Con el escandaloso indulto concedido in extremis a los cuatro Mossos d’Esquadra, declarados culpables del delito de tortura por la Audiencia Provincial de Barcelona, en virtud de una sentencia ratificada —y rectificada— por el Tribunal Supremo, el actual Consejo de Ministros confirma lo que en el fondo ya sabíamos: que la impunidad es un líquido que se decanta siempre del lado de las oligarquías y sus cuerpos de seguridad. En este caso, el indulto es tanto más flagrante cuanto que se otorga por segunda vez, tras la voluntad de la Audiencia de Barcelona de persistir en la pena privativa de libertad por «razones de prevención general y especial, de peligrosidad criminal, de repulsa y alarma social». La recepción de un segundo indulto incluye a los cuatro mossos en un restringido grupo, formado por quienes, como ellos, han sido merecedores de la doble medida de gracia: el promotor inmobiliario y político marbellí Jesús Gil y Gil, beneficiado por un arranque de generosidad del régimen franquista, y el ex presidente de Cantabria Juan Hormaechea, que en las pasadas elecciones generales hizo campaña por el ultraderechista Frente Nacional. Como se ve, lo mejor de cada casa.
El indulto es, por sí misma, una figura jurídica chocante, una excepción en el sentido que el jurista Carl Schmitt daba a ese término, a saber, una exhibición arbitraria del poder soberano. A diferencia de la amnistía, que anula el delito y por ello revoca la decisión jurídica desde su propio fundamento, el indulto únicamente exime de la pena, dejando intacta la validez de la sentencia que en su momento se dictó sobre el sujeto. El indulto proviene, así, de un orden que no es, por su naturaleza, jurídico, sino político, una antigua prerrogativa asociada al monarca cuando éste reunía en su persona los principios de soberanía y de autoridad, y que ahora prodiga, con notoria opacidad, el correspondiente Consejo de Ministros.
Para la memoria queda la singular decisión tomada el 1 de diciembre de 2000 por Ángel Acebes, entonces Ministro de Justicia, de aplicar la medida de gracia, de una sola tacada, a 1.333 condenados, en conmemoración de los veinticinco años de reinado del monarca. Por bien que la medida pueda tener algunos efectos positivos, pedir, como se ha hecho estos días, que se someta a alguna forma de regulación legislativa parece un fútil intento de reformular en una práctica que nace y adquiere sentido en el marco político de la excepción clave jurídica.
Poca gente duda a estas alturas de que la gracia concedida a los cuatro mossos constituya un ejemplo perfecto del descaro con el que las elites políticas y económicas del Estado se blindan ante los eventuales perjuicios que les puedan acarrear sus propios desmanes. Como ejemplos notorios de una política generalizada de indultos y de exención de responsabilidades que cuenta entre sus beneficiarios con banqueros, promotores inmobiliarios y, por supuesto, políticos de uno u otro signo, la sensación de abuso que transmiten medidas como ésta deja a los ciudadanos sumidos en una especie de estupor. ¿Cómo es posible que actúen con tal premeditación, con semejante impudicia, a la vista de todos? ¿Qué oscuros beneficios extrae esa suerte de coro chillón de indultados que exhibe con pompa su inmunidad?
Quisiera aventurar dos posibles respuestas para estas preguntas. La primera sería la pretensión de infundir miedo a través de la exposición explícita de arbitrariedad en el ejercicio del poder. En las democracias representativas, vertebradas sobre el relato del respeto sagrado por los principios normativos que las constituyen, el recurso a la violencia explícita no resulta por lo general necesario; basta con desencadenar un mecanismo represor de eficacia comprobada. Pocas cosas son, en este sentido, más intimidatorias que la transgresión de unas reglas que se juzgan intocables, porque pocas son las ocasiones que encuentra el poder para mostrarse más absoluto que cuando incumple las leyes que lo justifican. A quienes lo sufrimos, esa violación ostentosa que el poder acomete de sus propios principios constituyentes nos transmite una sensación de vulnerabilidad ante el libre albedrío de unas elites políticas seguras e inaccesibles en su torreón. A los dioses se les teme no sólo por las fuerzas que son capaces de concitar, sino también porque son impredecibles: el estricto cumplimiento de sus leyes no nos garantiza que escapemos a su castigo.
La segunda sería el empeño por conseguir la quiebra del vínculo social. Cuando decimos que las medidas que implementa el gobierno de turno son «antisociales», hay que tomarse semejante juicio en su sentido más literal. La política del actual gobierno no es antisocial porque perjudique los intereses más evidentes de las clases populares, por mucho que éstas constituyan, como se suele decirse en los últimos meses, el «99%». Es antisocial porque responde con fidelidad a un sistema de ideas edificado sobre la derrota inminente de «lo social», un sistema que no alberga esperanza alguna en las políticas de cohesión social porque juzga que esos esfuerzos están condenados al fracaso, y que la sociedad que los acoge quebrará más pronto o más tarde. Puesto que se trata sólo de una cuestión de tiempo, el dogma neoliberal proclama que no tiene sentido prolongar la agonía del moribundo.
Es obvio que el magma ideológico neoliberal sitúa la iniciativa de los individuos en el centro de sus argumentos. Ahora bien, en especial en un contexto de crisis aguda como el que atravesamos ahora, el impacto de ese ideario entre las clases trabajadoras también fomenta una forma voluntaria y pragmática de desafección, la política del «sálvese quien pueda», el desapego a toda forma de acción colectiva. El espectáculo de la arbitrariedad del poder, sus cuitas por proteger tanto a los amos como a sus leales servidores, estimula antes que nada las aventuras individuales y por ello contribuye a desactivar las luchas colectivas tanto más que el miedo que inspira la arrogancia e impredecibilidad de quienes lo ejercen.
Corremos el peligro de caer en el desánimo ante un nuevo atropello, de buscar refugio para evitar ser objeto del capricho de quienes ejercen el poder en nuestro nombre. Como arrebato de flagrante injusticia, el indulto a los cuatro mossos pretende precisamente eso: recordarnos que ellos siempre están al margen de la ley y socavar así nuestro compromiso con aquellos proyectos que pretenden impugnar un orden discrecional e interesado. La contemplación de las indulgencias que se prestan a sí mismas las elites políticas y económicas, la obra de desgobierno de la cleptocracia, alimenta nuestra indignación pero también siembra dudas sobre nuestra capacidad para hacerle frente. Los indultos forman parte de una campaña de propaganda y terror, y constituyen un movimiento más de una estrategia disuasoria propia de los métodos de contrainsurgencia. Se diría que nuestra perplejidad es el estado en que pretende sumirnos el encadenamiento de acciones injustificables que, por el momento, tiene su punto y seguido en esa medida hiriente de gracia. Pese a todo ello, comida la moral y tentados a hacer la guerra por nuestra cuenta, lo peor que podemos hacer es dejarnos llevar por la melancolía.