«Por la dignidad de las víctimas y de la historia, es preciso recuperar el pasado.»
Tanto el título del artículo como la frase que lo encabeza no son míos, aunque han sido siempre el referente que ha dado vida a todo cuanto pergeño en las páginas de Masala desde hace casi cinco años, y donde he dado un repaso general y personal («Yo no soy historiador, soy periodista», aviso siempre) a hechos que, en los dos últimos siglos, han convulsionado el país, en general, y Barcelona, la «rosa de fuego», la ciudad europea líder en la lucha obrera, como reconoció, en concreto, el mismísimo Carlos Marx.
Pero volvamos a lo nuestro, que me pierdo. Título y frase son destacadas por el historiador Ángel Viñas, en un texto publicado el pasado mes de febrero en El País, donde anunciaba la aparición en español de un libro imprescindible, editado por primera vez en 1975: el Gernika, Gernika de Herbert Rutledge Southworth, ahora traducido al castellano. Para darle más relevancia, un grupo de historiadores ha añadido, al trabajo del cronista e historiador norteamericano, documentos aparecidos en los últimos años y que reafirman su tesis: la destrucción masiva causada por la aviación nazi en la guerra civil española sobre el símbolo más preclaro de la patria vasca se realizó con el consentimiento pleno y el aplauso del mando franquista.
En realidad, Southworth ya había despertado el odio del régimen de Franco en la década anterior, con la publicación de El mito de la cruzada de Franco, una visión tan acertada como demoledora de la «santa cruzada», nombre con que los militares y la Iglesia pretendieron que se bautizara la guerra civil. El auge inmediato del libro, traducido y publicado por Ruedo Ibérico en Francia, obligó al ministerio de Información y Turismo, entonces presidido por Fraga Iribarne, a crear una Sección de estudios sobre la guerra de España, dentro del Gabinete de estudios sobre la Historia, dirigido por Ricardo de la Cierva, para inventar contrainformaciones que dieran una visión distinta del conflicto bélico, amén de todo tipo de falacias que desacreditaran al autor del libro.
Pero los conocimientos de Southworth estaban por encima del bien y del mal. Había participado en la guerra, y luego fue acumulando la colección más importante del mundo de documentos y libros sobre el tema (hoy, en la Universidad de California, en San Diego). Sabía tanto que en la cama del hospital donde moriría tres días después, en 1999, escribió su epitafio: “Conspiración y guerra civil: el lavado de cerebro de Francisco Franco”.
De “El mito de la cruzada de Franco”, el libro más perseguido por el franquismo, se publicó en 2008 una edición en la colección DeBolsillo, con prólogo del prestigioso historiador británico Paul Preston y un apéndice donde se incluía un texto que ridiculiza a los supuestos «historiadores» franquistas: «Los bibliófobos: Ricardo de la Cierva y sus colaboradores». La palabra «bibliófobos» les viene al pelo y, ahí, Southworth, añadiendo a sus grandes conocimientos un fastuoso sentido del humor, se dedica a descoyuntar las mentiras utilizadas por De la Cierva y sus secuaces para justificar los crímenes y la existencia de la dictadura.
En 1975, al fin Franco subía al paraíso tras redactar, «atado y bien atado», su testamento a los españoles que tanto le querían y que el pueblo rompió con alegría a los cuatro días (aunque ahora mismo el partido en el gobierno pretenda resucitarlo, ¿o no?). En el mismo 1975, Southworth presentaba su obra maestra: “La destrucción de Guernica. Periodismo, diplomacia, propaganda e historia”, íntegramente dedicada a deshacer la gran mentira que el franquismo fue reinventando hasta la muerte misma del dictador. Libro agotadísimo en su versión original, al revés que todas las patrañas publicadas a mayor gloria de la España «nacional», acaba de publicarse en castellano, como decía al principio del artículo, por la editorial granadina Comares, con la participación de un grupo de historiadores relevantes y que creo preciso citar: María Jesús Cava, Carmelo Garaitaonandía, José Luis de la Granja, Morten Heiberg, Xabier Irujo, Manuel Ros Agudo, Stefanie Schüler-Springorum y el propio Ángel Viñas.
Las tesis del régimen fueron siempre que «el mando nacional no tuvo nada que ver con el bombardeo, fueron los alemanes, quienes actuaron por su cuenta y sin avisar» y que «la destrucción masiva de Gernika la inventaron los republicanos; en realidad, hubo muy pocas víctimas», aunque la primera idea que se les ocurrió era aún más ridícula, y la apoyaron durante mucho tiempo: «Gernika la volaron los propios vascos, para desacreditar a Franco». Repetimos que, en este asunto, la propaganda del régimen batió récords de fantasía y falsedades e inventó un tétrico lenguaje de palabras rocambolescas para denigrar a los historiadores más destacados e importantes, como Southworth.
Hoy, Alemania ha desclasificado muchos documentos secretos de aquellos años, en una loable actitud muy distinta a la del Gobierno español. Aunque ya apunta Viñas que mucha información sobre la guerra y, sobre todo, la referente a Gernika, ha desaparecido de los archivos españoles –y no desaparecieron todos porque quienes los expoliaron no sabían alemán y los conservaron porque sólo conocían traducciones que no respetaban la información real, pues todo se acomodaba a los deseos y teorías del régimen.
Pero hoy no se puede negar que la Legión Cóndor, la aviación alemana, tan pronto como dio comienzo a sus hazañas bélicas en España, en noviembre de 1936, obró siempre de acuerdo con los planes operativos del ejército rebelde español y, concretamente en la campaña de Vizcaya, la interdependencia entre unos y otros alcanzó un elevadísimo grado de información, comunicación y control.
Los documentos demuestran, sin lugar a dudas, que la aviación alemana se supeditó a las órdenes del general del Ejército del Norte, Mola, hasta su muerte en un accidente de aviación en junio de 1937, y del general Kindelán, jefe del Aire. Imaginar que Franco desconociera sus manejos es absurdo; muy al contrario, uno de sus hombres de confianza, el coronel Juan Vigón, estuvo en el centro del dispositivo en el Norte.
La aviación alemana arrojó octavillas anunciando arrasamientos, intervino en apoyo del avance en tierra y bombardeó numerosas ciudades. El famoso bombardeo que Picasso convirtió en universal, el 26 de abril de 1937, no se hizo para destruir un puente de piedra sobre el río Oca, que encima resultó indemne. Sobre Guernica, se lanzaron 31 toneladas de bombas –mezcla de explosivas e incendiarias– e incontables bidones de gasolina. Así lo informó el teniente coronel Wolfram von Richthofen, jefe del Estado Mayor de la Cóndor, a sus superiores en Berlín.
Tras su entrada en la población, un mes después, los franquistas se dedicaron a suprimir las evidencias del pavoroso ataque, que se había publicado en las primeras páginas de los periódicos más importantes del mundo, y el número de víctimas no ha llegado a conocerse ni remotamente nunca. El gobierno vasco dio la cifra de 2.500, entre muertos y heridos, y el historiador Hugh Thomas la sitúa en unos mil muertos. El 70 por ciento de los edificios de la ciudad fue destruido por completo y el 20 por ciento, gravemente dañado.
Devolver la dignidad a la historia
En la baraúnda de estropicios que nos regala la clase política, y que se multiplican cada día hasta dejarnos anonadados y cabreados, encontramos –raras veces– algún gesto digno.
Aquí uno, reciente, que me ha llenado de satisfacción: el pleno del Ajuntament de Girona, que ya retiró en el año 2006 el título de alcalde honorario y perpetuo a Francisco Franco, retirará también el título de hijo adoptivo de la ciudad al dictador Miguel Primo de Rivera, que le fue otorgado por decisión del pleno el 24 de enero de 1926 –por supuesto, cuando mandaba a tiro de pistola–. El pleno también tiene previsto retirar los honores al militar golpista Emilio Barrera Luyano, que fue capitán general de Catalunya durante la dictadura de Primo de Rivera y que participó en el golpe de estado de 1936, reconocido como hijo predilecto y adoptivo de la ciudad también en 1926.
El alcalde, Carles Puigdemont (CiU), ha explicado que pidió a los archiveros del ayuntamiento que le hicieran saber qué personas «que no son ningún ejemplo democrático por sus lamentables currículums» tenían estas distinciones, para hacerlas retirar: «Nuestra voluntad es hacer limpieza y que la ciudad deje de tener a indeseables entre sus hijos adoptivos, o con reconocimientos que no merecen».