El estilete de la cultura contra el Raval

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Las ciudades que aspiran a ser globales deben, ante todo, distinguirse. Para ello se ha recurrido canónicamente a la cultura. Entendida ésta no en el sentido antropológico, es decir, aquello que hace la gente corriente en un día cualquiera: cómo se organiza el abastecimiento, cómo se enfrenta la contingencia o a qué dioses adoran. La cultura pensada como elemento para la distinción sugiere una conceptualización antagónica: por un lado, cultura para la jerarquía, para la división, para la dominación y por el otro, cultura como expresión colectiva, como manifestación de una comunión, frecuentemente de resistencia frente a procesos de homogeneización y burocratización típicamente modernos. Esta otra dimensión de la cultura se ha manifestado de forma vehemente en el Raval. Aquí se encuentran unas formas propias, y en gran medida autónomas, de procurarse la subsistencia y el goce.

Esta cultura de la distinción sobre el Raval también ha sido ante todo un instrumento para la expiación del territorio y de sus pobladores. Un «barrio reincidente» como lo llamó el politólogo Joan Subirats en su trabajo «Del Chino al Raval»– presupone que, desde su fundación, el antiguo Barrio Chino es un «nidero de inmoralidad». Descrito por los registradores de la propiedad, poco después de la invasión franquista, como «lugar donde la maldad y la porquería tenían su asiento y en el que la gente del hampa y del mal vivir tenían montado sus garitos, prostíbulos, tascas indecorosas, y en cuyo barrio también se confabulaban lo más pernicioso de la sociedad para arremeter contra el orden, la tranquilidad, la paz y el trabajo de Barcelona».

La historia redentora y especuladora al mismo tiempo comienza con el conocido programa del «Seminari al Liceu» propuesto por Lluís Clotet, Óscar Tusquets y Francesc Bassó, que se concretó en una remodelación del espacio público y rehabilitación de los edificios históricos en el Raval (Casa de la Misericordia, Casa de la Caridad y Convent dels Ángels). La idea de fondo, que llegó hasta nuestros días, era la de crear un «corredor cultural» entre el teatro de la Ópera del Liceu, situado en La Rambla esquina con Sant Pau hasta el Seminari, en la calle Diputació, entre Balmes y Aribau. Este corredor funcionaría prácticamente como «cordón sanitario». El pasillo recibiría una protección especial en todos los aspectos, se higienizaría y establecería como «lugar de excepción», impidiendo que lo que se manifestase a ambos lados del paseo – miseria, prostitución, vida a secas– desentonase y permitiendo así a sus visitantes, una agradable y enriquecedora «procesión cultural». Las intervenciones más recientes insistirán en este «pasillo cultural» y serán rematadas por las obras de remodelación del Museu Marítim que se convertirá en la «gran puerta cultural del Raval».

Pues bien, este «soportal cultural» está formado por los centros culturales: MACBA (Museu d’Art Contemporani de Barcelona), el FAD (Fomento de las Artes Decorativas, que cuenta también con un local en el sur del Raval) y el CCCB (Centre de Cultura Contemporània de Barcelona), tanto como por las facultades de la Universidad de Barcelona, la Pompeu Fabra y la Ramon Llull, la librería La Central o el CIDOB (Centre d’Informació i Documentació Internacionals a Barcelona). En las calles centrales del Raval –Carme y Hospital– encontrábamos el Espai Mallorca y La Capella, espacio de exposiciones del ICUB (Institut de Cultura de Barcelona). En el sur, el Palau Güell de Gaudí y en la Rambla de Santa Mònica, el Centre d’Art Santa Mònica.

Da que pensar el hecho de que todos estos centros culturales acabaron ocupando exactamente los mismos lugares e incluso edificios que, desde al menos el siglo xvi, constituyeron la malla de centros religiosos, asistenciales, penitenciarios o de control de la pobreza y la marginación. Alguien se podrá preguntar hasta qué punto las funciones de control simbólico y cultural de la población urbana que, en su momento, tuvieron centros como la Casa de la Misericòrdia o la de Les Penedides, no cumplen hoy una función parecida: redimir el lugar, expulsar a los demonios, someter al mal. Dos años después de la inauguración de la nueva sede de la Filmoteca Nacional, se ha completado esta sustitución simbólica –pero efectiva– situando «la guinda del pastel» cultural de la remodelación urbanística del Raval erigiéndola donde se encarceló, torturó y mató a féminas poco o nada arrepentidas: la Casa Galera o antigua penitenciaría de mujeres.

Los «templos expiatorios» de la cultura nunca han sido pensados para uso de sus vecinos tradicionales; lo más, para su redención. Y los otros templos, los de la carne, también han servido a estos biempensantes visitantes del barrio. Lugar siempre al servicio de otros, siempre desatendido y siempre objeto de infinidad de intervenciones al servicio de la ciudad y contra la mayoría de sus pobladores. Ya lo dijeron dos ilustres vecinos del Raval –Vázquez Montalbán y Benet i Jornet–, que criticaron este menosprecio ingenuo cuando no ignorante. Arremeterán contra la expulsión de moradores y de sus prácticas culturales antagonistas a una impuesta Barcelona impostada, inmaculada y dispuesta a la explotación salvaje por parte de touroperators y grandes especuladores internacionales.

A principios de siglo xxi, el plan de control de la calle y la promoción del lugar para atraer a las llamadas clases creativas prosiguió con el manifiesto plan municipal, el Raval Cultural. Éste pretendía «proyectar una nueva mirada sobre el Raval» para «poner en valor las iniciativas que ha convertido el Raval en el barrio cultural por excelencia». Se olvidaba la preocupante afirmación del responsable de empresa mixta público privada que «remodeló» el Raval, Martí Abella. Poco antes de la demolición de la llamada Illa Sant Ramon, éste lamentó: «allí vivía mucha gente muy normal». Qué obvia y sencilla verdad se tuvo que aplastar para llevar a cabo tales expiaciones y especulaciones contra uno de los barrios más densos y vitales de Europa. Allí habrá siempre cultura. Una cultura entendida como celebración pero también como respuesta a todo tipo de maltratos y agravios, a la expulsión, encarcelamiento o persecución de sus gentes –como ocurre diariamente desde tiempos inmemoriales y hasta nuestros días, por ejemplo contra los llamados «inmigrantes irregulares» o las trabajadoras del sexo.

 

Pero la vida se escapa por todas partes en el ingobernable Raval. Las muestras de desacato se expresan por doquier denunciando el menosprecio y reclamando, a grito pelado, que allí la cultura de las gentes corrientes, de nosotras, de todos se expresa en el amor a la libertad, la solidaridad y la resistencia a cualquier tipo de autoridad inepta e indecente.