—Tía, si yo tuviera alas, no sé, las usaría —me decía Kiara, muy amiga mía, aficionada a dar consejos, sin alas, sentada en el banco con las piernas abiertas y la cabeza ladeada, muy involucrada en acabarse el falafel sin chorrearse toda de salsa—. Además molan un montón.
—Ya, cariño, a ti te encantan, pero esto es una movida y no sé qué se supone que debo hacer. He tenido que cortar todas mis camisetas, y los abrigos me van fatal, parezco una tienda de campaña. ¿Y tú crees que estaban pensando en mí cuando diseñaron los asientos del bus?
—¿Pero para qué quieres el bus, amor? ¡Ve volando!
—¡Que no funcionan! ¡Que no sé volar! Esto es una mierda…
Así me lamentaba yo en un banco de delante del Molino cuando pasó Saturnina cruzando la plaza. Traía una expresión un poco pocha.
—¡Qué cara traes, Satur! ¿Qué pasa?
—Nada, titis, que nos echan ya…
—Pero si estabais pagando alquiler, ¿no?
—Sí, pero no nos renovaron. Tenemos que pirarnos este mes. En realidad ya tengo ganas, porque llevamos como medio año con unas obras infernales, en todos los pisos a la vez, que ahora destrozan una pared arriba y los techos del piso de abajo y la escalera hecha una mierda y mogollón de ruido. Me dan unas ganas de pegarle fuego al edificio…
—Joder… en la casa donde estoy ahora os podéis quedar un rato. Hay ascensor y todo el piso es accesible. Nos apretamos —dice Kiara.
—Donde vivo yo está más complicado, pero si queréis guardar cosas, ya sabes —le digo.
Satur vive con su mamá, la Ramona. La Ramona es una tía supercañera con unos ojazos que te ven el alma y un humor cínico que te partes la caja. Dura y tierna. De un tiempo hacia aquí se le empezaron a cansar las piernas mucho mucho y le duelen y le fallan, por eso va en silla de ruedas. Tuvo a Satur bastante joven y se lleva muy bien con todxs nosotrxs. A mí la Ramona siempre me ha gustado. En plan platónico, claro. Me gustaría acurrucarme en su regazo y que me meciera con esas manos inmensas con las que cuida las plantas y arregla cosas y cocina y fuma. De hecho nos gusta a más de unx, y a Satur le da repelús que le digamos que su madre es un pibón.
A la semana siguiente me escribió Satur, que si seguía en pie lo de guardar cosas en mi casa. Le dije que claro. Me pasé a picar a su casa por la tarde y me abrió la Ramona.
—Pero bueno, ¿tú dónde te escondes? ¡Qué difícil es verte la cara! Pasa ahora mismo, siéntate.
Le conté que había estado un tiempo sin salir mucho, que me habían pasado unas cosas un poco raras. Dijo que ya, que me notaba diferente. Me preguntó que qué tal llevaba lo de las alas, aunque yo no las había mencionado, como si no fuera un tema tan extraño para ella.
—¿Sinceramente? Me las extirparía.
Sonrió en silencio mientras seguía mirándome a los ojos.
—¿Hacemos un té? ¿Un cafelito?
—Venga, un té de esos que tienes.
—Tú sabes que me vine muy joven a Barcelona, ¿verdad? Bueno, pues yo venía del pueblo que lo pasé fatal. Muy mal, eh. Resulta que en mi familia, por parte de madre, algunas veníamos al mundo con cola. En el pueblo, claro, teníamos fama, imagínate, y el colegio y todo era una pesadilla. De cinco hermanos, dos salimos con rabo, el de atrás de toda la vida, no te equivoques. Mi madre nos hacía esconderlo todo el rato, y estaba prohibidísimo jugar con él. Con mi hermana Manuela, que se murió muy joven, eso ya te lo cuento otro día, nos íbamos al bosque a trepar a los árboles a escondidas. En realidad era la hostia, pero lo vivíamos como algo malo.»
»Cuando tuve a Saturnina, con 16 años, decidí que si nacía con cola, la operaría. Los médicos me dijeron que era lo mejor, intervenir pronto y ahorrarle problemas en la infancia. En un bebé es una operación muy sencilla, es como que aún no está formada del todo, es tejido blandito, cartílago. No quería que se lo pasara mal, quería que mi cría fuera lo más normal posible, que pudiera escoger sus rarezas. Para alivio mío, Satur salió con un culo de bebé sin cola. Perfecto. A los 21, la niña tenía cinco años, me operé yo. Me lo pensé muchísimo, pero una vez tomé la decisión dije “venga, p’alante”, y estuve ahorrando un montón y me ayudaron mis padres también. Pasado el postoperatorio empecé a vivir, por fin, sin arreglos en los pantalones, sin disimular todo el tiempo, sin ese miedo a ligar. Sentía que a partir de entonces todo sería más fácil.
»Nunca pensé en que dejarme la cola también podría haber sido buena idea hasta que, trabajando en el mundo del espectáculo, que montábamos esos tinglados que os cuento a veces, conocí a un grupo de música en el que había dos mellizas con cola. Hacían un show que te cagas, tocaban instrumentos allá arriba en un trapecio y había cuerdas y unas estructuras guapísimas que habían montado. Las veías volar superseguras, confiando en su cuerpo, orgullosas de lo que eran. Me dieron mogollón de envidia y un poquito de rabia. Me pregunté si debía de ser eso lo que sentían los niños en el colegio cuando se reían de nosotrxs. Nos hicimos colegas y con una tuve un medio romance que luego se nos complicó porque ella estaba con un chaval un poco capullo, pero espera que me voy del tema. Total, que hubo un día en que dudé de todo eso que me había parecido tan evidente y necesario años atrás. Pensé que quizás hubiera logrado quererme tal cual era yo, aceptarme y explorar las posibilidades que me brindaba mi cuerpo sin quitarme ningún trozo. ¿Me explico? Al fin y al cabo me había dedicado a rechazar una parte de mí porque el mundo sentía envidia y un poquito de rabia, y por eso me hacían daño, y hacían que yo misma odiara una parte de mi cuerpo que en realidad hubiera podido darme experiencias maravillosas. O quizá no. No lo sé. Pero me lo pregunto.
»Yo con esto no quiero decirte que hagas o dejes de hacer nada. Pero creo que estaría bien que buscaras alguna peña que se junte y hable de estas cosas. Seguro que la hay. Si te aíslas con tu rollo solo lograrás integrar esas miradas de extrañeza y creer que esa es tu propia mirada. Y no. Tus ojos quieren mirarte con amor, porque es la hostia ser tan especial, cariño, es la hostia ser tú.»
Ahí llegó Satur y reprimí esa lagrimilla que quería caer. Estuvimos un rato mirando qué podríamos llevar a mi casa, y quedamos en que les ayudaría a hacer cajas y esas cosas. También nos dio tiempo a imaginar algunas ideas para molestar un poco a la inmobiliaria. A Ramona le gusta pensar planes y hacer trampas, si el adversario «es de los malos», dice. Me fui que ya era tarde, con un guiño de la Ramona, toda seria al lado de la puerta, mientras decía que no se me ocurriera volver a desaparecer tanto rato. Me lo decía con el tipo de cariño que se le tiene a una sobrina con la que hay complicidad.
Yo bajé las escaleras apuntaladas y polvorientas suspirando, con la emoción en el pecho. Ramona era una caja de sorpresas. La escalera estaba verdaderamente catastrófica. Me di cuenta de que el ascensor no iba, porque al salir del piso le di al botón, por jugar, y la máquina no reaccionó.
Pensé que me gustaría que encontráramos una buena manera de joder a esos mierdas, forraos de pasta, que destruían la casa de mis colegas. El portal estaba hecho un cristo. Tendríamos que robarles todo el material de obra que tienen por aquí tirao. Una caja de sorpresas infinita. Tendríamos que montar algo fuerte, que se enterara todo el barrio. Y de golpe, pum. Esas manos inmensas, con las que cocina y fuma y arregla cosas. De golpe, me la imaginaba subida a los árboles. Y me preguntaba cómo debía de haber sido su cola, fuente de tanto disfrute y de tanto dolor. Y me preguntaba cómo debía de ser la ausencia de su cola y también su espalda, que no había visto nunca al desnudo, y sus piernas tan cansadas, y no sé por qué me subía ese calor a las orejas, de pronto, pensando en la madre de mi colega, qué vergüenza sentir todo eso así tan fuerte. Y qué alegría descubrir nuevos cabos de los que tirar. Tenía que encontrar a esa gente de la que hablaba Ramona. «Seguro que la hay», había dicho. Y teníamos que montar algo fuerte antes de que dejaran el piso, o quizá después. Se iba a enterar todo el barrio. Si por aquel entonces hubiera sabido usarlas, de verdad que ese día habría vuelto volando a casa.