Bousbir, el barrio rojo de Marruecos

Rabo de toro rojo, sesos de gallo, bilis de lobo. Pimienta, almizcle, jengibre y agua de uva. Aceite de almendra, sopa de marisco con guindilla y especias. El hachís como estimulante del sistema nervioso y prolongación de la erección. Estramonio, beleño, belladona y fósforo rojo. Alcachofas y espárragos. Apio, berro silvestre, salep, ajedrea y trufa perfumada. Azafrán, dátiles, zanahoria, miel y manzana. No olvidar la grasa de la chepa de camello como anticonceptivo.

De las colonias y de los artistas que pintaron el norte de África con tintes exóticos, hemos heredado una visión propia de fábulas y cuentos repletos de clichés, y con el colonialismo cultural, sin que resulte contradictorio, se ha potenciado el carácter extranjero y lejano de unas culturas tan cercanas. De los lienzos y de algunas obras escritas por autores que gozaron de una experiencia casi onírica y multisensorial, aten­diendo a sus emocionados escritos orientalistas, se revela una mirada erótica y de poder. En Casablanca, ambas expresiones se unieron con extrema evidencia durante décadas y de la jerarquía militar nació un experimento social que aglutinaría los deseos amorfos de las fuerzas «protectoras». En palabras de Jean-François Staszak, un triple binomio tuvo lugar en el barrio de Bousbir: turismo-colonización, turismo-sexualidad, colonización-sexualidad.
Aparentemente, Bousbir fue cons­truido para evitar la propagación de enfermedades de transmisión sexual (dícese de pro­teger a la población blanca y metropolitana de riesgos epidemiológicos), así como para ofrecer cierta calidad de vida a las trabajadoras sexuales (!). Casablanca, por entonces, era el cajón de sastre de la élite parisina donde poner a prueba nuevas transformaciones urbanas: la construcción en tiempo récord de un barrio temático, la acogida exprés de miles de turistas y el férreo control militar y policial de una parte importante de la población que provocaba «una contaminación moral y un grave malestar social», pero que a su vez era considerada como un «mal necesario», en palabras de Staszak.
El barrio, una nueva medina amurallada lejos del centro urbano, fue diseñado por Edmond Brion como un claro reflejo de un subjetivo decorado de Las mil y una noches y con una connotación cercana a la de un parque temático. La pequeña ciudad independiente «uno de estos pueblos artificiales que visitamos en algunas exposiciones»1 recibía diariamente la visita de unos mil quinientos turistas (además de militares y residentes en Casablanca o alrededores) llegados en cruceros atraídos por una campaña turística que garantizaba una experiencia y un «escenario poético» donde poder llevar a cabo relaciones «naturales y simples con las bellas mauresques».2 Más de novecientas mujeres marroquíes musulmanas y judías (se estima que a la anterior cifra habría que sumar medio centenar de trabajadoras europeas, así como destacar también a una decena de travestis [sic]) trabajaron en Bousbir en condiciones cercanas a la esclavitud, sin un salario fijo y obligadas a pagar todos los costes atribuidos a la residencia en la medina: alquiler, cuidados médicos, ropa, interrupción de embarazos… El barrio, con una sola puerta de entrada y salida (las trabajadoras podían salir una vez por semana, si disponían de una autorización policial), contaba con un cine, un teatro, un hamam, cabarés, restaurantes, cafés, tiendas de souvenirs, una comisaría y una pequeña prisión, además de un dispensario médico. «Riadas de extranjeros armados con sus kodaks»3 podían admirar la arquitectura pintoresca, disfrutar de conciertos de música oriental con bailarinas expertas en la danza del vientre, striptease o espectáculos pornográficos, así como de la compañía íntima de bellas mujeres con edades comprendidas entre los 12 y los 25 años. Al cliente autóctono (en su mayoría tiradores africanos miembros del Ejército colonial) solo se le permitía la compañía de las trabajadoras marroquíes durante un breve lapso de tiempo. Para las residentes, el barrio funcionaba como un campo de trabajo forzado en el que cada día se endeudaban más con la madama, que acordaba con las fuerzas del orden las diferentes tarifas; en cambio, para los visitantes se trataba de una ciudad má­gi­ca en la que podían disfrutar de un microcosmos comprimido en unas pocas postales, que mostrarían orgullosos una vez regresados a sus barrios occidentales.
Bousbir, considerado como «uno de los mejores ejemplos de colonización francesa», existió desde 1924 hasta 1955, un año antes de la independencia de Marruecos. Tres años después, en 1958, rebautizaron el barrio con el nombre de «Baladia» y este acogería entre sus muros a las Fuerzas Auxiliares del nuevo reino y a sus familiares. Además de borrar el nombre del barrio, también eliminaron los nombres de las calles que en su tiempo homenajeaban a algunas de las célebres trabajadoras de la medina. Entre el abandono de los fundadores y la intención de sepultar un pasado vergonzante, Bousbir ha pasado a un completo e interesado olvido, como ocurrió con las anónimas trabajadoras que fueron abandonadas a su suerte en un país visto desde fuera como exótico y erótico, pero de costumbres heteropatriarcales e hipermachistas.
Para completar la historia de Bousbir sería necesario recoger el testimonio de las mujeres que habitaron dentro de la medina. Conocer sus vivencias, escuchar sus relatos y transportarnos a sus luchas cotidianas, sus resistencias o estrategias de apoyo mutuo para subvertir y fracturar el orden en que se hallaban inmersas; recolectar para aprender y para devolverles el protagonismo en su historia. Pero fueron silenciadas entonces y después.
Hay apenas una decena de referencias de la época, fuera
de las guías turísticas, por lo que con el tiempo otro símbolo de dominación, quizás una de las mayores acciones vergonzosas del colonialismo exótico, quedará relegado a la desmemoria colectiva.


Notas:
1 Simone de Beauvoir, La Force de l’âge, Gallimard, París, 1960, p. 380. [Hay trad. cast.: La plenitud de la vida, DeBolsillo, Barcelona, 2006.]
2 Véase Benzaken, en bit.ly/3oxP9Nt.
3 L’Afrique du Nord illustrée, 29 de septiembre de 1934, p. 11, en bit.ly/3fiyutP.