De la Nicaragua sandinista a la dictadura de la familia

Muchos análisis sobre la situación en Nicaragua intentan desviar la opinión pública nacional e internacional al referir que los acontecimientos de abril de 2018 en Nicaragua respondieron a un golpe de Estado promovido por Estados Unidos, apoyado por la reacción interna de partidos de derecha. Ante esa aseveración, se hace indispensable reconocer las raíces profundas del autoritarismo y el poder sobre las que se sostiene la cultura nacional, y así profundizar la comprensión de una rebelión popular sostenida en una Nicaragua que responde aún a una herencia colonial.

Lejos de ser una segunda fase de la Revolución Popular Sandinista que se inició con su triunfo el 19 de julio de 1979, el ejercicio de gobierno del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), entre 2007 y 2020, ha replicado las estructuras de poder autoritario heredadas de la colonia, al desmantelar progresivamente el Estado de derecho y al erigir a la familia Ortega-Murillo como la entidad única de la que emanan el poder y la voluntad política. Esta forma de ejercer el poder se construyó como un largo proceso de desdemo­cratización de las estructuras del Frente Sandinista, desde la pérdida de las elecciones en 1990, que encontraron su anclaje en una cultura política caudillesca profundamente arraigada.

Eje cronológico

2007
Daniel Ortega es investido presidente y recupera el cargo que había perdido en las elecciones de 1990.

2011
Nueva victoria electoral del FSLN y nuevo mandato presidencial de Daniel
Ortega.

2013
Presentación del proyecto del Gran Canal Interoceánico e inicio del ciclo de movilizaciones campesinas.

2016
Aprobación de la ley de Aso­ciación público-privada para la provisión de infraestructuras y servicios públicos.

2017
Inicio del tercer
mandato consecutivo
de Daniel Ortega.

2018
Estallido de las revueltas
de abril.

Dictadura desde un gobierno familiar
Con el ejercicio de poder de la familia Ortega-Murillo, la sociedad nicaragüense tiene ya más de una década de enfrentar represión sistemática en los espacios públicos de participación: silencios impuestos a la opinión de disenso, imposición del pensamiento único, asesinatos extrajudiciales, persecución, secuestros, torturas, violaciones, criminalización de la protesta, asedios y encarcelamiento masivo de luchadores sociales. Esta represión es un reflejo de los mecanismos de control, obediencia y castigo practicados por esta familia mediante un modelo de crianza extrapolado al Gobierno. Es una autoridad familiar ejercida sobre todo por la matriarca, que desde la sombra del poder mesiánico del patriarca, ha construido su espacio personal. Ambos con una corresponsabilidad en sus abusos de poder, además de en el fomento de una cultura política caníbal.
Esta cultura caudillista familiar de los Ortega-Murillo prima la competencia sobre la colaboración y exige la entrega de la autonomía personal y colectiva para obtener su gracia. Exige aceptación de la violencia estatal como forma de castigo para corregir nuestros errores, ya que son ellos, y nadie más, los que saben lo que es mejor para el pueblo. Exige obediencia ciega ante cualquier decisión pues las decisiones divinas no se cuestionan, solo se cumplen; la libertad de conciencia es vista como desviación, como falta de disciplina grave que merece exclusión, estigmatización y aniquilación física. Exige subordinación de las agendas comunitarias a los intereses del poder. Exige admiración y divinización de sus actos, cualquier visión crítica es vista como herejía. Exige la aceptación sumisa de la ruptura del contrato social que ahora se ajusta a intereses sectarios. Exige el abandono de referentes históricos y posicionamientos éticos en función de sus intereses de poder. Exige la aceptación de un modelo familiar autoritario colonial en vez de un Estado de derecho: sus hijos, suegros, consuegros, yernos y nueras ocupan espacios públicos de toma de decisión con poderes traspasados. Presenta la unión sanguínea como forma de conservación del poder incuestionable alrededor de la familia. Es una confusión del quehacer familiar con el del Estado. Es una práctica feudal de la política.

La represión que terminó en crímenes de lesa humanidad
El ejercicio de poder público autoritario de la familia Ortega-Murillo llegó a su fin en la conciencia colectiva, reflejándose inicialmente en protestas masivas contra las reformas a la Seguridad Social —que daban una estocada a la economía familiar de pensionados—, y que posteriormente se convirtieron en una ola de repudio nacional que pasaba factura a todos los abusos y corrupción de la cúpula partidaria y de funcionarios de Estado durante más de una década. Alguno de los hitos que aceleraron la ruptura fueron: la degradación ambiental en la reserva biológica Indio Maíz, con incendios incontrolados y silenciados, la lucha del movimiento feminista para eliminar la mediación en la pareja cuando hay actos de violencia, y la defensa del territorio contra el proyecto del Gran Canal Interoceánico que comprendía la expropiación de tierras campesinas.
Ante el repudio de la población, la familia en el poder decidió mantener el control total del Estado y, junto con la policía y el Ejército, armaron a grupos paramilitares para sofocar las protestas ciudadanas, asesinando a más de trescientas personas entre abril y mayo de 2018. La mayoría eran jóvenes, y muchos nacidos en la década de los noventa, provenientes de familias que habían participado en la Revolución sandinista de la década de 1980. Esta matanza ha quedado grabada en la consciencia colectiva con la frase «Vamos con todo» emitida por Rosario Murillo para ejecutar la masacre, limpiar las calles de manifestantes y así sostener a su familia en el poder.
La población, en sinergia colectiva, puso límites a una cultura de alienación sectaria que también atomizó el pensamiento y la práctica de izquierdas en grupos que han sido perseguidos por generar conciencia crítica y contradecir al poder familiar despótico: educadoras, estudiantes, trabajadoras, teólogos de la liberación, movimientos campesinos, de la diversidad sexual, defensoras de los territorios, indígenas y feministas. Todas y todos marginados, perseguidas, encarcelados, torturadas, acallados o asesinadas. Aun con la narrativa gubernamental de un agresor externo —que en una sociedad fragmentada se vuelve un fantasma—, existe un consenso nacional: el hartazgo de diversos grupos sociales con demandas diferenciadas, pero con un objetivo común, estalló el 19 de abril de 2018. Esta acumulación de tensiones políticas por las humillaciones cotidianas, el acoso al tejido social organizado de forma autónoma y una represión sistemática de once años resultó en un movimiento de masas sin liderazgo ni conducción política.
Informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos1 y del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes,2 ambas dependencias de la Organización de Estados Americanos, recogen el testimonio colectivo de barrios y comunidades que apunta a los responsables de la masacre con un minucioso nivel de detalle y que ha sido sostenido en el tiempo por cada una de las familias y personas que presenciaron los hechos. Del mismo modo, madres de víctimas se organizaron en la Asociación Madres de Abril (AMA) para fortalecer la construcción colectiva de la verdad y presionar para conseguir acceso a la justicia, en un contexto de persecución y represión gubernamental que encarcela y tortura cualquier tipo de disenso, lo cual ha empujado al exilio forzado a más de cien mil nicaragüenses y aún mantiene en las cárceles de la dictadura a 103 presos políticos, según datos de la Organización de Personas Presas Políticas.

Madres contra la impunidad
La Asociación Madres de Abril sostiene una lucha para mantener en agenda nacional e internacional la crisis de derechos humanos del país, y para que esta no sea relegada por los pactos políticos que negocian sangre por poder. Entienden que la paz y la reconciliación emanan de los procesos de justicia y que a esta se accede por medio de pruebas y por la verdad pronunciada sobre los acontecimientos. La paz actual depende del avance genuino de este proceso. Barrios y comunidades continúan denunciando asesinatos, a pesar de que el Gobierno de Nicaragua utiliza sus armas para silenciar a la población.
En este sentido, el ejercicio de memoria es vital para no olvidar—organizando los datos y testimonios para poder acceder a la justicia en un futuro— y como medio para el duelo colectivo —compartiendo entre pares el dolor de la pérdida de familiares y generando un reconocimiento social sobre los hechos—. Es por ello que la AMA creó un museo virtual para las víctimas, que presenta los testimonios y pruebas sobre los crímenes de lesa humanidad cometidos por el régimen y es también una herramienta para la vivencia colectiva del duelo y un medio para la resistencia.3
La AMA sostiene una narrativa construida colectivamente para oponerse a la narrativa de impunidad de la dictadura Ortega-Murillo, que niega las víctimas, manipula a testigos y utiliza el aparato de justicia como arma política, creando escenarios judiciales sin garantías procesales que son armados en El Chipote, una cárcel utilizada para torturar a opositores en la época somocista, que hoy es utilizada por el FSLN para inventar hechos, montar cargos penales y poner testigos falsos.
La lucha por la memoria establece la verdad de los hechos, los vuelve denuncia pública, sana a la sociedad nicaragüense y coadyuva a evitar la venganza, porque pronunciar la verdad es establecer que tenemos un tormento compartido y mecanismos para superarlo de manera sana y conjunta.
La AMA pone sobre la mesa social la necesidad de la justicia transicional y sus cuatro ejes principales: verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. Y esto es lo que quiere evitar el régimen a toda costa, y para ello, persigue el ejercicio de memoria criminalizando a las familias que denuncian, asediándolas en los cementerios y vandalizando la tumba de las víctimas.
La memoria obtuvo un triunfo en la vecina El Salvador, que enjuició y condenó, treinta y un años después, a uno de los autores intelectuales de la masacre de los cinco jesuitas españoles, entre ellos el rector de la Universidad Centroamericana Ignacio Ellacuría, en noviembre de 1989.

LA HERENCIA COLONIAL AUTORITARIA
Después de la independencia de Centroamérica, Nicaragua asume más un modelo de organización social heredado de la experiencia colonial que el de un Estado nacional «moderno». El doctor en Ciencias Políticas Andrés Pérez Baltodano4 lo describe como un Estado de poder político personalista, arbitrario, que emula el accionar de los representantes de la Corona española, que aplicaban leyes y administraban los beneficios sociales con discrecionalidad y autoritarismo para organizar el espacio público. Una autoridad de caudillo, al erigirse este como intermediario del poder de un Dios arraigado y transmitido en el tiempo de la colonia por católicos del siglo xvi, un Dios que reparte castigos a la desobediencia y premios a quien se somete.
Esta forma de estructura social colonial a la que respondemos tuvo en la familia una de las entidades depositarias de sus valores autoritarios. En el artículo «Otro Dios es posible: Reflexiones desde Nicaragua sobre el cristianismo, el poder y las mujeres», la escritora María López Vigil identifica la familia como uno de los espacios más antidemocráticos de la sociedad nicaragüense, que alberga en su seno al Dios autoritario de la conquista.
La familia funciona como base organizativa del Estado, al ser esta misma quien ocupa los espacios laborales, empresariales y de gobierno: matrimonios, hijos y parientes en lugares de toma de decisión, primando nexos familiares para mantener el patrimonio y el ejercicio del poder autoritario. Así, la familia es quien educa a la sociedad en las formas de relación con otros, utilizando mecanismos históricos del poder.
La familia alberga en su seno la crianza violenta hacia hijos e hijas, violencia machista de padres a madres, matanza de mujeres, silencios impuestos a los y las vulnerables, violaciones físicas y psicológicas que mutilan, ejercicio rígido y violento del estatus y el rango, sometimiento, obediencia ciega sin crítica, cultura del congracio con el poder para ganar su favor, castigo autoritario, impunidad de quien comete excesos por su autoridad, respeto dado no construido, unión del amor al castigo físico y del amor al dolor. El aprendizaje profundo del ejemplo familiar en gran medida nos moldea la conducta, es donde aprendemos a someternos a autoridades incuestionables que emulan al «dios castigador»; donde aprendemos la forma de relacionarnos con nuestras parejas afectivas, de ser padres y madres, jefes, líderes, figuras de autoridad. Este poder autoritario aprendido desde la familia consciente o inconscientemente tiende a ser meta en la vida como camino de realización. Dominar, controlar, tener poder sobre otros, replicando así el rol y el sistema opresor al que fuimos sometidas como personas y que replicaremos en cada espacio en que nos encontremos como forma de liberación. Liberación a través de obtener poder para someter a otros y otras.

Ofensiva legal para silenciar a la oposición
Actualmente el país se encuentra sometido a un Estado policial que criminaliza cualquier tipo de protesta pública, asedia a personas excarceladas políticas, a sus familiares y, en un extremo fanático que termina en sátira, les prohíbe el uso público de la bandera nacional, sometiendo a comercios y ciudadanos comunes a los órganos de vigilancia barrial y comunitaria del régimen.
Las organizaciones opuestas a la dictadura que se preparan para pedir reformas electorales profundas, y para participar en los comicios de noviembre de 2021, también son criminalizadas por paramilitares y policías, que asedian cada reunión para intimidar a sus miembros, y los hogares opositores son estigmatizados por medio de marcas. En este contexto, esa estigmatización pública suele anteceder a los ataques físicos y, en casos extremos, al asesinato.
La última arremetida del régimen es la propuesta de tres leyes que tienen como principal objetivo silenciar y coaccionar a la oposición. La primera, denominada por el régimen como «ley de Regulación de Agentes Extranjeros», tiene como objetivo controlar los fondos de cooperación a organizaciones de base que luchan por los derechos humanos, sexuales y reproductivos, laborales, políticos y cívicos. Su primera víctima —previa aprobación por la Asamblea Nacional, también controlada por el Ejecutivo— fue el Movimiento María Elena Cuadra, que lucha por los derechos laborales de mujeres en el sector maquilero y que ha denunciado sistemáticamente la alianza público-privada entre el Gobierno y el empresariado para su explotación laboral.
La ley especial de Ciberdelitos, llamada popularmente como «ley Mordaza», también es rechazada por la población, ya que busca silenciar el testimonio colectivo comunitario y barrial que registra las violaciones a los derechos humanos a través de fotografías y vídeos expuestos en redes sociales como denuncia pública.
Y, por último, la ley de Crímenes de Odio busca instaurar la cadena perpetua como forma de intimidar a la oposición que denuncia los abusos del régimen. Esta ley es una forma de expiar su responsabilidad sobre la estimulación de la violencia poblacional, en una sociedad de posguerra que también tuvo expresiones no cívicas de protesta. Intenta esconder los crímenes de Estado detrás de la violencia cultural, obviando la institucionalización del asesinato, la mentira y la obstrucción de justicia como políticas de Estado y cooptando la narrativa sobre verdad y justicia.

¿Sobrevivirá el sandinismo?
Para muchas personas que nacimos en los ochenta, al calor de la Revolución popular sandinista con mamás, papás, tíos y tías vinculadas al proceso, el regreso al poder del FSLN en el 2007 fue una esperanza sobre la realización de un proyecto truncado por los errores de una guerra de agresión impuesta. Sin embargo, la historia se encargó de dar una dura lección a muchas generaciones, sobre todo a la nacida en la década de 1990, que fue la que puso la mayoría de muertos durante la masacre perpetrada en 2018 por el mismo partido político que, treinta y ocho años antes, había sido catalizador del proceso de liberación nacional de otra familia, la de Somoza.
El orteguismo es una expresión histórica cíclica, en la que un movimiento antimperialista y revolucionario como el sandinista involuciona nuevamente a la familia como núcleo de poder del Estado; es una expresión de la pérdida de sentido orgánico de un partido de masas que, al regresar al poder, hizo desaparecer los movimientos sociales. Y aquellos que aún están permitidos tienen una relación incestuosa con el poder.
El orteguismo convirtió el poder en un fin, que defiende desde lo metafísico, sin contestación ni dialéctica. Instrumentalizó a su militancia para asesinar a una generación joven, estudiante y obrera que puso límites a sus excesos de poder. El orteguismo representa a una generación vieja, cansada, enferma, anacrónica y sin relevos que respondan a las exigencias de los nuevos tiempos; no tiene posibilidad de entrañar un significado positivo en el imaginario de las nuevas generaciones, para quienes los colores, las consignas y la memoria histórica de la Revolución sandinista de 1979 significan sangre, dolor y muerte. La involución familiar orteguista y los crímenes de lesa humanidad que perpetuaron son errores históricos con los cuales acabaron asesinando a Sandino en cada barricada de cada barrio y comunidad.
A la población nicaragüense nos queda el reto de revisión de nuestras relaciones familiares, develando los mecanismos de poder que existen entre sus miembros y los efectos devastadores que generan en la sociedad. Superar el poder autoritario aprendido con Dios y su reproducción social desde las relaciones familiares, que han marcado profundamente la cultura y la acción social a lo largo de casi seis siglos. Queda el reto de la recuperación del Estado laico y de derecho, y la construcción de conciencias laicas. El reto también de dar acogida a los incipientes movimientos sociales que generan transformaciones sociales y nutren de sentido orgánico a la participación y movilización social. El reto de abandonar el pensamiento único, dando cabida a la diversidad de pensamientos de grupos sociales que generan conciencia crítica. El reto del fortalecimiento de la soberanía e independencia nacional desde el respeto a las autonomías individuales y colectivas. Queda, igualmente, el fomento de un pensamiento pluralista en la sociedad y el empoderamiento popular para la toma de decisiones. Por último, inevitablemente nos queda también el reto de eliminar una cultura «del poder por el poder» de herencia colonial, que nos dé la posibilidad de construir relaciones más democráticas desde el seno de cada espacio de socialización.


Notas:
1 Graves violaciones a los derechos humanos en el marco de las protestas sociales en Nicaragua. Véase bit.ly/2K4NTCt.
2 Informe sobre los hechos de violencia ocurridos entre el 18 de abril y el 30 de mayo de 2018. Véase bit.ly/2K9q10E.
3 AMA (Asociación de Madres de Abril) y Museo de la Memoria contra la Impunidad. Véase bit.ly/36E8VzB.
4 Véase Andrés Pérez Baltodano, Entre el Estado Conquistador y el Estado Nación: providencialismo, pensamiento político y estructuras de poder en el desarrollo histórico de Nicaragua, Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica, 2003.