¿Qué tienen en común, entre otras, las figuras de Charlot y Vanda Duarte, Oumarou Ganda –es decir, Edward G. Robinson en Jaguar– y Karin de Stromboli, Monsieur Hulot y Jeanne Dilman, Noriko de Cuentos de Tokio y Acccattone, la chica de la fábrica de cerillas y el niño de ¿Dónde está la casa de mi amigo?, Nanook y Ethan Edwards, Pierrot el Loco y Juan Nadie? Que todas ellas, habiendo sido proyectadas en una pantalla y poblado de tal modo –aunque con diferente suerte– la esfera pública, lo hacían en tanto que cualquiera. (Hace tiempo, no obstante, que no sucede lo mismo con la mirada que ha de recibirlas; y un cine sin demos es como una casa sin gente: sólo sirve a especuladores.)
En continuidad con la novela del siglo XIX, en cuyas páginas se mezclaban también las almas de hierro y las de bronce (y a menudo en la piel de un mismo personaje, como el coronel Chabert de Balzac), hay una potencia de lo común que alienta la capacidad del cinematógrafo para construir ficciones. Cuando el fondo del aire era rojo, tal democracia estética solía presentarse además bajo los signos de una lucha de clases. Henri Langlois, en Louis Lumière: la vida en imágenes (Eric Rohmer, 1968), habla sin duda desde ese país incandescente: «¿Qué resulta desfasado en esas películas [de Lumière]? La burguesía. ¿Qué resulta moderno? La gente normal ¿Por qué? [Si] empiezas a estudiar este problema, ves que ha habido tal evolución social desde entonces que hoy en día nos sentimos más unidos a la gente del pueblo de 1900 que a los burgueses». Pero si uno piensa, a su vez, en el devenir de las imágenes desde 1968, parece que hayan jugado a lo que Charlot en Luces de la ciudad: a escamotear la pobreza como hecho cotidiano. ¿Recuerdan el final?
Sombras en el paraíso (1986) y Un hombre sin pasado (2002), ambas de Aki Kaurismäki, fueron proyectadas el 13 y el 17 de febrero, respectivamente, en el Centro de Cultivos Contemporáneos del Barrio (Puríssima Concepció, 28) y en la Sosi de Casc Antic (Rec, 27). En la primera, el protagonista le dice a Ilona, una cajera de supermercado: «No quiero nada de nadie. Soy Nikander, ex carnicero, actual basurero. Tengo los dientes y el estómago fatal. Mi hígado no anda bien, mi cabeza tampoco». Alguien que no recuerda quién es y que ha de buscar vivienda y trabajo –un anónimo por antonomasia– protagoniza la segunda. Película a película, la obra de Kaurismäki ha logrado ensamblar una comunidad de parias (parados, sin papeles, precarios de diversa índole…) cuyo común no tiene todavía un nombre político claro. He ahí nuestro drama. A las imágenes del cineasta finés cabe agradecerle, en todo caso, que sigan siendo el reino de cualquiera.