CiU y PP trafican con la sala Baluard

Para hablar con seriedad de la sala Baluard es imprescindible hacer memoria y remontarse a treinta años atrás. Entre 1983 y 1991, murieron 702 personas víctimas de la heroína, de las que 519 se produjeron entre 1988 y 1991, muchas de ellas en Ciutat Vella. Eso, contando sólo las defunciones por sobredosis, a las que habría que añadir todas las provocadas por infecciones y enfermedades derivadas de lo que fue, a la práctica, un apartheid sanitario. Casualidad o no, el PSC barcelonés tuvo mucho que ver con la política de drogas implementada por el gobierno de Felipe González: Ernest Lluch, entonces diputado por Barcelona, era el ministro de Sanidad y Consumo responsable del primer Plan Nacional sobre Drogas; y el futuro alcalde de Barcelona, Joan Clos, era presidente de la Sociedad Española de Salud Pública y de la Sociedad Española de Epidemiología. Clos, además, era regidor de Sanidad en el Ayuntamiento, responsable del Área de Salud Pública municipal y regidor del Distrito de Barcelona con más muertes por heroína. A diferente nivel, ambos fueron responsables de una política que, tanto en el ámbito estatal como municipal, sólo admitía programas «libres de drogas» –pese a que en el mandato de Lluch se aprobaría el primer decreto que admitió tratamientos con metadona– y que costaría miles de muertes evitables con una red de atención sanitaria como la que se constituiría con posterioridad.

Reducción de daños
Costó años y muertes que instituciones y partidos entendieran que la política de prohibición y persecución –que hoy todavía rige buena parte de los discursos y las prácticas institucionales– abría fundamentalmente caminos al cementerio.
En la actualidad, Barcelona dispone de dieciséis Centros de Atención y Seguimiento (CAS), de los cuales ocho disponen de salas de venopunción, entre ellos una unidad móvil que cubre Zona Franca. Son centros de «baja exigencia, en los que no se pide abstinencia total a las personas usuarias, ya que están en fases diferentes de consumo de sustancias, en recaída, etc.», indican fuentes oficiales de la Agència de Salut Pública. Además de dar un espacio para el consumo en condiciones higiénicas, con el objetivo de evitar transmisiones e infecciones, los CAS ofrecen atención social y psicológica a una población que, por lo general, se encuentra en situaciones de vulnerabilidad social de diferente gravedad. Las mismas fuentes de la ASPB con las que hemos hablado quieren destacar también que esta red «permite que las posibilidades de rehabilitación se acerquen al máximo a quienes consumen».
En 2011, la ciudad disponía de 1.506 plazas para el Programa de Mantenimiento con Metadona y 2.896 personas eran atendidas en las salas de venopunción de Baluard, Zona Franca y Vall d’Hebron, la mayoría de ellas en el Raval, con 2.496 usuarios. Esta red de reducción de daños ha conseguido que de 95 muertes por sobredosis, en el 2000, se pasara a 26, en 2008, y 50 fallecimientos, en 2011. Aunque a partir de 2009 se produjo un cierto repunte respecto al año anterior –que parece asociado al incremento del consumo–, es evidente que los CAS son infraestructuras salvavidas.

Un salvavidas a contracorriente
No obstante, estos salvavidas tienen que actuar a contracorriente, navegando entre la desinformación general y el uso electoralista y populista de quienes querrían labrar parte de su camino al poder sobre la estigmatización de la población drogodependiente. Las movilizaciones protagonizadas en su momento por una parte del vecindario de Vall d’Hebron respecto a la sala de venopunción de este hospital o en Raval Sud respecto a la sala Baluard; la oposición blanda de CiU planteando el traslado de este equipamiento o la oposición dura del PP, que proponía su cierre, han puesto una diana sobre este tipo de equipamiento de forma periódica.
En el caso de Baluard –el más emblemático y, con seguridad, el más castigado mediáticamente de la red de reducción de daños–, los años han puesto en su lugar la falacia de los argumentos utilizados para denunciarlo. Personal del equipamiento indica que su trabajo «no sólo beneficia a las personas usuarias sino al propio entorno social. Cuando llegamos, en 2004, el barrio estaba plagado de jeringuillas. Cualquiera que viviera entonces y viva ahora puede constatarlo». Ese año, se recogieron en Ciutat Vella alrededor de 6.000 jeringuillas mensuales en espacios públicos, mientras que en la actualidad esa cifra se ha reducido a 1.100. Desde la Agència de Salut Pública, indican –aunque, en este caso, sin ofrecer datos– que «también han bajado los episodios de inyección en la calle», seguramente en una proporción semejante a la reducción de chutas abandonadas en la vía pública.
A esto, hay que añadir el trabajo de atención social que se realiza en Baluard respecto a las situaciones de pobreza, precariedad social o salud reproductiva –asistencia a consumidoras en estado de gestación–. Todo junto debe de tener algo que ver con que tanto el Plan Municipal sobre Drogas 2009-2012 como el Pla Operatiu d’Integració de les Addiccions a la Xarxa Sanitària de Barcelona, lejos de proponer su cierre o reubicación, hayan planteado la ampliación de los servicios ofrecidos por las instalaciones de Baluard.
En este sentido, las 2.000 personas que sigue atendiendo Baluard –después de que se hayan abierto cuatro salas de venopunción más en Fòrum, Garbivent, Sants o Sarrià– evidencian que el único «efecto llamada» asociado a Baluard son las propias necesidades del importante índice de drogodependientes existente en Ciutat Vella, y en concreto en el Raval. Es una realidad sobre la que pueden tenerse diferentes opiniones, pero que es innegable. Lo cierto es que sólo una atención sanitaria de calidad junto con otras políticas de carácter socioeconómico pueden afrontar esta situación: para que quien consume lo haga en las condiciones adecuadas, para que quien quiera dejar de consumir tenga los recursos necesarios.

Frivolidad sin reducción de daños
Lejos de esta realidad a ras de suelo, CiU y PP se apostaron la sala Baluard en su particular tráfico de sustancias tóxicas. Sin contar con el equipo redactor del Plan de Acción sobre Drogas 2013-2014, a espaldas de la entidad que gestiona Baluard y de los equipos técnicos de la ASPB, el equipo de Alberto Fernández Díaz filtraba a La Vanguardia el supuesto cierre del equipamiento de la muralla en un plazo de diez meses. Ambos partidos habían llevado tan en secreto su siguiente movimiento en este solitario, que la publicación por el periodista Ramon Suñé del supuesto acuerdo para el cierre de Baluard (21/07/2013) abortó la aprobación de la política sobre drogas en el último pleno antes del verano.
La finalidad de este movimiento parece doble. Por un lado, es uno de los pagos a plazos que CiU le debe al PP por su apoyo institucional. Dejando a Fernández Díaz exhibirse con una medalla ante los sectores más sensibles al populismo antiyonqui, Trias entrega capital mediático y electoral a cambio de tiempo y oxígeno para sostener la legislatura. La segunda finalidad es ejercer presión sobre el equipamiento para justificar la sustitución de las instalaciones sanitarias por otras con fines turísticos. Ambos partidos coinciden en querer esconder a las personas drogodependientes y en pensar que una instalación sanitaria como ésta no es merecedora de un marco incomparable como la antigua muralla. Frivolidad sin reducción de daños.

Recuadro
Alcoholismo y tranquilizantes, principales adicciones
Lejos del mito de la heroína como imagen paradigmática de la adicción, son drogas perfectamente legales las que más afectan a la población barcelonesa. Los CAS no sólo atienden casos de heroinomanía sino también de cocainomanía, de uso combinado de heroína y cocaína, y de alcoholismo. Esta última es la adicción que más tratamientos inicia en los CAS: un 52%. Por otra parte, el diagnóstico realizado para el próximo Plan de Acción sobre Drogas señala que el consumo de tranquilizantes afectaría a un 20% de las mujeres de entre 35 y 65 años. Realidades que no parecen preocuparle a la hinchada del narcocorrido.