Redes sociales, digitales como Twitter o clásicas como el bar del barrio, se han agitado los últimos meses con casos y denuncias de agresiones y violencias sexuales. El debate es constante. El juicio de la Manada, etiquetas como #cuéntalo o denuncias públicas a colectivos profesionales e individuos con nombres y apellidos generan apoyos, críticas y cuestionamientos, al tiempo que producen cambios, resistencias y fortalecimiento del statu quo a partes iguales.
En el extraño y cómodo hábito de mirar el dedo que señala y no dónde señala, debemos cuestionarnos si es realmente el feminismo quien lanza el mensaje de que todos los hombres son potenciales agresores, o bien preguntarnos qué pesado y vetusto velo está cayendo —demasiado lentamente— en nuestra sociedad.
Una violencia sexual, por extraño que parezca, no tiene relación con la sexualidad ni con la excepción; se trata de un acto de dominación, de una violencia paradigmática y estructural constante para mantener el orden establecido.
¿De qué nos están hablando realmente las violencias sexuales, cómo se entretejen y qué nos enseñan?
La normalidad
Por ejemplo, el hostigamiento sexual callejero. Cuando una sociedad le dice a sus chicas y mujeres que la mejor manera de protegerse es no salir solas por las noches, tener cuidado al volver a casa, evitar a los desconocidos, hacer planes elaborados que tengan en cuenta todas las posibilidades (ir en grupo, modificar la ruta, volver antes, no drogarse, dejar de hacer o actuar diferente…) les está diciendo que son de segunda categoría. Les está diciendo que prefiere encerrar a la mitad de la población potencialmente agredida, en lugar de regular a la otra mitad, las salidas de los chicos, donde se encuentran los potenciales agresores. Y que esa es la normalidad.
El mensaje
Por ejemplo, el sexpreading. Cuando una sociedad entera le dice a las adolescentes y jóvenes —y no tan jóvenes— que no hagan sexting, es decir, que no manden sus fotos de carácter sexual a sus parejas, sus ligues, sus amigos o sus rollos, porque se les puede volver en contra y estos acabar difundiéndolas sin su consentimiento, realmente les está diciendo que no pueden confiar en nadie porque CUALQUIERA de ellos es un potencial agresor, o lo que es lo mismo TODOS ellos.
El castigo
Por ejemplo, el acoso sexual. Cuando una sociedad le dice a sus chicas y mujeres —ya con la boca pequeña, porque es políticamente incorrecto decirlo aunque se piense— que no deben exhibir su imagen —en la calle, en Instagram, en el trabajo—, que no deben vestir o actuar de formas demasiado provocativas, o que no pueden querer tener sexo con otras personas de forma casual, les está diciendo que, como contrapartida a su derecho de hacerlo, cualquiera puede «aprovecharse» de esta exposición, que en algún momento deberá pagar un peaje, una sanción, que recibirá un castigo.
La responsabilidad
Por ejemplo, la agresión sexual. Cuando una sociedad les dice a sus chicas y mujeres cómo debe ser su consentimiento, que es su responsabilidad constante poner el límite, parar la acción de otros, les está diciendo que el intento, la propuesta, la insistencia es lo habitual y que ellas tienen la responsabilidad de limitar, de decir «no», y de hacerlo constante y explícitamente —una explicitud que ellos entiendan—. Que la responsabilidad, finalmente, vuelve a recaer no en quien acciona sino en quien no frena como ¿debiera? hacerlo.
La credibilidad
Por ejemplo, la exposición u humillación pública. Cuando una sociedad les dice a sus mujeres cuando denuncian alguna agresión que no será para tanto, que por qué ahora y no antes, que es una cuestión de versiones, que estará buscando alguna cosa —como destruir la vida de alguien o vengarse…—, realmente les está diciendo que sus palabras, sus vivencias —por muy comunes y estructurales que sean— no explican nada, no sirven, no tienen valor y que son, a lo sumo, excepciones desafortunadas.
El privilegio
Sencillamente, el privilegio. En contrapartida, lo que la sociedad les está diciendo a sus chicos, a sus hombres, es que tienen más derechos —al espacio público, a la noche, a la sexualidad—, que cualquiera de ellos está legitimado, de un modo u otro, a castigar a las mujeres que se salgan de esa norma —con sus comentarios, con sus juicios de valor, con sus acciones—, que en definitiva la responsabilidad seguirá siendo de ellas —por haberse expuesto, por no pararles los pies, por no ser «suficientemente claras»— y que, después de todo, ellos tendrán toda la credibilidad. Les está diciendo, sencillamente, que basta con no hacer nada para que todo siga igual.
La sociedad está pregonando: tú puedes ser un agresor, es tu condición, es tu derecho. Pero no lo llamaremos así, lo llamaremos de otro modo, de muchos modos. Lo llamaremos «naturaleza», «condición humana», «sociedad»… lo llamaremos «relacionarse», «seducir», «piropo», «ligar»… Pero no lo llamaremos «agresión sexual», porque aquello que no se nombra no existe. Le llamaremos de otros modos, pero el resultado seguirá siendo el mismo.
Quizá de lo que es culpable el feminismo es de señalar. Es bien sabido que es de mala educación.