Como esta sección se recrea siempre en rememorar el pasado, creo que toca hablar del tema tan candente del independentismo. Y más con la campaña que están haciendo tantos medios de comunicación españoles (y madrileños en particular) en contra de la voluntad del pueblo de Catalunya a pronunciarse, perfecta para llenar una enciclopedia de los despropósitos. Decir que los razonamientos de muchísimos políticos son puro esperpento podría ser incluso divertido si no fuera porque esa ignorancia supina que demuestran hacia todo lo catalán también es de uso común en sus maneras de gobernar.
Y así nos va a todos, pobres de nosotros. Reducir sueldos a diestro y siniestro, excepto los suyos, o destruir la sanidad pública para convertirla en un buen negocio para los amigos son prácticas habituales en un gobierno que, en la última encuesta del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas, que depende de Presidencia), se ha ganado un suspenso total de la ciudadanía. El presidente y sus ministros han obtenido el peor índice de aceptación en todos los años de la mal llamada «democracia», nombre que deberíamos cambiar por el de «neofranquismo».
Pero volvamos al tema que nos lleva, que yo me enrollo. El último y desternillante comentario que he leído es el de un supuesto intelectual español que acusa a los catalanes de llamarnos falsamente «catalanes» cuando en realidad somos aragoneses. Si lo dice por mí algo de razón tiene, puesto que mi padre nació en Zaragoza, aunque una imbecilidad de ese calibre no sólo denota una clara estupidez, sino también una buena dosis de mala fe, por no decir algo peor. Cualquier niño de teta sabe que el nombre rimbombante de Corona de Aragón implicaba el dominio del Mediterráneo y ahí el Ebro daba poco juego.
Que me enrollo. Total, que la división de España en dos Estados con un único rey nunca fue cosa buena para Cataluña. El rey único estaba en Castilla y los soldados eran castellanos, no hay que decir más. Cuando se les empezó a acabar el chollo de desplumar a los indios (desplume físico y económico, por supuesto), los reyes españoles, en su insensato delirio de ampliar un imperio que quedaría en nada, miraron de nuevo a Europa e involucraron a Catalunya en una guerra contra Holanda, y a la postre contra Francia, en la que Catalunya, contraria a la política de Felipe IV y su valido, el conde-duque de Olivares, no quería participar, pues sólo podía traer pobreza al país. Por otra parte, Olivares pretendía que el rey redujera sus reinos peninsulares (rey de Portugal, de Aragón, de Valencia y conde de Barcelona) a uno solo, al estilo y las leyes de Castilla.
El odio a los tercios y a los funcionarios reales, que dio pie a la revuelta conocida como Corpus de Sangre, culminó en la muerte del virrey, Conde Santa Coloma, y posteriormente en la más que probable muerte por envenenamiento del Conseller en Cap, Pau Claris, por los sicarios de Felipe IV. Claris tuvo tiempo de proclamar la República Catalana (16 de enero de 1641), bajo la protección y soberanía francesa, pero fue una vida breve. Asediada Barcelona por el ejército español, Luis XIII de Francia fue nombrado Conde de Barcelona y el ejército galo derrotó al español en la batalla de Montjuïc; pero Catalunya, del bracete de los vecinos del norte, entraba de lleno en la guerra de los 30 años, que se cerraría en 1652, con la pérdida de buena parte de los territorios españoles en Europa.
No obstante, Felipe IV siguió guerreando con Francia. La destitución de Olivares, el hambre, la peste y la promesa del rey de respetar las instituciones catalanas, llevaron entonces a un entendimiento de la Generalitat con el monarca, que en 1659 decidió firmar la Paz de los Pirineos. Ésta le obligaba a entregar los territorios del Rosellón y parte de la Cerdaña, olvidando las demarcaciones establecidas por las constituciones catalanas.
Un siglo y medio después, cuando Napoleón decide invadir España y Portugal, su idea es incorporar Catalunya a Francia porque sabe, como escribe en una carta que se conserva en el museo de Martorell, que «los catalanes no quieren ser españoles». Para ello da un trato preferencial a Catalunya e impulsa el uso del catalán para acercarse a la ciudadanía. El pueblo asistirá a un cambio de rol, soldados españoles por franceses, que en principio le será indiferente porque no entiende la lengua de unos ni de otros.
Pero Napoleón no sabe que en el país encontrará un enemigo implacable, mucho peor que la odiada soldadesca española: la Iglesia, que teme que el nuevo orden traiga las ideas liberalizadoras de la revolución francesa. Los curas inculcan en sus feligreses que los recién llegados son enemigos de Dios y ensalzan hasta el delirio las supuestas hazañas de los defensores de la religión, como la del tamborilero del Bruc, que hizo huir a todo un ejército tocando un tamborcillo que resonó en las montañas de Montserrat. Leyenda ridícula pues las montañas de Montserrat no tienen eco y, encima, el ejército francés estaba muy bien informado y sabía que no existía más enemigo que unos pocos guerrilleros, aunque buenos conocedores del terreno y de los puntos adecuados para esconderse. Por cierto, los franceses no huyeron; se retiraron y esperaron a que mejorara el tiempo para arrasar unos cuantos pueblos de los alrededores como escarmiento.
En 1812, Napoleón incorpora Catalunya al Imperio francés, y la Iglesia, a pesar de su fuerza aparente, no consigue que Barcelona se rebele contra el invasor que califica de «demoníaco». Las ideas liberales y la masonería ya habían calado en la población, que despreciaba a la soldadesca francesa (las tropas se hacen odiables en todas partes) pero no la veía peor que la castellana; no se había perdido tanto con el cambio. Sin embargo, muy pronto el emperador necesitó el ejército que tenía en España para luchar contra Austria, que entonces jugaba en primera división, no como España. Devolvió el rey español a Madrid y éste le correspondió con la ayuda de sus destacamentos para protegerlo de los guerrilleros y hacer así un viaje de vuelta más rápido. La verdadera guerra estaba en Europa, y en España sólo había un país desolado desde mucho antes de que Napoleón lo pisara, y con la mente puesta en la Edad Media, donde aún seguimos en tantas cosas.
De todos modos, mi intención no era dar aquí minilecciones de historia, sino dejar claro que la animadversión de los catalanes a lo que nos llega del otro lado del Ebro viene de lejos.
Aunque también he de apuntar que soy testigo directo de unos años en que esas diferencias parecían haberse superado y pensábamos, incluso, que podríamos hacer todos juntos un país unido y puesto al día. Fue en la década de 1970, con el (aparente) fin del franquismo y el (aparente) inicio de la democracia, cuando el pueblo español, Catalunya incluida, despertó de cuatro décadas de pesadilla y quiso reconvertirla en un sueño de libertad.