Julià Peiró
Parece que estamos inmersos en una marea de novela negra. Y en Barcelona hace años que le inventaron un escenario perfecto: el barrio Chino, rebautizado Raval para darle una pátina que no engaña a nadie. Y es que ¿la necesita para algo?
En el Chino, una pléyade de escritores de pluma pegajosa, llegados de media Europa, recrearon todas las truculencias que se le puedan ocurrir a un cerebro iluminado por la absenta o el Pernod. A su vera, la prensa local descubrió el filón del amarillismo y la sicalipsis, y no necesitaba su ayuda, sola se bastaba para colocar todo tipo de lacras a pobres gentes cuyo único delito era pasar hambre.
El escritor Lluís Capdevila, que supo hurgar en la Barcelona canalla de hace un siglo, se cansó de explicar que en aquellas calles no cabían hazañas heroicas ni suicidios pasionales; allí sólo había una pavorosa pobreza.
Y en medio, una mujer, Enriqueta Martí, tan vieja y miserable que podía servir de chivo expiatorio sin que nadie saliera en su defensa. A los pobres no les quiere nadie, y a los que viven en ese punto álgido en que la miseria está a un paso de la nada, ¡ah!, a esos menos, al fuego purificador con ellos.
Enriqueta era analfabeta. Nació pobre y mujer, y la enseñanza era una exclusiva de la Iglesia, que siempre ha despreciado a los pobres, más si son mujeres. A las niñas les enseñaban a rezar el padrenuestro y el rosario, para que se lo inculcaran a sus hijos y algo de costura.
Trabajó de criada hasta los veinte años y a esa edad, dicen las malas lenguas, empezó a dedicarse a la prostitución. Seguro que es verdad: querría comer de vez en cuando y se metió en el único oficio posible para conseguirlo. Muchas de las chicas de servir se veían obligadas a hacer trabajos de prostitución, en la casa opulenta donde trabajaban, obligadas, a escondidas y sin retribución.
Si es como cuentan, llegó al oficio tarde. Las chicas se prostituían con 14 o 15 años, aunque oficialmente no era posible antes de los 23. Pero a los 23 una mujer ya no podía ejercer en buenas condiciones porque era vieja. Hablamos de un tiempo en que el promedio de vida de los pobres no llegaba a los cuarenta años. En Safo, la novela de Daudet escrita un par de décadas antes, la protagonista confiesa que va a tener que retirarse ya del oficio porque «pronto cumplirá 24 años».
En 1912, Enriqueta tiene 44, como una mujer que hoy superara los ochenta pero sin técnicas de rejuvenecimiento. Está enferma de cáncer. Es una vieja que necesita acompañarse de algún niño para mendigar y, aunque las calles están repletas de pilletes abandonados, el hambre los ha vuelto demasiado listos para hacer de lazarillos. Una niña de aspecto tímido y apocado es una buena presa que se conseguiría con una golosina, pero imaginar que podría meterla bajo su capa, para llevarla escondida 150 metros, es una memez. Una niña escuálida de cinco años pesa doce quilos, ¿cómo podría trasladarla por la calle y subirla por una escalera de vecinos sin radio ni televisión y cuya única distracción era espiar a sus congéneres?
En 1912, no creo que en Barcelona hubiera más de 150 o 200 automóviles, ¿cómo podría alguien llegar motorizado a la calle Ponent sin que los viandantes le señalaran de inmediato con el dedo? Y, a ella, ¿dónde la recogían, ya vestida de señora de alto copete –los harapos eran para las mañanas–, para llevarla al Casino de la Arrabassada? ¿Y cómo la presentaban allí, ante una jet set en que todos se conocían? «Aquí, nuestra amiga Enriqueta, que nos proporciona las pócimas de sangre humana.» ¿Así?
Se han descrito hasta la saciedad los supuestos pisos que tenía en Barcelona, donde guardaba los restos de los niños asesinados. Uno, en la calle Jocs Florals de Sants. Pero, ¿a alguien se le ha ocurrido pensar cómo demonios podía trasladarse de la calle Ponent a Jocs Florals, atravesando un Ensanche que aún no existía, campos y campos, a pie, cargada con los sacos de huesos y despojos, sin llamar la atención? Hablamos de una Barcelona que se acercaba al medio millón de habitantes, un pueblo donde todo se sabía, sólo había que preguntar. También se ha escrito que en Jocs Florals se encontraron trozos de cadáveres escondidos tras falsas paredes. Conclusión: o tenía cómplices o era, además de tantas otras cosas, albañil –la palabra “paleta” no se había inventado todavía.
Entre la literatura que se ha publicado últimamente sobre Enriqueta, recuerdo La mala mujer, de Marc Pastor; El misterio de la calle Poniente, de Fernando Gómez; Los diarios de Enriqueta Martí, de Pierrot, y El cielo bajo los pies, de Elsa Plaza, que no he conseguido encontrar y tengo entendido que disecciona muy bien la época y el personaje, para llegar a la conclusión de que todo es una gran mentira. Estoy de acuerdo con ella.
Pierrot me habló de su libro cuando lo estaba escribiendo. Le dije que no hiciera caso de los periódicos; necesitaban carnaza y fueron a buscarla donde les era más fácil. Como periodista que soy, no me creo ni un 5% de lo publicado y de la Enriqueta Vampira, ni eso. Pero su historia se centra en el diario que escribe la protagonista y, teniendo en cuenta que era analfabeta y que jamás escribió ninguno, ya nos da una idea de que Pierrot utilizó el personaje para crear un clima fantasioso de misterio, que ilustró primorosamente.
Imagino que al igual que pasó con la locura que les dio a los barceloneses por la vampira –que fue arrasada al poco tiempo por otro notición, el hundimiento del Titanic–, la vampira literaria caerá en el olvido tras cualquier evento futbolero, que es la moda que barre ahora.
A la pobre Enriqueta le tocó vivir malos momentos. La ciudad estaba atemorizada porque desaparecían niños. Pero Carlos Soldevila cuenta en sus memorias que en su niñez, a finales del XIX, había un gran miedo ciudadano porque en la ciudad secuestraban niños. Y cuando yo era pequeño, en la durísima posguerra, mi familia estaba atemorizada y no me dejaba salir solo de casa porque secuestraban niños. Y hace cuatro o cinco años, circuló la noticia de que en el Turó Park secuestraban niños. O sea que ésta es una obsesión del espíritu barcelonés.
Las autoridades necesitaban un culpable para contentar a un pueblo al que, previamente, había atemorizado. Pero seamos coherentes y llamemos a las cosas por su nombre. Dejemos de imaginar que una mendiga de día, secuestra niños por la tarde y luce, por la noche, sus mejores galas en el Liceo. Ni Cruella de Vil, la malísima de Disney, era capaz de tanto. Las únicas certezas son que sus supuestos crímenes nunca fueron demostrados y la justicia sólo la acusó de secuestro. Los forenses dijeron que los huesos encontrados eran de animales y el folclorista Joan Amades, entonces un joven trapero citado como testigo, dijo conocerla de tiempo y que era una pobre mujer que les vendía pan seco. Tampoco murió apaleada por otras presas, sino arropada y cuidada por sus compañeras de celda.
Analfabeta, prostituta, alcahueta, secuestradora… Con todo, su mayor pecado fue vivir en la pobreza. Como un día me dijo Encarna Sánchez, aquella famosa locutora de radio: «La pobreza lleva a la gente por caminos que nunca habrían elegido».