Desmontando relatos a través del cine: El año del descubrimiento

A muchas nos sorprendió que, este año, el Goya al Mejor Documental fuese a parar no solo a las manos de un director murciano, sino además a una película política que relata la quema de la Asamblea Regional de Cartagena en 1992 en el contexto de la lucha obrera por el cierre de la industria de la ciudad, un acontecimiento tan impactante como desconocido incluso entre las y los murcianos.

Para un documental que tiene una duración de doscientos minutos y en el que priman las voces de sindicalistas dentro del elenco de las protagonistas, lo esperado en este país hubiera sido que quedara relegado a pequeñas salas, centros sociales y culturales y circuitos al margen de los grandes cines, pero no ha sido así y, en lo personal, celebro tan grata noticia.

Y es que El año del descubrimiento es mucho más que un documental sobre memoria sindical reciente en la ciudad de Cartagena. El paro, la marginalidad, las drogas, las enfermedades mentales, los convenios laborales, la contaminación, la brecha salarial, la delincuencia, los idiomas del Estado en la educación pública, los nacionalismos, los medios de comunicación, las crisis económicas, las desigualdades… En la película dirigida por el joven cineasta Luis López Carrasco (Murcia, 1981), todos estos temas y algunos más se ponen sobre la mesa; literalmente, la de un bar de la ciudad llamado «La Tana», entre cigarrillos, aperitivos con cervezas y licores y bajo un formato técnico audiovisual sin precedentes dentro del cine documental español: el de la pantalla partida en dos.

A veces, son jóvenes quienes discuten sobre sus condiciones laborales o proyectan sus sueños en común; en otras ocasiones, mujeres que recuerdan años pasados teñidos con sangre, hambre y el horror de la guerra y sus posteriores cuarenta años de vil dictadura; también aparecen hombres machacados por el trabajo que cuentan que ya no aspiran a nada más que a poder vivir tranquilos el resto de sus días; o señoras que sirven los platos a su gente en el bar en que trabajan para disfrutar de una comida en familia sin comentario político alguno, como si la prohibición de hablar de cuestiones sociales en la mesa, con el tiempo, se hubiera asentado como simple cotidianeidad.

Pero el trasfondo de las escenas y de las conversaciones va acercando al espectador de forma muy sutil al contexto de aquel 3 de febrero de 1992. Las imágenes de archivo del día en que ardió el parlamento regional, los fragmentos de memorias de quienes estaban presentes y las conversaciones de quienes muestran su realidad en el presente van mezclándose con los testimonios de quienes vivieron en sus propias carnes la lucha y la represión de aquellas huelgas y manifestaciones de principios de los noventa, como si no existiese tanta diferencia entre el contexto social y político de hace treinta años y el actual. Técnicamente, grabar el documental con equipos con los que se filmaba en la década de 1990, el tratamiento de la imagen, la elección de parte de la escenografía (un bar mítico de la ciudad con los protagonistas fumando), la decisión de meter archivos sonoros de las manifestaciones de aquel 1992 de fondo, mientras la gente hace sus tareas cotidianas, o la misma banda sonora certifican y apoyan esta hipótesis que premeditadamente nos lanza el director.

Las conversaciones son dinámicas y se cruzan, no solo entre las personas que están juntas y sentadas a la mesa, sino también con las escenas anteriores y posteriores, llevando al espectador a una suerte de charla continuada, con planos tan directos sobre las caras de sus protagonistas que resultan casi familiares, en los que poder reflejarse fácilmente. Son tan reales y cercanas que te hacen sentir partícipe de la conversación; de hecho, cuando fui a ver la peli al cine, se escuchaban comentarios de varias espectadoras dirigidos a la pantalla.

Esta película es también un diálogo entre distintas generaciones, tanto a través de las reflexiones de sus protagonistas sobre las diferencias sociales de hace treinta años y las actuales como también de las memorias de las más mayores y de la juventud sobre lo que sus padres, madres, abuelos y abuelas vivieron en la Cartagena de la Guerra Civil. Esta fue la última ciudad en caer en manos del fascismo y el último puerto defendido por el Ejército republicano y soportó el peso de la represión durante la dictadura en forma de venganza, dado el significado que para el franquismo tuvo su resistencia durante la contienda (aún con todo ya perdido, el 31 de marzo de 1939, vecinos y vecinas de Cartagena se enfrentaron armadas a los golpistas que entraban pensando que la ciudad ya se había rendido). Los reproches generacionales van y vienen en una y otra dirección, plagados de contradicciones —como la vida misma— y de dificultades para comparar contextos y sacar conclusiones sobre cuándo se vivía mejor, quiénes han luchado más o en qué contextos las personas han tenido más facilidad para cambiar las cosas.

Al igual que las hermanas Cecilia y José Juan Bartolomé hicieron en sus documentales Después de… (1979) o Jaume García en Los jóvenes del barrio (1982) con el mito de la Transición, y en la línea de Los lunes al sol (2002) o las letras de las canciones de Hechos contra el Decoro o Los Chichos, El año del descubrimiento ha llegado para desmontar la farsa del progreso, la modernización, el desarrollo cultural y el avance económico del Estado español tras la entrada en la Unión Europea. El año de los Juegos Olímpicos de Barcelona y de la Expo Universal de Sevilla, tras una década de gobiernos del PSOE es, antes que nada, un año más en que los problemas reales de las personas de las clases trabajadoras no solo no mejoraron, sino que empeoraron en muchísimos lugares y contextos.

Podría decirse que El año del descubrimiento es un documental sobre sindicalismo o, como lo ha definido algún otro medio, «es la peli de la clase obrera», pero quizá tal definición se quede corta. Me inclino más por afirmar que se trata de un film sobre memorias de la ciudad de Cartagena, porque la memoria es presente en continuo dinamismo y diálogo con el pasado, un arma cargada de intenciones para el cambio, para el futuro. La quema de un parlamento regional es el epicentro del documental, la excusa perfecta para hablar de todo lo demás, un suceso histórico silenciado intencionadamente tanto por las autoridades regionales como incluso por la historiografía más académica, exceptuando los trabajos de algún historiador local. Es el símbolo final de todo un proceso de reconversión industrial iniciado años antes con el PSOE en el Gobierno estatal y sufrido por otras ciudades con anterioridad a la de Cartagena en este territorio. Un país que Europa y sus tratados económicos pretendían que sirviera como lugar de vacaciones para ciudadanos de otros países del entorno. Y así ha acabado sucediendo.

De hecho, las palabras de Raúl Liarte, guionista del documental, son muy elocuentes; en una entrevista dijo que «la peli es la potencia de la gente de la ciudad». No puedo estar más de acuerdo con esa afirmación. Esa potencia puede hacer arder parlamentos.