Patafísicas del Almirante

Imaginen: estamos en el año 2030. L’Ajuntament de Barcelona, gobernado por la izquierda revolucionaria e institucional de siempre, decide ceder a las presiones y organizar un concurso abierto de proyectos con el fin de valorar el destino inmediato del monumento a Colón situado en el Portal de la Pau. ¿Puede existir un desafío más patafísico?

Intervenir sobre un icono de la ciudad es un caramelo que excitaría las meninges del patafísico más lustroso, una invitación a comer en un restaurante de postín para paladares acostumbrados al menú de batalla. Pueden estar seguros de que el gremio descartaría las opciones más simples y claras, mantener la estatua intacta y sin modificaciones o derrumbarla en un aquelarre de júbilo iconoclasta, y se decantaría por la resignificación. Al fin y al cabo, es en ese terreno intermedio donde la patafísica podría exhibir su ingenio, hacer alarde de sus piruetas simbólicas, arrojar una nueva luz sobre el bronce desteñido del Descubridor.
Les propongo ese juego porque este patafísico se declara incapaz de rendir cuentas de sus observaciones. Descender por unas Ramblas prácticamente desiertas, con los caricaturistas abandonados como náufragos a su suerte mientras dormitan junto a los caballetes, alcanzar sin problemas el final de la Rambla —allí donde nos encontrábamos con la negra flor, pero sin éxito esta vez—, hasta pasear solitario entre los orgullosos leones que custo­dian al Almirante de la Mar Océana, o constatar que el acceso al ascensor del Consorci de Turisme de Barcelona que lleva a los pies de la estatua, presidido por un solitario grafiti de Black Lives Matter, está cerrado a cal y canto… tales actividades no dan para mucho más. La patafísica, a su manera, también sufre los embates de la pandemia.
Y, sin embargo, para escarnio de quien les escribe estas letras, hay que convenir que la nueva normalidad ha situado el monumento a Colón de nuevo en la melé de la ciudad, entre los debates abiertos. Quien creyera que la estatua del Descubridor, cuyo famoso dedo señala en dirección a quién sabe dónde, descansaba indiscutida en su pedestal desde que Antoni Fages i Ferrer y el alcalde Rius i Taulet decidiesen erigirla mediante suscripción popular, y en el contexto de la Exposición Universal de 1888, se equivocaba. Tal vez suene pretencioso decir que Colón está tambaleándose en lo alto de su columna, pero lo cierto es que ha aumentado el riesgo de que resbale del orbe sobre el que se asienta y se pegue un castañazo. La controversia que este último año ha suscitado ese mamotreto captura el espíritu del momento; como señalaba hace poco Enzo Traverso —un ilustre patafísico—, ante un futuro tan incierto como el nuestro, en el que toda planificación se antoja inútil, las luchas identitarias articuladas en torno a memorias disputadas, a patrimonios contestados o revindicados desde posiciones distintas, parecen ser el único terreno en que hoy día puede dirimirse el conflicto de clase, raza y género que atraviesa el cuerpo social. Convertimos el pasado en campo de batalla y nos peleamos por Colón y su legado porque —y alguien tenía que decirlo— resulta casi imposible concebir esperanzas de que el futuro pueda ser mejor que nuestro sombrío presente.
El caso es que el Almirante es últimamente objeto de diversas apropiaciones e impugnaciones, y no me refiero a las gaviotas que se posan sobre su noble testa o defecan sobre el dedito acusador del navegante, ni tampoco a las exóticas reivindicaciones de historiadores que postulan la catalanidad de Colón y hacen de él una metáfora de la conspiración urdida por Castilla para ocultar el protagonismo catalán en «la Conquista». La pasión que desata la figura de Colom entre los nacionalistas conspiranoicos me obliga, por cierto, a invocar en este punto al sumo sacerdote de la patafísica, Groucho, cuando recordaba que nunca formaría parte de un club que le admitiese como socio; entestarse en la catalanidad de Colón cuando este comienza a ser un apestado no es, diría, contar con la mejor baza en una ronda de póker. No, en realidad estoy hablando del mar de fondo que ha comenzado a sacudir los cimientos de la fortaleza europea, blanca, masculina, cristiana y civilizada, y que ha puesto al descubierto, al menos para una parte del gran público, algunas de nuestras vergüenzas. El asesinato, a manos de la policía, de George Floyd en Mineápolis el 25 de mayo de 2020 desencadenó una oleada de indignación que sirvió para que cientos de colectivos antirracistas del mundo entero denunciasen la vigencia del racismo como forma habitual de gobierno y represión sobre los colectivos minorizados en lugares como Estados Unidos o Europa. Ahora bien, y esa es tal vez la novedad, esa movilización global contra el racismo no se limitó a efectuar acusa­ciones más o menos retóricas sobre el racismo institucional en los cuerpos de seguridad, sino que esta vez mostró voluntad didáctica y sentido táctico. Esos colectivos escogieron objetivos precisos, hitos de la memoria de antiguas metrópolis coloniales, a saber, una auténtica galería de prohombres ilustres que presiden plazas y calles, para poner de manifiesto hasta qué punto los valores de los que tanto presume la Europa ilustrada se edificaron sobre montañas de cadáveres nada edificantes. Esa bestia inmunda que fue la aventura colonial dejó a su paso un penetrante olor a podrido, y solo hay que olisquear su rastro entre el paisaje urbano de nuestros pueblos y ciudades, en el nomenclátor, el arte público o el patrimonio arquitectónico, para cerciorarse de que se trata de un capítulo de nuestra historia reciente que (casi) todo el mundo parece empeñado en olvidar, por decreto si es necesario. En esas condiciones, es obvio que el Descubridor de América —con él empezó todo—, tan significado en el merchandising de Barcelona, se haya convertido en el objeto de deseo de los colectivos antirracistas, y que la estatua de Colón se encuentre en pleno teatro de una guerra por los símbolos que no ha hecho más que empezar.
Pero el caso es que el movimiento Black Lives Matter no fue el único que pareció interesarse durante el pasado año por el porvenir de la escultura instalada en el Portal de la Pau. Entre el 2 y el 7 de junio de 2020, apenas unos días después de que hubiera vencido la última fase del primer confinamiento general, confluyeron dos iniciativas en torno a la nueva visibilidad adquirida por la estatua del Almirante. Acaso como respuesta a la rueda de prensa organizada días antes por la CUP al pie de Colón, en la que solicitaban que la escultura dejase de ser considerada un «icono» de la ciudad e instaban a su retirada, VOX convocó un acto de homenaje y de protección de la estatua «contra las amenazas del vandalismo progre, terrorista y antifa». Los vándalos, ese simpático pueblo germánico al que todo el mundo invoca para calumniar a sus enemigos, siempre en el punto de mira. Los manifestantes, algo más de un centenar, envolvieron la base del monumento con una larga bandera de España, supongo que en pos de una profilaxis mística que pudiera preservar a Colón de sus detractores extranjeros, separatistas y sindioses. Más o menos a la misma hora, el colectivo El Barri Resisteix había convocado una contramanifestación en las cercanías del monumento, según parece sin que llegase la sangre al río. Esa misma noche, una concentración del mismo colectivo aventó por las redes sociales un pequeño incendio prendido al pie del monumento, bajo el título, tal vez algo grandilocuente a tenor del tamaño de las llamas, de «Quemando la estatua de Colón».
Imagino que eran tantas las profanaciones sufridas por el icono en los últimos tiempos que, nuevamente VOX, pero esta vez con la inestimable colaboración de Falange y otras organizaciones tan cristianas y civilizadas como ella, preparó un acto de desagravio el pasado 12 de octubre, Día de la Raza o de su eufemismo, la Hispanidad, que incluía una ofrenda floral a la Virgen del Pilar, y en la que se corearon consignas tan cristianas y civilizadas como «Viva Hitler» o «Moros no, España no es un zoo». España no será un zoo, pero no me negarán que los ochos leones de hierro forjado que flanquean al Almirante no son la única especie exótica que últimamente se ha visto merodear por el Portal de la Pau. Eso puede deberse a que somos animales de costumbres: quienes concibieron el homenaje a Cristóbal Colón ya querían, sin duda, enfatizar la unión sagrada entre el genio hispano —y catalán: de ahí las alusiones a figuras como el Capità Margarit, Jaume Ferrer de Blanes o Fra Bernat Boïl en el conjunto escultórico del monumento— y la epopeya de la Conquista de América, subrayar la obra evangelizadora de la cristiandad y, de paso, mostrar la disposición de la próspera burguesía comercial de la ciudad a em­prender nuevas aventuras. No parece casual que la Fiesta Nacional de España se celebrase por vez primera en 1892, a iniciativa del presidente Cánovas del Castillo, solo cuatro años después de que fuera inaugurado el monumento barcelonés, con sus grandes medallones dedicados, entre otros, a Isabel y Fernando, tanto monta, monta tanto. En este sentido, VOX no hace otra cosa que estirar de un hilo trenzado en el momento de la fundición de la estatua. Eso significa, estimadas lectoras y lectores, que el discurso movilizador de VOX entronca directamente, sin grandes cambios, con el del siglo xix.


¿Cómo renovar, pues de eso se trata al fin y al cabo, los mensajes que el monumento comunica, las asociaciones de ideas que sugiere, el sesgo de los recuerdos que nos invita a compartir? ¿Cómo presentar a un flamante Colón del siglo xxi ante el pueblo? Ese sería, ahí es nada, el fin perseguido por nuestro concurso internacional. Para empezar, podría proponerse una solución expeditiva, ya probada con éxito en Caracas en el año 2004 con su propia estatua de Colón, a saber, colgar de una soga al Almirante y exhibirlo de esa guisa, como el extraño fruto que cantara Billie Holiday. Se trataría aquí de una forma retrospectiva de linchamiento, un acto de reparación histórica que consistiría en pagar al padre fundador con la misma moneda que sus seguidores utilizaron con ejemplar constancia. Otra alternativa barajada alentaría un trasunto de la castración mediante el seccionamiento del dedo de marras, zanjando con ello el enigma de la dirección hacia la que apunta el navegante. Así, de un solo tajo, pasaríamos cuentas con el colonialismo patriarcal y mutilaríamos ese dedo insidioso que siempre está ahí, señalando quién sabe qué. En cuanto a la cuestión de dónde meter el dedo sobrante, en fin, lo dejo a la imaginación de quien lee.
De hecho, como pueden constatar ustedes mismas, resulta difícil imaginar intervenciones en la estatua que no pasen por la mortificación de su protagonista. Otra solución, alejada esta vez de la tentación de la tortura, pasaría por colocar un gigantesco rodamiento justo por encima de la semiesfera en la que se apoya la efigie de Colón, con la suficiente sensibilidad como para que ese cachivache de bronce se me­­ciera como una veleta ante la corriente. Lograríamos de este modo matar dos pájaros de un tiro: darle algo de swing a una escultura fría y aburrida y aportar una utilidad inesperada a un conjunto escultórico sumido en una galopante crisis de sentido. Y, en homenaje a la patafísica amante de los guiños históricos, convencida de que la justicia si no es poética, no es justicia, podría proponerse un nuevo robo de los bajorelieves que, en el primer cuerpo del monumento, ilustran escenas de la vida de Colón. Un gesto de imitación, porque las escenas originales, de Antoni Vilanova y Josep Llimona, desaparecieron, según parece, al poco de la inauguración de la estatua, y las actuales datan de 1929. La idea sería hacer llegar esos relieves a alguna institución especializada en la custodia contra viento y marea de patrimonios ajenos, como el British Museum, y emplazar al Ajuntament de Barcelona a reclamar una devolución que podría aplazarse durante décadas. ¿Recuerdan la fábula del cazador cazado?
Estas no son más que cuatro ideas atropelladas. Quien escribe estas líneas está convencido de que el genio patafísico saldría sin duda a relucir con más elocuencia a medida que se acumulasen nuevas propuestas. Ahora bien, con concurso creativo o sin él, lo cierto es que no creo que pueda demorarse por más tiempo una respuesta clara, una decisión sobre el futuro de una estatua que amenaza en convertirse en el chivo expiatorio de tensiones sociales irresueltas. Ahora que en la calle coinciden las luchas antirracistas globales con los discursos racistas cada vez más naturalizados, es factible que el monumento a Colón se convierta en un campo de batalla periódico, con su parte de bajas y sus daños colaterales, una especie de escenario en el que ritualizar el conflicto hasta volverlo endémico, como antaño ocurrió en Canaletes y recientemente, en cierto modo, en Urquinaona. A menos que deseemos instalarnos en un ciclo inestable de afrentas y desagravios que tomen al Almirante como sparring de cabecera, será mejor que abandonemos nuestra indiferencia habitual y pensemos entre todas qué hacer con esa estatua con la que siempre tropezamos cuando alcanzamos el final de la Rambla… y también con todo lo que ella representa.