El estrepitoso y sordo fracaso de la cárcel

Las instituciones son para el buen hacer de todas las personas y tienen que estar a su servicio. ¿Qué pasa cuando aquellas devienen inútiles para sus fines o se vuelven contrarias al objetivo para el que fueron creadas? Las cárceles son el mejor ejemplo. En ellas no solo no se cumplen los enunciados bajo los cuales fueron instituidas, sino que son los espa­cios más abominables de cualquier Estado. «Las instituciones penitenciarias tienen como fin primordial la reeducación y la reinserción social de los sentenciados»… Sabemos de la burla que implican estas y tantas otras palabras. Nadie sale mejorado de prisión, espacio de confinamiento y castigo, ámbito de reclusión y destrucción tanto del siquismo como del cuerpo de la persona privada de libertad.
El endurecimiento de las leyes corre parejo a la miserabilización del Estado y de su alto funcionariado; cuando este pregona la equidad de sus súbditos, la confusión buscada y propiciada no tiene límites; se supone que el sumo bienestar de unas minorías es lo mejor y lo único posible para la totalidad… ¿Quién puede dudar de la igualdad de la justicia? ¿Cómo desconfiar de la imparcialidad e integridad de quienes la imparten? ¿Y qué decir de la proporcionalidad de sus leyes? No hay delito sin ley y nuevas leyes crean nuevos de­litos…
Si queremos buscar el origen primero de tanto embuste, así como de tanta pobreza generada, tenemos que dirigirnos al concepto dogmático de «propiedad», axioma que, como tal, ni siquiera hay que demostrar. Evidentemente, jamás pudo ser demostrado. ¿Cómo puede alguien decir que un pedazo de la tierra, o de la naturaleza, es suyo y en exclusividad? ¿O que un producto extraído de sus profundidades le pertenece y será transmitido a sus herederos? Es tan seria esta creencia y posee tal arraigo cultural que su transgresión conlleva pena de cárcel, razón por la cual la mayor parte de personas reclusas en el Estado español lo son por delitos contra la propiedad.1 Voltaire expresaba ya en 1760:

… siendo de ordinario la estafa, el hurto y el robo, el crimen de los pobres, y habiendo sido hecha la ley por los ricos, ¿no pensáis que los gobiernos, que están en manos de los poderosos, deberían comenzar por destruir la mendicidad, en lugar de esperar la ocasión para ponerlos frente al verdugo? […] los jueces sean los primeros esclavos de la ley y no los árbitros.

La cárcel destruye a las personas, literalmente, las mata; se trata de un castigo con mucho más alto contenido vengativo que correctivo; con más dosis de escarmiento que de sanación. Los centros de reclusión han fracasado en su anunciado intento de regeneración y corrección de las personas presas y lo que hacen es vejarlas, humillarlas con el aislamiento, torturarlas por cualquier desplante; reducir su mundo sensorial a un submundo tenebroso y lóbrego; minan y devastan su autoes­tima hasta incapacitarlas para otra vida social. La mayoría de gente que pasa por allí reincide, no les cabe otro camino.
Es este uno de los fracasos más estrepitosos del sistema social, político y económico en el que estamos inmersas. No reeduca: ni se ponen los medios para ello, ni interesa proporcionarlos. Los muros o cercados electrificados de las cárceles no son solo para que no escapen las que están allí encerradas, sino para su aislamiento social y para que no veamos, quienes estamos fuera, la sordidez de lo que allí sucede: castigo, cruel­dad y sadismo. Y todo con impunidad.
Avalados por su vigencia, tras los más de 150 años transcurridos, el pensamiento y las consideraciones de tres mujeres sobre la cárcel pueden ayudarnos a reflexionar. Flora Tristán (1803-1844), «la Paria», precursora feminista y vanguardia de algunos de los postulados revolucionarios del siglo xix, tras la visita al interior de cinco de las cárceles londinenses y después de ver el trato que allí recibían las personas presas, exclamaba: «Dos cosas me admiran: la inteligencia de las bestias y la bestialidad de los hombres».
Concepción Arenal (1820-1893), jurista de talento excepcional, pasó su vida combatiendo mediante la crítica las instituciones penitenciarias. Desafió públicamente a los altos representantes de la justicia burguesa, preguntándoles qué clase de justicia impartían:

… en España roban, si no todos, muchos, muchísimos de los que tienen ocasión de robar, y roban, por regla general, impunemente; [el reo] ha oído, de pequeños, medianos y grandes, que improvisan fortunas apropiándose lo que no es suyo con viles manejos, y a veces terribles consecuencias; ha oído que gastan en un mes el haber de un año, y todavía hacen economías los que no tienen otra fortuna que su sueldo o asignación; ha oído que, si se obligara a justificar su riqueza a los ricos improvisados, raro sería el que podría hacer esta justificación […].

Y si bien existen personas críticas, como las antes citadas, que se mueven entre reuniones y libros, son más de fiar aquellas que armonizan su pensamiento con su actividad. Louise Michel (1830-1905), alma heroica de la Comuna de París en 1871, llevaría al límite esta cordura. A punto de ser una de las treinta mil víctimas fusiladas en la represión posterior a los hechos, fue encerrada en la cárcel de Auberive. Desde allí, de manera amartillada y rítmica, se dirigió a los masacradores de la Comuna:

Señores, han llegado las vacaciones; partid a vuestras propiedades, / el trigo estará bello este año, la sangre humana lo ha abonado. / Cazad, señores, la pólvora no os cuesta mucho, y es un juego de príncipes. / El animal de caza y el hijo del pueblo, todo es bueno para matarlo. / Divertíos, pero no olvidéis que recordamos. / ¡Id, rápido! Los muertos van rápido.

Deportada durante ocho años a Nueva Caledonia, a los siete años de destierro rechazó un indulto: solo regresaría si lo hacían también todas las personas confinadas y encarceladas. Tras su vuelta, su defensa de las causas sociales y sus enfrentamientos con la policía fueron incesantes. Pasó repetidamente por la cárcel y, desde la de Saint-Lazare, luchó y abogó por las prostitutas allí internadas.
En el Estado español, se prohibieron los grilletes y cadenas en las cárceles en 1931, debido a las leyes promovidas por la abogada Victoria Kent, mientras fue directora general de Prisiones durante la Segunda República. Sin embargo, hoy su uso —bajo el eufemismo de «sujeción mecánica»— se sigue aplicando en el régimen FIES (Fichero de Internos de Especial Seguimiento), en celdas de castigo y de aislamiento. ¿Hemos avanzado algo en este tema en los últimos tres siglos?