el retoño no había sido bautizado en la fe católica, y que el cura ni estaba ni se le esperaba. Tras un penoso silencio en el que solo debió de oírse el gozoso masticar de mi camarada, la suegra le espetó, como lo haría un oráculo: «Pues si no lo bautizas, el niño te va a salir moro».
Dejemos de lado la proverbial glotonería de los patafísicos y centrémonos en el sugerente paisaje que se vislumbra tras ese vaticinio: una tierra en la que, tras ocho siglos de islamización generalizada, todas las personas seríamos naturalmente moras, condición de la que solo escaparíamos por medio de esa especie de exorcismo que consistiría en verter agua bendita sobre nuestras infieles cabezas. Ya no es preciso seguir la consigna que anunciaba José Martí en 1893, cuando la tenaz lucha rifeña por su independencia le suscitaba al poeta cubano un «¡Seamos moros!» de mimético entusiasmo. Lo somos desde siempre, aunque reprimamos ese secreto convencimiento, avergonzadas como lo estaríamos con un vestido lleno de lamparones en una recepción oficial.
Pues bien, si por estos lares quien más quien menos tiene un pasado moro, musulmán para el caso, ¿a qué viene tanta martingala con la reciente presencia del islam en nuestras calles? Cada cual es dueña de sus propios miedos, pero como quiera que no veo por ninguna parte una conspiración para invadir Europa e imponer la sharía en los colegios, y ni siquiera para obligarnos a comer cordero halal y cuscús los viernes, imagino que esos miedos provienen de algún rincón oscuro que visitamos durante la noche. ¿Se trata, entonces, de morofobia, de un aparatoso mecanismo de negación de nuestro propio pasado? ¿Nos protegemos acaso de la alargada sombra de la Iglesia y del rechazo que todavía suscita el nacionalcatolicismo? ¿O es que el imaginario secular nos impide ver en las religiones otra cosa que no sea opio del pueblo y creencias propias de la infancia de la humanidad?
Con estas cuitas, el patafísico resuelve bajar a las calles de Ciutat Vella y realizar una tournée por los templos islámicos del barrio, para comprobar in situ los efectos que esos miedos ejercen sobre la práctica del culto musulmán en nuestra ciudad. Podría haber escogido como fenómeno digno de observación patafísica cualquier otro signo religioso exhibido en el espacio público. Piensen en el hiyab o pañuelo que deciden vestir muchas mujeres musulmanas, un signo que juega en la champions de la semiótica xenófoba. Pero, qué diantres, me he decidido por los centros de culto porque adoro el turismo monumental, el fasto y la solemnidad que transmiten los grandes santuarios. Así que agarro mi palo de selfies, y me dispongo a retratarme en poses casuales ante el pórtico de las mezquitas.
No se imaginan mi decepción. Podría apostar un par de másteres a que las mezquitas de Ciutat Vella no aparecen en el catálogo de edificios singulares de Lonely Planet. Si ustedes esperan encontrar alguna plaza distinguida con una cúpula coronada con la media luna y un estrecho minarete que desafíe las leyes de la física con su verticalidad, desengáñense. Objetarán, tal vez, que la religión musulmana es una recién llegada en el concierto de las religiones de la ciudad, y que es lógico que carezca por ello de una arquitectura consolidada. Tal vez eso sea cierto, pero a tenor de las llamadas de alarma que suenan cada vez que alguien propone la construcción de una gran mezquita en la urbe, o de la exquisita discreción que presentan los doce centros de culto musulmán más o menos oficiales de Ciutat Vella, se diría que su falta de ambición y visibilidad se debe tanto a las penurias económicas que padecen las comunidades que los sostienen como a la urticaria que hacen brotar en la epidermis de una parte de la ciudadanía y de la clase política.
De hecho, ni Ciutat Vella ni Barcelona cuentan con mezquitas propiamente dichas. Se trata, en realidad, de oratorios o musalas, las más de las veces locales insalubres situados en la planta baja de fincas que piden a gritos una reforma. Son precisamente esos tugurios los únicos espacios asequibles para las finanzas de las comunidades musulmanas, aunque más de una propietaria codiciosa, al saber de ese interés, haya aumentado sin más el precio del alquiler hasta desembocar en la simple usura. Acondicionados para cumplir estrictamente con la normativa legal que afecta a los locales de libre concurrencia, los oratorios de Ciutat Vella presentan en general un aire provisional e incierto. La rápida evolución demográfica de las comunidades provoca a veces que el aforo previsto inicialmente para el oratorio se quede rápidamente corto, de manera que, allí donde es posible y se cuenta con capacidad financiera, se procede a acometer ampliaciones, con nuevas salas para la oración, zonas para la higiene personal, etc. Varios oratorios de Ciutat Vella parecen, así, puzles que van creciendo a medida que lo hacen las necesidades de la propia comunidad, con nuevas salidas de emergencia practicadas sobre los muros, instalación de extintores en las columnas y ventiladores en los techos del local. Un pequeño nicho, el mihrab, que señala a los creyentes la dirección en la que deben postrarse; un reloj para indicar la fecha en el calendario de la hégira, así como los horarios previstos para la plegaria; cuadros de la Qaaba, la Piedra Negra, y del enorme templo en que se encuentra, en La Meca; una estantería para acomodar los coranes y demás libros que se emplean y, en fin, las acostumbradas alfombras que cubren la totalidad del espacio destinado a la oración completan el modesto atrezo interior de los oratorios. Afuera, sobre la puerta que da acceso al centro, un cartel presidido muchas veces por el color verde, y eventualmente con imágenes de los lugares santos, anuncia en árabe, urdu, castellano o catalán la presencia del oratorio, presentado a veces como centro cultural. Si el supremacismo de distinto signo que practica como deporte el vandalismo islamófobo se ha cebado en ocasiones con las puertas de los oratorios de Ciutat Vella, esa competición parece en suspenso, al menos por el momento. Solo los habituales tags grafiteros decoran las persianas. A lo largo del día, la mayor parte de oratorios, tal vez por precaución, permanecen cerrados, a la espera de las horas destinadas a la plegaria.
A simple vista, pues, los problemas no son tales. Pero, como saben, un patafísico no se detiene en la impresión inmediata, y tira de impertinencia para interrogar a los feligreses sobre las vicisitudes que han atravesado sus respectivos oratorios. A partir de ese momento, acumula relatos que destilan resignación. Cuando se manifiesta la intención de abrir tal o cual centro de culto, parte del vecindario más inmediato aduce un abanico de quejas que van desde la pérdida de valor catastral de sus inmuebles hasta el molesto zumbido que emana del oratorio a causa de las oraciones que se elevan en las noches de Ramadán. Representantes de la comunidad describen también los obstáculos con que tropiezan cuando pretenden comprar el inmueble, o el celo que muestra el cuerpo técnico del Ayuntamiento en la aplicación del reglamento que afecta a los centros de culto, y que tiende a relajarse cuando los implicados son templos de otras confesiones. Relatan, asimismo, episodios constantes de acoso policial, las visitas discretas de inspectores para levantar acta de los asistentes, el clima de desconfianza instalado entre la feligresía ante la llegada de un desconocido. Si quieren, la discreción de que hacen gala los oratorios musulmanes de Ciutat Vella no es más que una suerte de efecto de condensación, el aspecto externo de la presión creciente experimentada en el interior.
Los dilemas patafísicos poseen una virtud sorprendente: por sí mismos se muestran oscuros e impenetrables, pero arrojan luz sobre una realidad que hasta entonces pasaba desapercibida. Habrá quien piense, claro está, que los centros del culto musulmán deben estar bajo escrutinio porque merecen el recelo que suscitan. Les propongo, sin embargo, un pensamiento inquietante: imaginen que tendemos a crear aquello que tememos, y que es justamente el asedio del que los oratorios son objeto el que alimenta y da sentido a nuestros miedos.