Es noviembre de 2013, el Conseller Ramon Espadaler comparece en la Comisión de Interior dedicada al homicidio de Juan Andrés Benítez a manos de agentes de Mossos d’Esquadra en la calle Aurora del Raval. Americana y corbata negras, camisa blanca, realiza un relato oscuro de Ciutat Vella: «una densitat de població de 24.086 habitants per km2» en el Distrito y «49.844 habitants en una superfície d’1,1 km2» en el Raval, donde «a més a més el 43% d’aquestes persones són nouvingudes […] i on la taxa d’atur se situa 4,6 punts per damunt de la mitjana de la ciutat».
¿Si la autoría del homicidio no correspondiera a una banda policial, se hubiera recurrido a la densidad de población para intentar dar una explicación? Sabemos que no. Más incongruente aún es ofrecer cifras sobre robos y hurtos en una muerte fruto de un operativo policial. Los chivos expiatorios están tan a mano que nadie se sorprende de que se den datos sobre población migrante y paro en referencia a la muerte de un empresario de nacionalidad española a manos de Mossos d’Esquadra. El Conseller podría haber afirmado que la responsabilidad de esta muerte la tienen la inmigración, la pobreza y el Bicing, y los parlamentarios se hubieran preguntado por qué el Bicing.
La estigmatización del territorio es la estigmatización de sus habitantes y viceversa. Si los mismos hechos se hubieran producido en Les Corts, Sarrià o el Eixample ¿quién iba a preocuparse por la demografía y la posición económica de su vecindario? Según el Conseller, Juan Andrés no fue asesinado por la violencia a la que fue sometido durante cerca de un cuarto de hora, sino por la pobreza, el paro y los índices de migración del barrio que quería y donde había elegido vivir.
Densidad y tensión policial
Espadaler dibujaba un paisaje de guerra contra la criminalidad, incluyendo la pobreza como una condición criminal en la misma medida en que asocia inmigración a delincuencia; causas subliminales y metafísicas de todos los males y, por tanto, de esta «malamuerte». Un paisaje bélico que el Conseller narraba desde la pulcritud del Parlament, pero que es el tenebroso escenario psicológico de unos cuerpos policiales que salen a las calles de Ciutat Vella como quien entra en territorio enemigo.
En este Distrito actúan cinco cuerpos policiales que, incluso si dejamos fuera a la Guardia Civil y a la Policía Portuaria, suponen la mayor densidad policial existente en cualquiera de los distritos de Barcelona: dos comisarías y una oficina de atención de los Mossos d’Esquadra, dos comisarías del Cuerpo Nacional de Policía y una de Guàrdia Urbana. De forma conjunta o por separado, su actuación produce una dinámica de tensión cotidiana sobre el espacio público, que se manifiesta en un sinfín de microviolencias, que ofrecen una sensación de seguridad ficticia a una parte de la población, a cambio de una palpable y física inseguridad y desprotección sobre otra parte.
Violencia organizada
Hay una violencia policial organizada que se muestra en acciones planificadas para distintos fines. El caso más evidente es el de las habituales redadas en las que Mossos y Guàrdia Urbana, con la complicidad de la Policía Nacional, confunden deliberadamente delincuencia con extranjería o prostitución. Un acoso que se da en otros operativos, como las inspecciones nocturnas a locales, que se concentran sobre los puntos de encuentro de los grupos sociales más estigmatizados o simplemente en aquellos espacios que no cuentan con una protección especial.
En octubre de 2011 colectivos sociales del Casc Antic denunciaban como una patrulla de «Mossos d’Esquadra irrumpieron en una casa en la que vivían varios jóvenes de origen caribeño por un supuesto robo. Les agredieron de tal manera que uno de ellos se vio obligado a saltar por la ventana. Una vez en el hospital, con la pierna rota, los Mossos le siguieron golpeando». Pocos días después, durante un torneo de futbol celebrado en el Forat de la Vergonya, en una redada, bajo criterios rigurósamente étnicos, eran retenidas e identificadas numerosas personas que se encontraban en la plaza.
Más recientemente, una redada nocturna, la víspera del 28 de junio –día del Orgullo LGTB–, llevada a cabo por Mossos d’Esquadra, se cebó en locales de encuentro homosexual, provocando denuncias por agresiones homófobas y maltratos físicos de todo tipo.
Microviolencias cotidianas
Pero también intervenciones no enmarcadas en operativos organizados, ejercen diferentes grados de violencia y agresión, que incluyen desde ataques racistas hasta abusos de poder y autoridad. En octubre de 2013 el Juzgado de Instrucción 25 de Barcelona, condenaba a un Guardia Urbano de la comisaría de Ciutat Vella, por golpear «gratuita e innecesariamente» diez veces a un vendedor ambulante de origen senegalés. SOS Racisme, cuyo servicio de atención jurídica presentó esta denuncia, en estos momentos tiene abiertas 31 denuncias contra agentes policiales por agresiones racistas de diferente tipo producidas en Ciutat Vella, 18 de ellas presentadas durante 2013. Desde la entidad afirman que «generalmente nos encontramos con denuncias cruzadas, y el éxito no es que condenen al agresor sino evitar que condenen a la víctima».
Sólo en la comisaría de Mossos d’Esquadra en Nou de la Rambla, según La Directa, hay un 15% de agentes sobre los que pesan denuncias por agresiones como golpear con un casco a un motorista, la agresión y detención ilegal del periodista Beltrán Cazorla o la apología de la tortura en Facebook por parte de un agente. Hechos sintomáticos del clima de agresividad asociado a este cóctel policial.
Esa violencia, como afirma el antropólogo Miquel Fernández en un trabajo todavía inédito sobre las políticas de control en el Barrio Xino y el Raval, se aplica siempre en nombre del bien: del bien común, del bien moral o por el bien de la convivencia, dependiendo de la propaganda política de cada momento. Quién puede negar que quienes inmovilizaban y golpeaban a Juan Andrés Benítez mientras agonizaba, estaban convencidos de ser los buenos luchando contra el mal.
Los nombres de Juan Andrés
A raíz de la escritura de este artículo, en una conversación reciente sobre los informes de victimización en los que el Ayuntamiento cifra la percepción de la inseguridad, comentamos con Clarisa Velocci como en estos informes no se relacionan las violencias recibidas o el sentimiento de inseguridad, con la imposibilidad de ejercer una serie de derechos, que se resumen, parafraseando a Víctor Jara, en «el derecho de vivir en paz». En este sentido, allí donde los informes sobre percepción de la inseguridad puedan ofrecer un fragmento de realidad reflejan una población que se siente vulnerada y vulnerable. Y no es nada descabellado pensar que, en parte, la violencia policial sea un añadido con tinta invisible a ese sentimiento de inseguridad.
De hecho, si un efecto ha tenido el homicidio de Juan Andrés –que no por casualidad ha quedado para mucha gente de este barrio como un nombre familiar que no requiere de apellidos– es haber puesto rostro a las violencias ocultadas en los informes oficiales. Juan Andrés ha dado su nombre a muchos rostros en los que el anonimato de las víctimas es el reverso de la impunidad que disfruta la violencia policial banalizando la violación de derechos al normalizarla como un hecho cotidiano.