En los años de la predemocracia (si es que la democracia se ha instalado alguna vez en este país) el entonces popularísimo Andrés Pajares me confesó: «Los humoristas, como los políticos, vivimos de la falta de memoria de la gente». Y eso era bueno para los humoristas y fantástico para los políticos, pero a esos hoy ya no les sirve (aunque no parecen haberse enterado).
Hoy, abres el Outlook de buena mañana y ya lees docenas de noticias demoledoras sobre sus abusos y privilegios, siempre trufadas con chistes superingeniosos que ridiculizan a los/las Rajoy, Wert, Cospedal y Aguirre, sustitutos gloriosos, en el hazmerreír popular, de los Camps y su cohorte valenciana, a su vez herederos de los Zapatero, Bono y cía.
Encima nos lo ponen chupado. Con la vitalidad que muestran ya las redes sociales (facebook, twitter, etc.), más su efecto multiplicador, se hace difícil entender cómo esos personajillos, en lugar de mentirnos de manera inteligente, siguen utilizando el lenguaje chulesco de La verbena de la Paloma, ¿se habrán enterado de que estamos en el siglo XXI? Hace veinte años, no más, en una reunión de políticos o banqueros, uno decía: «Las leyes, como las mujeres, están para violarlas», y todos reían y le daban golpecitos en la espalda: «Qué gracioso eres PePe», y otro: «¡Qué clarividente!». Pero ahora hay que ir con pies de plomo, pues siempre hay algún terrorista antisistema escondido, magnetofón en mano, que sin el respeto debido graba las palabras de algún padre de la patria (¡«Patria» se escribe con mayúscula, «patria» se escribe con mayúscula!) para escupirlas luego por Internet.
Otra moda que crece en las redes es recordar los precios de hoy y compararlos con los de antaño, ¡con lo que ha llovido! Pues me apunto, y acompaño este artículo con dos imágenes impagables repartidas de manera masiva vía mail (las he recibido al menos de 20 o 30 internautas): la de Rajoy cuando estaba en la oposición y condenó la subida del IVA de los socialistas («Subir el IVA es cosa de malos gobernantes», dijo) y una primorosa recreación del cartel de la gran superproducción «Lo que el viento se llevó», reconvertida en «Lo que Bankia se llevó», cuyo costoso rodaje ha sido pagado por el Gobierno español, y en consecuencia, por la ciudadanía pobre y descangayada.
Sigo. ¡Ah, los precios! Desde la década de 1940 hasta hoy, la escalada ha sido monumental, de alucina vecina. Y arranco con una historieta que me ha enviado un amigo internauta, donde un abuelo quiere explicarle a su nieto los grandes cambios que se han producido desde que él era niño. Le dice: «Figúrate, cuando yo era un niño como tú ahora, mi mamá me mandaba a la tienda de la esquina con 100 pesetas, lo que ahora son 60 céntimos de euro, y yo volvía a casa con dos paquetes de mantequilla, dos litros de leche, un queso de bola, un paquete de azúcar, una docena de huevos, una barra de pan, un saco de patatas, un kilo de manzanas, otro de peras, otro de plátanos y más cosas. No podía arrastrar la compra y, encima, le devolvía dinero a mi madre». Y su nieto le contesta: «Pero, abuelo, ¿en tu época no había cámaras de vigilancia?».
De 1939 a 1952 el país vivió los llamados con acierto «años del hambre». De esa época recuerdo que, en la panadería que tenía mi familia en un pueblecito del Berguedà, los guardias civiles no pagaban el pan; ninguna ley lo decía, pero en la práctica ellos eran la ley y tenían los fusiles, ¿quién iba a pedirles cuentas? Años en que todo el mundo tenía su cartilla de racionamiento, primero familiar y luego personal, dividida en tres categorías: 1ª, para los ricos; 2ª, para la clase media y 3ª, para los pobres. Al principio, la ración ¡semanal! para un hombre adulto era de 400 gramos de pan negro, 250 gramos de patatas, 100 de legumbres, 30 de azúcar, 10 de café, 125 de carne, 25 de tocino, 75 de bacalao, 200 de pescado y medio decilitro de aceite; a las mujeres y a los hombres de más de 60 años, un 80% de esas cantidades y a los niños menores de 14 años, un 60%. Los estraperlistas se forraban: si un kilo de azúcar valía 1,90 pesetas a precio oficial, en el mercado negro subía a las 20 pesetas; el aceite del racionamiento salía a 3,75, pero bajo mano llegaba a las 30 pesetas. ¿De dónde salían esos alimentos? En buena parte de comerciantes sin escrúpulos que se beneficiaban del miedo y se quedaban los cupones que correspondían a «rojos», los vencidos en la guerra, sin entregarles los alimentos, bajo la continua amenaza de denunciarlos a la policía o a la falange, como enemigos del Régimen, o a un cura, como enemigos de la Iglesia, acusación que significaba la cárcel o la muerte ante un pelotón de fusilamiento.
Del año 1951, conservo este listado de precios del pan: de 1ª, 0,50 pesetas los 80 gramos; de 2ª, 0,50 los 100 gramos; de 3ª, 0,55 los 150 gramos. Y de 1952, en que finalizó el racionamiento, otro listado, que ya publiqué tiempo atrás, pero que permite comprobar la subida que habían sufrido, en diez años, aceite y azúcar: «Abastos anuncia la venta de aceite (un cuarto de litro por cupón y semana, a 2,30 pesetas) y azúcar (200 gramos, cupones 4 y 5, a 1,40 pesetas)», etc.
Un dato concluyente, aunque tengamos que salvar todas las distancias tecnológicas: en 1955 se inauguraba el aeropuerto de Eivissa, a la medida de la época, o sea, pequeño. Eivissa era aún una isla desconocida para la inmensa mayoría de españoles; su coste fue de cinco millones y medio de pesetas, 33.000 € al cambio monetario. Y lo más importante: era absolutamente necesario. Todo ha cambiado, cierto. Ahora un aeropuerto es otra cosa, de acuerdo, pero comparemos con el coste de los varios aeropuertos españoles que no sirven para nada, tipo Ciudad Real (más de mil millones ¡de euros!) y en plan más modesto, ¡ja, ja, ja!, los ciento cincuenta que se han tirado en Castellón, donde se recibe al viajero inexistente (no hay aviones), con un monumento al politiquillo que perpetró el desaguisado y que ha costado 300.000 €. Para más inri, resulta que es un aeropuerto privado construido con dinero público, cuyo mantenimiento cuesta varios millones anuales, aunque abandonarlo a su suerte cueste muchos millones más, pues habría que recompensar a la compañía concesionaria con 80 millones de euros.
Otro tema que preocupa a la ciudadanía es el precio de la gasolina, pues el coche es obligado. Si no lo tienes, de inmediato te calificarán de perdulario o antisistema. Pues parece que quienes antaño seguían el ejemplo del humorista Pajares («A mí, el precio de la gasolina no me afecta, yo sigo poniendo las mil pelas de siempre») ya no van a las gasolineras, pues con el equivalente de esas mil pelas les pondrían menos de cuatro litros, que con el guinde habitual quedan en nada.
En este país la gasolina empezó la escalada en 1975 con la primera crisis del petróleo: subió a 24 pesetas litro; en 1979, ya estaba a 41 pesetas. Siguió subiendo en la década de los ochenta, bajó luego y, a principios de la década de 1990 saltó la barrera de las cien pesetas, como hará cinco años saltó la barrera del euro.
De todos modos, esos aumentos son poca cosa comparada con los que en esos años registró la vivienda. Tengo un ejemplo claro: A mediados de los años setenta, al periodista que aquí firma le ofrecieron un piso principal de 200 metros, con tribuna y balcones a la calle, en Rambla Catalunya con Diagonal por dos millones de pesetas (12.000 € al cambio) y no lo quiso porque le pareció caro. ¿Por qué se disparó tanto la construcción en las tres décadas siguientes? Algo subirían los materiales, algo subiría la mano de obra, pero hubo dos factores básicos: las campañas publicitarias para hacernos creer que sin un piso de propiedad eras un don nadie, obviando que quien en realidad compraba el piso era un banco y a ti te encadenaban con una hipoteca de por vida (para pagarlo, primero; para las reformas, después). Fue sobre todo cosa de la especulación de constructores e intermediarios y de la corrupción desbocada, instalada ya en todos los mecanismos del país.