La mano sucia
La mano como símbolo ha sido, desde hace algunos años, un recurso utilizado con frecuencia en múltiples campañas institucionales vinculadas a la realidad intercultural de Barcelona. Aquí volvemos a encontrarla, pero esta vez como icono de una amenaza. Colocar la imagen de una mano que sale de la basura ─ya sea la cloaca, un contenedor o una papelera─ ofreciendo latas de cerveza a los transeúntes implica situar el resto del cuerpo en la basura, hacerlo formar parte de ella. Calculado o no, supone un giro muy agresivo en el modo oficial de representar la presencia del otro pobre en la ciudad. Concluye así un modo de representación que hasta ahora correspondía casi en exclusiva a un discurso estratégico paternalista y bienpensante. Se acabó el «buen rollito».
En los primeros tiempos de la hipercorrección formal y las políticas de corte multiculturalista, durante la década de 1990, encontrábamos con frecuencia la mano protectora que todavía hoy es el logotipo de SOS Racisme, entidad abanderada del discurso antirracista oficial y alrededor de la cual florecieron todo tipo de actividades, como la Festa de la Diversitat, supuestamente promotoras de la convivencia entre personas de distintos orígenes: una mano grande y decidida invitaba a frenar el racismo junto al lema «No emprenyis el meu amic». Más tarde, en esa misma línea, llegó la apoteosis fallida del Fòrum 2004, cuyo logotipo eran dos enormes manos de distintos orígenes, encaradas la una hacia la otra en señal de amistad y apariencia de contacto. Apariencia, sí, porque eran manos que no llegaban a tocarse jamás. Lejos quedan ahora aquellas manos abiertas a la protección del más débil y el conocimiento mutuo, por paternalistas o hipócritas que fuesen. Han caído las máscaras y se opta, ya sin rubor, por situar a los vendedores ambulantes ─no a los productos que ofrecen─ en el interior mismo de la excrecencia, del deshecho, y fomentar, de paso ─tal vez sea esto lo que se pretende─, un reguero de asociaciones entre pobreza y peligro.
Rumores
Que los establecimientos afectados por la venta de latas pierden un 15% de sus ventas o que «la mayoría » de las latas se guardan en alcantarillas, papeleras o cubos de basura, son algunos de los referentes utilizados para sensibilizar al consumidor. Todo ello, sin aludir a un informe o trabajo de campo que fundamente estas afirmaciones. ¿Desde cuándo los establecimientos de la Plaça Reial han visto reducidas sus ventas en un 15%? ¿Tiene eso que ver con el incremento de la tasa de paro?, ¿con la subida del IVA?,¿con los precios abusivos de algunos establecimientos? ¿Cuántos barceloneses se sientan en una terraza de la Rambla o la Plaça Reial a tomar una caña? ¿Afectan más las ventas de los lateros o los precios a los que se puede comprar la misma cerveza en una gran superficie? ¿Es casualidad que esta actividad se concentre en las zonas más atestadas de turistas?
Por otro lado, la asociación de ideas entre ilegalidad e insalubridad, que promueve la campaña, tampoco se sustenta en datos fiables. Según la Agencia de Salud Pública, en 2010 se produjeron 25 intoxicaciones alimentarias, mayoritariamente en «comedores colectivos», se entiende que en restaurantes y otros establecimientos que pagan religiosamente sus impuestos. Ésta no es razón para considerar al sector de la hostelería un peligro para la salud pública. Sin embargo parece que la acumulación de anécdotas sobre la procedencia de la cerveza sí puede utilizarse para señalar a los vendedores como un foco infeccioso. Se siembra así una rumorología que coloca a un colectivo, cuya imagen pública ya es de por sí vulnerable, como la fuente única de males tanto económicos como sanitarios: culpables de intoxicaciones, multas y cierre de bares. Una tergiversación de la realidad que sólo ha podido ser concebida por y para una mentalidad extremadamente infantil.
Una estrella cool e impoluta
De todos los mensajes lanzados parece que la campaña antilateros pretenda negar precisamente el único realmente constatable de manera lógica: las decenas de miles de euros de beneficios que el principal patrocinador, Estrella Damm, obtiene de la venta de cerveza en la calle. Los diseñadores de la campaña no han tenido empacho en maquillar la realidad suprimiendo en el vídeo la estrella amarilla que identifica la imagen de la marca más popular entre los vendedores callejeros. Una medida pueril, incapaz de competir con la contracampaña que la realidad misma realiza cada día y que pone en evidencia algo preocupante y escandaloso: que uno de los fines de este despliegue propagandístico institucional es, ni más ni menos, que limpiar la imagen de una empresa privada.
Los héroes del vídeo promocional son dos jóvenes perfectamente desarreglados que hablan un catalán exquisitamente desenfadado y que acaban en una terraza de la Plaça Reial con dos turistas simpatiquísimamente bobas, brindando con sendas jarras donde, esta vez sí, la estrella amarilla aparece por triplicado. Toda una apuesta sociológica. De manera anexa a la campaña, la Guardia Urbana realizaba el mayor operativo contra los establecimientos que surten la venta callejera. Según las noticias, ésta se había llevado a cabo gracias a la «colaboración con uno de los principales productores de cerveza, con tal de localizar cuáles son los circuitos de suministro, venta, almacenaje y comercialización de las latas de cerveza que, mayoritariamente, ciudadanos de origen pakistaní acaban vendiendo». Se entiende que, de la misma manera que Estrella Damm ha contribuido desinteresadamente a la campaña delatando a algunos de sus clientes, también dispondrá medidas preventivas y limitará las ventas a aquellos establecimientos que sobrepasen en sus pedidos el consumo habitual. ¿O no?