En 1913, Barcelona era una ciudad convulsa que se había ganado con justicia el nombre de «la rosa de fuego». A las puertas de la primera guerra mundial, las clases dirigentes vivían una existencia incómoda en la calle, aunque plácida en sus relaciones familiares y sociales, que el estallido de la contienda magnificó. Al mantenerse España al margen del enfrentamiento, la ciudad se convirtió en paraíso para los magnates que, sin escrúpulo alguno, viven de las guerras: fabricantes, banqueros, especuladores, junto a espías, contraespías y mujeres de vida alegre (también llamada «disoluta»)…
De 1914 a 1918, quienes encontraron una buena ubre a que agarrarse hicieron dinero a espuertas. Y el dinero fácil se gasta fácilmente. Tanto que incluso a los pobres les toca a veces algo de calderilla. Pero las guerras, con todo su horror, también traen cambios profundos, y la prensa no fue una excepción.
En las tres primeras décadas del xx, Barcelona dobla su población, que pasa del medio millón al millón largo. El número de lectores crece y las imprentas se renuevan. En los inicios de la entonces llamada «Guerra Europea», hay en Barcelona quince linotipias; en 1920, son más de trescientas, y las rotativas, que implican el gran salto en la prensa de masas, pasan de ocho a quince.
Las noticias que llegan de Europa centran todas las conversaciones; no se habla de otra cosa y ciertos ciudadanos pudorosos, hartos del tema, se ponen un pin en la solapa que avisa: «No me hable usted de la guerra». El pueblo se ha dividido entre partidarios de Alemania, en minoría, y de Francia, la mayoría. Claro, ahí está París –¡ah, París!–, paraíso del pecado y donde se fraguó el acontecimiento que cambiaría el mundo: la Revolución de 1789, con el asalto a la Bastilla, donde los cañones del rey apuntaban a los barrios obreros.
Pero, partidarios de un bando u otro, la necesidad generalizada de información, y de información «moderna», obliga a la prensa escrita a un cambio fundamental: la incorporación del periodismo gráfico. En ese nuevo contexto, las publicaciones aumentan vertiginosamente de número y se especializan. Es el momento en que empiezan a asomar con fuerza las revistas eróticas, que llevan años existiendo en las catacumbas, aunque aparentemente nadie sabe de ellas. Mientras en otros países las novelas e ilustraciones licenciosas suman dos siglos de existencia reconocida, a principios del xx en España son todavía un tabú total, pues han sufrido la más terrible de las persecuciones: la Inquisición, más sus secuelas. Esa plaga criminal, impulsada por la Iglesia y la realeza, y que muchos sitúan en la Edad Media, no se suprimió hasta 1820, aunque en las zonas gobernadas por las oligarquías más conservadoras procuraron no enterarse, y los «carlistas», que tuvieron en jaque al país desde 1833 a 1876, prometieron reinstaurarla si llegaban al poder.
Con todo ello, los libros e ilustraciones de cariz erótico que se conocen anteriores al siglo xx pueden contarse con los dedos de la mano y, al margen de las ilustraciones de Eusebi Planas, acostumbran a ser traducciones del francés, o llevan nombres falsos tanto del autor como de la imprenta. Así, desconocemos quién había detrás de El arte de las putas, años más tarde atribuido a Moratín, o Los perfumes de Barcelona, que más que pornográfico es escatológico, género al que el pueblo era, y sigue siendo, muy aficionado.
Ya en el siglo xx, y en apenas dos décadas, aparecerán un sinfín de colecciones eróticas. Se habla de más de 250, aunque dos marcan la diferencia: Patitu, en Barcelona, y La Traca, en Valencia. El primero nació con intenciones artísticas, aunque virado a la izquierda y anticlerical, pero la tristeza de las ventas le hicieron buscar nuevos caminos, hasta que se decidieron a hacerlo tan verde que «parecía un vegetal». Tras la dictadura de Primo de Rivera (de 1923 a 1928), en que se impuso la obligada moderación, y una larguísima suspensión, los redactores se vieron obligados a reinventar la revista con el nombre de Pakitu; llegó así su etapa más fructífera y descarriada, rozando ya la pornografía, hasta que la guerra civil puso al Papitu en manos de los dibujantes del PSUC, que lo convirtieron en una revista de humor político, y tuvo corta vida.
La Traca, nombre de indudables connotaciones falleras, nació en 1884 como un «semanari pala chent de tro», y a los diez años se convirtió en La Nova Traca, «pregonera de toda clase de porquerías españolas y especialmente valencianas». Años después sufrió una escisión, La Matraca, y ella misma cambió de nombre en varias ocasiones para volver a su nombre original en 1931 con la llegada de la República, época en que vivió su existencia más feliz, vista su vocación republicana y sicalíptica. Aclaremos que la palabra «sicalipsis», de origen oscuro, se aplicó durante años a cualquier cosa que tuviera aspecto o contenido eróticos, fueran textos, fotos, películas, vestidos, peinados… Con la llegada del franquismo, el director, el editor y la mayoría de los colaboradores de La Traca fueron fusilados, y la posesión de un ejemplar podía llevar igualmente ante el pelotón, lo que implicó una destrucción masiva de ejemplares y que hoy sean una auténtica rareza.
Es obligado señalar que el éxito de las publicaciones sicalípticas, no fue sólo por la novedad de que un producto, hasta entonces clandestino y reservado a las clases pudientes, pasara a ser semiclandestino y a estar al alcance de las clases populares. Su éxito nace de la gracia de los autores de los textos y, sobre todo, de la gran calidad de los dibujantes, entre los que hay que destacar a Opisso y a Méndez Álvarez, que igual trabajaban para revistas infantiles que para las más galantes, por usar un eufemismo de la época. Opisso, por ejemplo, sin cambiar su estilo, plasma en el papel actos públicos con centenares de personas –un campo de fútbol repleto, por ejemplo– con la misma soltura que un escena de cama entre dos guapas chicas hot, que son las más atrevidas y evolucionadas, las que marcan el pulso de los años veinte y descubren al mundo, con mucha suavidad, por supuesto, que el lesbianismo existe. O así las imaginaban en todas las publicaciones sicalípticas, escritas y dibujadas, vistas y pensadas desde el deseo masculino, por supuesto.
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También KDT, revista que se anunciaba «satírica, para niños de 16 a 80 años», redunda en el tema y muestra en portada a una señora que alecciona a su perro: «Cuando esté aquí mi novio no saques la lengua, que me comprometes».
Textos que contradicen a quienes hablan de un humor «muy infantil, visto desde la óptica de hoy». Casi siempre era un humor más sutil que el de ahora, y de infantiloide, nada. Aunque en las mismas páginas encontremos chistes más ramplones, siempre con la idea fija de mostrar a las mujeres con un objetivo y un pensamiento únicos: cazar al hombre. Así, el que presenta a dos chicas ante un vendedor de helados: «¿Quieres un mantecado bien frío?», pregunta una. «Ahora mismo preferiría un churro bien caliente», contesta la otra. U otro que nos muestra a una chica sentada en unas rocas escarpadas. «¡Cuidado, que ahí puede lastimarse!», le grita un tipo. «No se preocupe, estoy acostumbrada a sentarme sobre cosas más duras», responde ella.
Pero a base de situaciones ora insinuadas ora explícitas, los semanarios eróticos mostraban innumerables escenas de sexo oral y anal, y muchísimos cuadros lésbicos y de masturbación entre mujeres; menos habitual es la pederastia (sólo algunos viejos atacando a jovencitas, en la típica tradición del «viejo verde»), y más raro el bestialismo y el sadomasoquismo, mientras que la homosexualidad masculina es casi inexistente.
En su conjunto, un mundo mágico que fue destruido en 1939 por los ejércitos del dictador Franco, como lo fueron la libertad y el progreso ganado por el pueblo a lo largo de muchos años de esfuerzos y trabajo. Después, vale la pena recordarlo a las nuevas generaciones, seguirían cuatro décadas de oscurantismo artístico y cultural, que ahora amenazan con la resurrección.
Y para finalizar, una curiosidad. En un Papitu de la primera época (1910) vemos un chiste titulado «La Crisis»; una vendedora de fruta, agobiada porque los clientes escasean y tiene la parada repleta de género, dice: «Está visto. Lo único que hoy tiene salida es la fruta prohibida».
Cien años después, la crisis ha llegado también a la fruta prohibida, y la competencia desleal es tan fuerte que incluso las casas de citas se han convertido en outlets permanentes.