masala és barreja d'espècies
Revista d'informació, denúncia i crítica social a Ciutat Vella
Nº 74 – juny 2017

De la Via Laietana a la Rambla del Raval

 

La frase atribuida a Goethe, «más vale una injusticia que un desorden» tiene un enorme y explosivo contenido. El tema viene a propósito de los procesos de construcción de los dos grandes espacios urbanos abiertos en nuestros barrios, Vía Layetana (1908) y Rambla del Raval (2000). En ambos se produjo una cascada especulativa de enormes proporciones, ocultas y silenciadas por el deslumbrante espectáculo de un urbanismo fácil y agradecido para los llamados emprendedores; doloroso, y hasta letal, para los perdedores, los vencidos.

Un año antes del estallido de la Semana Trágica de 1909, el rey, rodeado de algunos ministros, el obispo, militares, alcalde y concejales —algunos, a su vez, consejeros del Banco Hispano Colonial— inauguraba las obras del inicio de la Vía Layetana. Para ello, se derribarían 296 fincas o casas, con sus 2.190 viviendas y con la consiguiente expulsión de sus 10.000 moradores. Ochenta calles del entramado histórico barcelonés desaparecieron. La operación fue calificada como «una orgía de la destrucción» por el arquitecto noucentista Adolfo Florensa. Quedó una pista de tierra arrasada de 90 metros de anchura por 900 de longitud. La desorbitada amplitud sería para levantar a ambos lados de la moderna vía una serie de edificios noucentistes, que actuarían de pantalla para esconder la Barcelona vieja.

El Banco Hispano Colonial fue el gran artífice y beneficiario de esta operación llamada Reforma Interior. El banco había sido fundado por un grupo de adinerados ciudadanos y estaba presidido por el indiano, esclavista y financiero Antonio López, marqués de Comillas, junto a figuras como las de Manuel Girona —ex alcalde de Barcelona—, Camilo Fabra —el de Can Fabra en Sant Andreu— y otros industriales; la entidad bancaria había prestado al Gobierno español importante dinero para financiar la fracasada campaña colonial en Cuba.

Dirigentes del banco formaban parte del Ayuntamiento, a la vez que altos funcionarios de este último estaban en la junta del Colonial. En verdad, la Casa Gran era muy grande y generosa.

En 1905, el Ayuntamiento y el banco firmaron un convenio por el cual este se haría cargo de las cuentas del maltrecho consistorio, con el fin de sanearlas. Dos años más tarde, por delegación del Ayuntamiento, el banco firmaba con él la construcción de la flamante Vía Layetana: la entidad financiera recibiría una comisión de un 12 %, más un 50 % adicional, como estímulo sobre los beneficios producidos por la expropiación forzosa y posterior venta de los solares. El Hispano Colonial, que además fue eximido de competir en subasta pública, gestionó las obras y realizó las funciones de contratista.

Pero ¿qué fue de los 10.000 vecinos arrancados de sus viviendas? Palabras adecuadas serían las de deportados y, en consecuencia, marginados. La mayor parte de los infortunados inquilinos, sin oferta alguna ni compensación, tuvieron que buscarse la vida donde y como pudieron; algunos fueron pioneros en el asentamiento y fundación del primer chabolismo de Montjuïc; otros se dirigieron a la playa del Somorrostro, sumándose a otros barraquistas que ya se les habían anticipado. Se ponía en práctica así el aforismo inicial: «más vale una injusticia que un desorden».
Pasados sesenta años, en 1966, los entonces hijos del Somorrostro serían expulsados nuevamente, al igual que los de Montjuïc, en 1972. Serían dispersados, porque hasta ellos llegó el oleaje de la especulación; fueron a parar a los barrios de Sant Cosme del Prat, al Pomar de Badalona, a la Mina de Sant Adrià, el Barrio del Puerto o al Barrio Chino del Raval, donde tenían que escuchar aquella copla de Gent de la Ribera, gent verdadera, gent del Raval, tant se val.
En definitiva, se produjo un movimiento centrífugo en el que pasaron, por segunda vez, de la centralidad geográfica —cual diana económica— a su periferia.

El Poder —lejos de tener el buen gusto y el sabor de la alcachofa— se parece en su aspecto metafórico a esta verdura; sus hojas grandes, superpuestas de manera escalonada, tapan y esconden a otras más pequeñas. Los hombres de negocios consideraron que para acabar con las enfermedades de la época —tuberculosis, sarna, tifus, fiebre amarilla, sarampión, viruela, difteria…— era necesario que el aire pe­netra­ra en Ciutat Vella, este barrio con una construcción tan diferente del nuevo Ensanche. Nada decían de las condiciones de trabajo de los talleres y fábricas ni de los precios de los alimentos.

Para orearlo y sanearlo, qué mejor que separar las casas, pero como las casas no podían moverse era necesario derribar algunas. Las viviendas envejecen, hay que ventilarlas tanto por salubridad como por seguridad, porque resulta difícil controlar al populacho que ratea, se mueve y escabulle por el laberinto de callejuelas: «Aquellos centros, sobre ser malsanos por su estructura, son asimismo un peligro social, porque se utilizan siempre como baluarte seguro en cualquier motín, y también prestan secreto a los garitos y el crimen». Era el argumento definitivo de Àngel Baixeras, autor principal del proyecto de la Reforma Interior, treta que de nuevo se usaría noventa años después para desalojar a 420 familias a la hora de construir la Rambla del Raval.

Además —se dirá que «para bien de todos»—, es menester que la economía sea dinámica, de lo contrario no habrá trabajo; y, para que lo haya, es necesario dar apertura a anchas vías que permitan el rápido reparto de mercancías entre el puerto y la nueva ciudad.

Y, como en la alcachofa, esta hoja tapaba los planes y deseos de convertir el espacio en una concentración de servicios y grandes sedes lucrativas, con una arquitectura más bien parecida, aunque a menor escala, a la de Nueva York o Chicago: Correos y Telégrafos, Banco Hispano Colonial, edificio de los Güell (hoy de los sindicatos), las casas de Cambó, Casal del Metge, Col·legi d’Enginyers, La Caixa de Pensions…

Toda tragedia tiene sus momentos gloriosos; en 1936, y durante más de dos años, esta vía fue rebautizada con el nombre de Vía Durruti, militante que obró convencido de que era mejor la justicia social que el desorden de la especulación.