La Rambla es el eje que vertebra los viejos barrios de Barcelona. Es el paseo que, hoy trivializado y emblemáticamente convertido en la internacional del comercio y el ocio, encubre y guarda un patrimonio histórico y social que traspasa la cotidianidad.
Recorreremos la Rambla, desde Colón —personaje de infamia e impostura— hasta la plaza de Cataluña, espacio de ilusiones, fiestas y proclamas de vida y libertad.
Colón señala con el dedo el continente en el que hincó la rodilla en 1492. Con la cruz y el pendón de Castilla, da inicio al expolio y genocidio. Al regresar quienes siguieron sus huellas, los Samà, Güell, López, Partagás, Xifré…, es decir, la burguesía catalana, agradecida, le erige este monumento en 1888 por tantos bienes alcanzados, sobre todo, con la trata de personas y la esclavitud. Escribe Eduardo Galeano: «Todo pertenece, desde hoy, a esos reyes lejanos: el mar de corales, las arenas, las rocas verdísimas de musgo, los bosques, los papagayos y estos hombres de piel de laurel que no conocen todavía la ropa, la culpa ni el dinero y que contemplan, aturdidos, la escena».
Unos pasos más adelante, a nuestra derecha, existió desde finales del siglo xvii la fundición de cañones Refino. Estos artefactos, bombardearon la ciudad en dos ocasiones; más tarde se fundieron con ellos las dos campanas mayores de la catedral. Cañones y campanas dispararon y tañeron llamando a la sumisión y resignación a los y las barcelonesas. En 1845, fue levantado en ese mismo lugar el edificio que albergó el Banco de Barcelona, fundado por Manuel Girona, quien remató la inacabada catedral de la ciudad a cambio de obtener, para él y su familia, un panteón en el claustro. Bertolt Brecht clamaría: «¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?».
En 1920, el banco quebró, dejando en la miseria a una numerosa clientela. Cerradas sus ventanillas, pasó a ser la sede del Somatén, cuerpo armado irregular al servicio de la burguesía —milicia que, en 1960, acabaría con Francisco Sabaté Llopart, uno de los últimos maquis, en Sant Celoni—. Desde el campo de concentración de Djelfa, Max Aub salmodiaba en 1942: «Junto a los ríos del desierto oscuro, / ríos de verdad y de sed / lloramos a España muerta, / la que fue».
Parte de los astilleros fueron ampliados y convertidos en el cuartel de Atarazanas, maestranza de artillería, en la primera mitad del siglo xviii cuando el 26,75 % de las tropas de la nación estaban acuarteladas en Cataluña. La ciudad permanecerá asfixiada bajo la égida militar: murallas, Ciudadela, Montjuïc, Fort Pienc, Sant Pau, cuartel del Bonsuccés, Rambla dels Estudis, Jonqueres, los dos baluartes de la Barceloneta… Sin embargo, la milicia se mostrará impotente a veces para contener las exigencias del pueblo; como en 1840, en que este consigue agruparse por vez primera para constituir la primera Asociación de Tejedores al grito de: «¡Asociación o muerte!».
Al otro lado de la Rambla y adosado al Banco de Barcelona, Salvador March, hombre de negocios de Reus, gran fabricante y exportador de aguardiente, se enriqueció arrendando los derechos señoriales de los Medinaceli y los del obispado de Tarragona. A su vez, él los subarrendaba. Con la especulación llegó a obtener una inmensa fortuna; también disponía de fábricas de indianas y negocios navieros. Siempre que alguien acumula riqueza, alguien acumula pobreza. Cuando los jesuitas fueron expulsados de España por sus intrigas en la corte española, los bienes que aquellos religiosos poseían en la Rambla fueron puestos a la venta; March compró el lote por valor de 235.000 libras catalanas, un enorme capital. March levantó en 1780 su palacio frente al cuartel de Atarazanas. Siguiendo su misma línea, la familia lo alquiló más tarde como sede del Banco de España en Barcelona, hoy propiedad de la Generalitat. March, prototipo de la burguesía financiera y empresarial, compró el título de noble y el de ciutadà de Barcelona.
En 1620, frailes agustinos compran terreno y se asientan en Santa Mònica: el convento, como casi todos, muestra enormes dimensiones en contraste con el hacinamiento vecinal; en 1835, la presión popular consigue su desamortización; sin embargo, la fuerza bruta de los militares hace que se convierta en cuartel. A Santa Mónica la salvó su proximidad con el cuartel de Atarazanas. La burguesía fue, otra vez, la más beneficiada. No es extraño que su iglesia ardiera en 1936.
El 25 de julio de 1835, toros y toreros rivalizan en dar al traste con una pésima corrida en la plaza de la Barceloneta. El público destroza bancos, sillas y puertas. La cosa viene de lejos; murió el odiado rey y no llegó mejora alguna. En comitiva y airada, la concurrencia se dirige a las Ramblas, donde queman el convento de los trinitarios —hoy el Liceo—, el de los carmelitas —la Boquería—, el de los agustinos —calle del Hospital— y tres más en otros barrios.
El 16 de julio de 1854, a las siete de la tarde, en la Rambla de Santa Mónica y, ante numeroso público, son fusilados tres trabajadores. Al día siguiente, a las cuatro y en el mismo lugar, son fusilados otros tres. Dos años después, salen tres obreros maniatados y custodiados del fuerte de Atarazanas: dos son fusilados en la plaza del Pedró y el otro, en Jonqueres, acusados de haber destrozado modernas hiladoras selfactinas que dejarían todavía más en la miseria a los y las trabajadoras al ser suprimidos muchos puestos de trabajo. Al poco, escribía José Martí desde la Cuba insurgente: «¡Y tantos han muerto! ¡Y tantos hijos van en la sombra de la noche a llorar en las canteras sobre la piedra bajo la que presumen que descansa el espíritu de sus padres! ¡Y tantas madres han perdido la razón!».
El 19 de julio de 1936, Franco se insurrecciona contra la República; Atarazanas será el último reducto de los militares sublevados en Barcelona; las milicias populares intentan una y otra vez el asalto al cuartel. Varios milicianos, entre ellos Francisco Ascaso, mueren junto a sus muros en el asalto.
En mayo de 1947, Franco desembarca en Barcelona; mucha gente se agolpa al pie del monumento a Colón para verle pasar rodeado de su guardia colonial. Entre esas personas, están Domingo Ibars y un compañero, ambos ácratas. Han venido a despedirle, no a darle la bienvenida. Ibars lleva en su cartera de mano dos bombas. En el preciso momento del paso del caudillo, un numeroso grupo de colegiales se desliza entre aquel y el público. La misión tendrá que posponerse.