La gran riqueza multicolor y variopinta de los humanos en la Rambla es lo que más ha caracterizado nuestro paseo. El Pla de la Boqueria era el lugar donde la afluencia de estas gentes era más abundante; a la entrada de la calle con el mismo nombre, Boqueria, había numerosos puestos de venta más o menos ambulante; curiosos; parados en espera de algún trabajo; dentistas que hacían allí mismo su tarea; albañiles, fontaneros y mozos o transportistas a mano. No faltaban mitineros y los que expresaban, con ánimo de convencer a todos, sus ideas sociales y políticas. Así lo recogía el republicano Conrad Roure:
… toda idea allí se tolera
allí igual oiréis gritar
a igual precio, de igual manera
manifiestos de Cabrera,
discursos de Castelar.
Naturalmente que entre tanta bullanga desaparecían, en un tris, relojes de bolsillo de señores que boquiabiertos contemplaban el espectáculo, así como dinero, monedas y alimentos de quienes iban o venían de los puestos de mercado situados al otro lado de la Rambla, precursores de la Boqueria. En la prensa del día siguiente había avisos de personas que habían «extraviado» allí alguno de estos objetos y suplicaban, incluso con promesas de alguna recompensa, la devolución por parte de quien lo hubiera «encontrado». En unos versos del año 1872, queda bien reflejado este ambiente del que era denominado entonces el rovell de l’ou:
Allí veureu, en pocs minuts,
balls, forces i jocs de mans,
i cent «grupos» de llanuts
que comenten les virtuts
del curandero de Sants.
Lugar de paseo ordenado de multitudes, la Rambla ha sido escaparate de riqueza y miseria de la humanidad; miseria de muchos ricachones y riqueza humana de multitud de pobres y vagabundos. Un personaje conocido por todo aquel que deambulara por nuestro paseo era «el Noi de Tona», el cual alternaba su vida en Barcelona con la visita a ferias y fiestas mayores de multitud de pueblos; viajaba sin pagar y vivía de lo que le daban, vanagloriándose de lo que era un estigma social: vivir sin trabajar.
A mí me llaman el tonto,
el tonto de mi lugar.
Otros viven trabajando,
yo vivo sin trabajar.
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La luz, de la misma manera que ilumina, puede cegar. El militar Juan Prim, oriundo de Reus, deslumbró a multitudes catalanas solo por razón de su tierra de origen. En 1838, ya era capitán y, poco después, comandante y coronel. A Prim le complacía pasear por la Rambla cuando venía a Barcelona. En 1843, fue nombrado gobernador de esta ciudad para poner fin a las sublevaciones populares que este aplastó con sangre en Molins de Rei, Sant Andreu del Palomar, Sabadell, Mataró, Sarrià de Ter, Girona, Figueres, Hostalrich… Y Prim, en la lógica de la fuerza bruta, fue ascendido a mariscal de campo, pasando de ciudadano honorífico a traidor.
Cinco años después, fue destinado a la colonia española de Puerto Rico para sofocar una posible revuelta de esclavos y de inmediato redactó un bando que decía, en su artículo 8: «Si algún esclavo se sublevara contra su señor y dueño, queda éste facultado para dar muerte en el acto a aquél, a fin de evitar con este castigo pronto e imponente, que los demás sigan el ejemplo». Y, en caso de robo, al esclavo se le amputaba una mano.
En diciembre de 1859, tras la inestabilidad de las colonias españolas del norte de África, Prim, ya general, organizó un batallón de 460 voluntarios catalanes con la promesa de recibir gloria, honor y una paga a perpetuidad para quienes regresaran (vivos). Para embarcarse, desfilaron Ramblas abajo jaleados por muchísima gente; llegados al norte de África, «els nous almogàvers» se unieron al resto de las tropas españolas. La Iglesia también puso lo suyo: «No volváis sin dejar destruido el islamismo, arrasadas las mezquitas y clavada la cruz en todos los alcázares». El batallón fue destinado a una primera línea de fuego, de manera que a las primeras horas de combate ya habían sucumbido más de noventa muchachos, y pocos días después solo quedaba la mitad.
El 20 de diciembre de 1936, las Juventudes Libertarias de Gracia, conocedoras de su vida y obra, destruyeron la estatua que en 1887 le había levantado la burguesía en el parque de la Ciudadela.
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Una estampa con algunas similitudes repetida se dio al inicio de la Semana Trágica, cuando un contingente de reservistas jóvenes que ya había cumplido con el servicio militar —padres de familia muchos de ellos— descendía por la Rambla para embarcarse rumbo al norte de África. Un hombre se encaramó a una silla (se trataba de Tomás Herreros, un valeroso tipógrafo que desde muy joven había conocido al apóstol de la igualdad, Anselmo Lorenzo, y al infatigable libertario Antonio Pellicer) y con voz atronadora y dirigiéndose a las tropas gritaba: «Pueblo imbécil. ¡Manada de corderos! ¡Que os llevan a la guerra!». Pronto fue detenido por enésima vez.
Hacía pocos años que Tomás había sido mandado a Cuba y sabía muy bien lo que les esperaba a aquellos hombres ahora destinados a defender las minas de fosfatos del conde de Romanones y del consorcio de los Güelly López, marqués de Comillas. Quienes habían tenido sus grandes negocios en las colonias de ultramar ahora los tenían en el Rif.
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Eran las 9 horas del anochecer del día 4 de noviembre de 1936, cerca de cumplirse los cuatro meses del inicio de la trágica guerra y Revolución española. En la Rambla, más gente de la habitual aguardaba el inicio del discurso que iba a pronunciar Buenaventura Durruti a través de la radio y amplificado por los altavoces suspendidos de los árboles del paseo barcelonés:
Trabajadores de Cataluña […] No han de olvidar las organizaciones obreras cuál debe ser el deber imperioso de los momentos presentes. Pedimos al pueblo de Cataluña que se terminen las intrigas, las luchas intestinas. El fascismo es y representa la desigualdad social. […] La guerra que hacemos hoy sirve para aplastar al enemigo en el frente, pero no es este el único fin: el enemigo es también aquel que se opone a las conquistas revolucionarias y que se encuentra entre nosotros y al que aplastaremos igualmente.
En aquellas horas, el entusiasmo no era el mismo que el que había habido a finales de julio. Aquellas palabras encerraban el testamento de Durruti. Pocos días después, una bala ponía fin a su vida en Madrid.