En 1995, una nave reluciente descendió serenamente hasta posarse sobre la superficie virgen del barrio del Raval. Se deduce que la especie primitiva que por aquel entonces habitaba aquel páramo inhóspito no comprendió qué fines perseguía aquel cuerpo extraño, porque adoptó una prudente distancia. Sin embargo, disipados los temores iniciales provocados por el aterrizaje, los autóctonos acabaron por acostumbrarse a las periódicas vibraciones que irradiaba aquella presencia, aunque nunca llegasen a entenderla.
Ese detalle importaba, de hecho, muy poco: aunque los toscos indígenas del barrio carecían del juicio necesario para apreciar las cualidades sensibles de aquel ingenio venido del futuro, su mero influjo debía bastar para que la especie evolucionase casi sin proponérselo. Casi podemos oír todavía la fanfarria del Zaratustra de Strauss mientras celebramos el altruismo de los artífices del MACBA, quienes apostaron por instalar en el corazón del Raval un difusor de moléculas inteligentes, un dispositivo de ósmosis que, a través de la magia del contacto, todavía contamina sutilmente a quienes frecuentan la plaza dels Àngels, sacan su perro a pasear por la plaza Terenci Moix o simplemente apresuran el paso por el carrer de Montalegre. Todas esas personas, en su bendita inocencia, experimentan los beneficios que obra el hechizo de ese «agente transformador social del barrio», como reza el reciente manifiesto difundido por la Plataforma +Macba+Cultura.
Al gremio patafísico nos cautivan las redundancias, porque son como el cacharro inútil que te regalan en la teletienda por la adquisición de lo último en fitness doméstico: hacen que el absurdo se desborde hasta hacerte dudar de la propia compra que barruntabas mientras te apoltronabas en el sofá. El hecho de que sus redactores hayan creído necesario añadir ese «social» a modo de aclaración nos obliga a preguntarnos por su significado, aunque el añadido actúe como un contraste que nos anuncia el sentido último de la transformación operada por el MACBA sobre el Raval. En cualquier caso, con el fin de comprender por qué semejante transformación necesita imperiosamente presentarse como «social» mientras una parte importante del vecindario del Raval reclama la instalación de un CAP en la antigua Capella de la Misericòrdia —finca que el Ajuntament de Barcelona destinó en la época de Trias a la ampliación del museo—, este patafísico decide ponerse el mundo por montera y salir a la búsqueda de lo social en el MACBA.
Día laborable, por la mañana, poco después de las 11 horas, momento en que el museo abre sus puertas. No se imaginen angostos pasillos en los que el patafísico puede oír el eco de sus propios pasos mientras busca algún que otro ser vivo entre las salas. El museo está, literalmente, abarrotado. Como no reparten bocadillos ni parece rodarse ningún spot, deduzco que ya me he topado con lo social. El servicio de atención a las visitas colectivas está que arde, porque las sacas destinadas a las mochilas y chaquetas de un mismo grupo se amontonan junto al acceso al guardarropa. Aunque la entrada normal son 11 abracadabrantes euros, son tantas las exenciones impuestas a esa tarifa que solo deben abonarla en su integridad los turistas más excitados ante su inminente liturgia artística. El resto nos buscamos la vida para conseguir la tarifa reducida (5 euros) o el acceso gratuito. En mi caso, alegué tener menos de 14 años y funcionó. Legiones de escuelas de primaria, varias de ellas uniformadas, escuchan obedientes las explicaciones que su guía les transmite a medida que avanzan entre las instalaciones de Jaume Plensa, cuya retrospectiva puede verse en la planta inferior. Menudean los grupos de jubilados y jubiladas, y uno de ellos se ha hecho fuerte en la zona de documentación, copando así los únicos asientos disponibles en todo el recorrido bajo el pretexto de contemplar una larga entrevista al artista. Un aula entera, que por la edad diría que es de bachillerato o de algún ciclo formativo, revolotea entre las piezas del escultor catalán arrojándose selfies como quien cosecha aceitunas, mientras por un pinganillo reciben instrucciones de una MC indicándoles las coreografías que deben ejecutar en cada rincón del museo. Lo social, amigos y amigas, es una montura que galopa desbocada; es casi un milagro que el museo no explote como si se tratase de una olla a presión.
La planta superior, dedicada a la exposición del fondo del MACBA, no parece ofrecer grandes alicientes a las escuelas e institutos, de manera que la atmósfera se descomprime hasta volverse respirable. Son básicamente turistas inquietas quienes ascienden la larga rampa doble que permite acceder a una colección organizada a partir de una cronología local, que tiene su inicio en 1929, año de la segunda Exposición Universal de Barcelona. La profesión patafísica carece en general de sensibilidad artística, por lo que no puedo decirles si se trata de una selección pata negra, pero en el muy recomendable documental La dreta, l’esquerra i els rics (SUB, 2013), Leopoldo Rodés, el auténtico dungeon master del MACBA, se ufanaba de que, tras el acuerdo alcanzado en 2012 con la colección de Arte Contemporáneo de La Caixa, se trataba de una de las mejores colecciones europeas de arte contemporáneo. Ese es, precisamente, uno de los quids de la cuestión: la titularidad privada de un fondo que se aloja en una institución pública mediante la fórmula de un consorcio de tres patas: el Ajuntament de Barcelona, la Generalitat de Catalunya y la Fundació Art Contemporània, que reúne a lo más granado de los prohombres —y promujeres— de la ciudad, con el objetivo común de adquirir obras expuestas a las fluctuaciones de un mercado y sensibles al pelotazo que supone su exhibición en un recinto que tiende a revalorizarlas. Volveremos más tarde a ese espinoso asunto.
Por lo que hace a los lenguajes expresivos que emplean los objetos contenidos en ese monolito de blanca pureza, no nos vamos a sorprender a estas alturas: la habitual opacidad para quienes no comulgan con esos ritos. Es sabido que muchas de las obras del arte contemporáneo requieren de un esfuerzo de descifrado que invita a la deserción de la concurrencia menos tenaz. Uno quisiera tropezarse con gestos de estupor, con arrebatos incontenibles entre los espectadores que recorren las salas de la planta superior, pero, bien porque pasó la época de las sacudidas emocionales y el personal está de vuelta de todo, bien porque una parte del público no sabe muy bien qué está haciendo ahí, el caso es que prolifera el visitante moscón, que zumba por todas las habitaciones sin fijarse realmente en nada. Tampoco ayuda la ambigüedad de algunas obras que, como caramelos en la puerta de un colegio, incitan al manoseo y a la experimentación. Sin embargo, cuando te hallas concentrado en la fuerza exacta que debes imprimir al mazo dispuesto junto a un gong o en el dulce repicar de las letras de hierro trenzadas en una fina cortina que cuelga de un lado a otro de una sala, siempre aparece el vigilante de turno para reprenderte por tu fogosidad o simplemente prohibirte volver a tocar aquello. Como quiera que la frustración repetida genera melancolía, el museo es, también, un curioso retablo de adultos y adultas que suspiran avergonzados y de chiquillada aburrida que vagabundea sin saber muy bien dónde volcar su curiosidad.
Como ven, es innegable que ese vehículo interestelar ha logrado abducir al cabo de los años a miles de pasajeros, y que las rutinas que estos repiten gozosamente son las mismas que pueden identificarse en otras latitudes. El servicio educativo del MACBA merece, en este sentido, una medalla, al mérito artístico, claro está. Lo social de los museos de arte tiene contornos precisos, ademanes familiares, y prospera en una ciudad que, como Barcelona, acumula patrimonio hasta cuando no lo tiene y se lo inventa. Lo que no queda tan claro es que el Enterprise del Raval haya irradiado ese «social» sobre sus inmediaciones sin exponer también a la población a sus efectos perniciosos. La institución, en su Estratègia 2022, repite el mantra de la generación de «sinergias de colaboración y proximidad con el barrio», y cuenta para ello con desarrollar los espacios cedidos por el Ajuntament de manera que «mejore su integración física, cultural y social [una vez más, la redundancia] en el barrio del Raval y en la ciudad». No me cabe duda de que si, finalmente, la Capella de la Misericòrdia se convierte en un nuevo espacio expositivo del MACBA la integración física en el barrio se habrá producido, por así decirlo, por aplastamiento. No obstante, para tomar el pulso al entusiasmo concitado en el vecindario del Raval ante la política expansiva del gigante blanco, para comprobar si les ha picado por fin el gusanillo del arte y dedican sus tardes ociosas a perderse entre los Basquiat y Boltanski, he escudriñado con morboso interés la lista de las más de 4.500 firmas del Manifiesto + MACBA+Cultura con la esperanza de encontrar entre ellas algún apellido de resonancias árabes, bengalíes, pakistaníes o filipinas. Nada. Cero patatero. No pretendo incurrir en el tópico de que todas las vecinas del Raval son de origen extracomunitario, sino simplemente señalar que esas ausencias nos permiten intuir que el eterno diálogo con el barrio es más un artificio retórico que una evidencia palpable. Después de todos estos años, la población del Raval Nord no participa de las ceremonias artísticas que tienen lugar en el MACBA. Mi impresión es que la nave se percibe más como un ejército invasor dispuesto a lanzar napalm sobre la selva circundante que como un ente benefactor que viene a aleccionarnos sobre nuestros errores pasados.
Me da que el desafecto barrial guarda relación con el misterio que envuelve la personalidad de auténtico timonel de la nave. En su documentación oficial, el propio museo reconoce que su principal problema es la escasa visibilidad que hoy día tiene el fondo privado que nutre su colección, por lo que la ampliación a la Misericòrdia serviría para ponerlo en valor. Aunque el Ajuntament aporte el 53% del presupuesto del museo (concejala Pin dixit), el rumbo tomado por el affaire de la Misericòrdia parece guiado por una intervención taimada de las élites burguesas de la ciudad, que, en su afán por dedicarse a negocios respetables que les rediman de los inconfesables, han encontrado en el MACBA un refugio ideal. La sensación de que la política de ampliación responde más a las veleidades del coleccionismo burgués que a los criterios de priorización de una administración pública cunde entre las autóctonas, indiferentes ante las evoluciones de un museo que, por bien que se niegue a reconocerlo, antepone su propia concepción estilizada y lúdica de «lo social» a las formas sin duda más elementales que adoptan las necesidades que cubre un CAP. Así las cosas, y como quiera que es casi imposible imaginar a los gentiles deshaciéndose por voluntad propia de sus bienes artísticos, invitaría a las administraciones a acometer un verdadero gesto patafísico: la expropiación. Tal vez así la radiación que emite esa nave luminosa fecunde por fin al pueblo reticente.