masala és barreja d'espècies
Revista d'informació, denúncia i crítica social a Ciutat Vella
Nº 74 – juny 2017

Música de librería, resonoriza tu vida

Library music, stock music o production music son las más conocidas denominaciones en inglés de lo que en castellano llamamos música de librería

El concepto surge de la necesidad de tener música enlatada para usos varia­dos o circunstanciales, sobre todo en medios de comunicación —radio y TV—, pe­­lículas, seriales, publicidad o videojue­gos, y que, además, sea fácil de licenciar para tales cometidos. Un disco de música de librería consiste esencialmente en un álbum instrumental, formado por tracks de corta duración, con un sonido afín pero de diferentes intensidades musicales, y que se mueve normalmente en un estilo musical concreto, ya sea jazz, funk, étnica, lounge, vanguardia o pop. Esta música podría servir para acompañar un spot publicitario en la radio, de cortinilla musical para la «intro» de un programa deportivo o para ayudar a ambientar una radionovela o una escena de suspense de una película.

Sus orígenes, y los primeros ejemplos conocidos, se remontan al principio del siglo xx, sorprendentemente asociados a películas de cine mudo. El sello británico De Wolfe Music empezó seleccionando música de acompañamiento, impresa en partituras, para que los músicos tocasen en directo las bandas sonoras durante las proyecciones de la películas. Títulos como The dishonored medal (1914) o El prisionero de Zenda (1922) se beneficiaron de ello. En la década de 1930, con el salto al cine sonoro, De Wolfe se adapta al nuevo formato y participa en scores de títulos como Frankenstein (1931), pero también factura música para los noti­ciarios que se proyectan antes de las películas y para producciones de serie B. En los cincuenta, este sello provee la música para el primer anuncio en la historia de la TV británica (una marca de dentífrico tuvo ese dudoso honor) y también para películas educativas y training films.
Pero su auge vino de mano del crecimiento del mundo audiovisual y de la popularización del vinilo como formato sonoro, con la proliferación de programas de radio y televisión, en las décadas de 1960 y 1970, especialmente en Europa. Tomando el ejemplo de De Wolfe, sellos italianos, franceses o alemanes, pero sobre todo británicos, como KPM o Bruton Music, tuvieron una febril actividad en este campo, publicando una gran cantidad de referencias e inundando el mercado con una variada gama de posibilidades de ambientación sonora.

En el momento actual, las librerías musicales siguen teniendo su nicho de mercado y sus seguidores, en dos am­plios ámbitos: el coleccionismo musical y el diggin’, y el medio digital. Desde estilos musicales que usan el sampleo como seña de identidad, como el hip hop o la electrónica, los vinilos de la era clásica de las librerías se han convertido en objetos de deseo para DJ y productores, siempre atentos a la caza de muestreos estimulantes para usar en sus composiciones; pero también se cotizan, a veces a precios excesivamente elevados, entre cazadores de tesoros sonoros en formato plástico. Pero la era Internet no ha acabado con las librerías, como podría pensarse a prio­ri, sino que las ha implementado y las ha he­cho crecer en oferta y diversidad sonora. Lejos del formato físico, las librerías del siglo xxi son una fuente casi inacabable de melodías musicales, con el mismo espíritu y funcionalidad que las clásicas, pero con la ventaja de su accesibilidad y disponibilidad casi inmediatas.

Las verdaderas razones que llevan a un productor audiovisual a usar música de librería son económicas y prácticas. Una canción puede tener repartidos sus derechos de uso y reproducción entre su autor, su intérprete, el sello discográfico y la distribuidora, con lo que conseguir hacerse con su licencia puede acabar convirtiéndose en una aventura legal de incierto resultado y costosa económicamente. En cambio, con la música de librería todo es mucho más fácil a efectos legales, de costes y, además, ya está creada con la intención de que sea usada en proyectos audiovisuales. Los discos de librería poseen todos los derechos de autor asociados a esta y pueden ser licenciadas sin que el compositor original tenga que dar el permiso para su uso, porque ya lo cedió en el momento de cobrar su trabajo para la librería en cuestión.

Pero vayamos a ejemplos flagrantes. En la famosa BBC, series míticas, como las comedias The Benny Hill Show y Monty Python’s Flying Circus, o la ciencia ficción de Doctor Who, se beneficiaron de estos recursos sonoros. Y, en el cine, títulos como la erótica Emmanuelle (1974), el terror zombi de Dawn of the dead (1978), de George A. Romero, o las artes mar­ciales made in Hong-Kong, como Return to the 36th Chamber (1980), deben parte de su éxito también a la música de librería. En momentos más recientes, series televisivas de animación como Bob Esponja o Ren & Stimpy también han utilizado este tipo de colchón musical.

Los diseños de las carpetas de los discos de librería han sido su distintivo corporativo, el icono visual que los ha diferenciado de otras grabaciones, o de la propia competencia: grafismos minimalistas y reiterativos, en los que simplemente cambiaba el número de la entrega. La sencilla, pero efectiva, carpeta verde oliva de las Series 1000 de KPM es el ejemplo más flagrante de este diseño gráfico serializado; o, también, las series naranja o azul de Conroy Eurobeat, con su tramado radial.

De entre los muchos músicos «de alquiler» que grabaron estos discos hubo de todo, desde anónimos destajistas de estudio hasta artistas célebres que, en ocasiones y bajo pseudónimos, usaban estas grabaciones como una válvula de escape creativo. Creadores como: Alan Parker —guitarra colaborador de Serge Gainsbourg o David Bowie—, Les Baxter —scores para Roger Corman—, Ron Geesin —colaborador de Pink Floyd—, Bruno Nicolai —scores para Alberto de Martino o Jess Franco—, Brian Bennett —batería de The Shadows—, Rino de Filippi, John Cameron o el inigualable Ennio Morricone han dejado su saber hacer en algunos de estos discos, convirtiéndolos en auténticas joyas de colec­cionista.