Era el 16 de febrero de 1823 cuando un grupo de mujeres «ninfas y matronas» uniformadas, en medio de una gran algarabía y acompañadas por la música de la banda del batallón de jóvenes, ofrecían a quienes se paseaban por la Rambla de Barcelona un insólito espectáculo. Tirando de cuerdas, arrastraban un pesado cañón sacado de las Atarazanas, que conducían hacia el fortín de Canaletas. Esta era una de las acciones que seguían a la jornada iniciada por el discurso del primer alcalde constitucional, Ramón María Salas, quien había animado a los «avitantes [sic] de Barcelona » diciendo que «se prinsipiaba [sic] a fortificar las murallas y todos a la vez dieron el “viva a la constitución” ».1 Aquel fue un día memorable —así lo corrobora el cronista que citamos, y la numerosa prensa que había florecido durante el trienio liberal, después de la prohibición impuesta por la restauración de la monarquía absolutista de Fernando VII—, en que las milicianas ayudaron también a servir más de mil cuatrocientos platos, sobre mesas dispuestas en la Rambla, para los menesterosos de la ciudad empobrecida por la reciente epidemia de fiebre amarilla, por las guerras sucesivas y amenazada por el sitio de las tropas francesas de los Cien Mil Hijos de San Luis.
Pero ese 16 de febrero sería el preludio de una derrota que restablecería en el trono al «rey felón», gracias a sus maquinaciones y sus alianzas. Así, los tres años de pretendida monarquía constitucional estaban a punto de agotar sus días bajo el fuego de los batallones franceses. Estos habían sido enviados en nombre de la Santa Alianza en ayuda del pariente Borbón, que merodeaba ya las cercanías de Barcelona, provocando varios enfrentamientos con las milicias locales. Pero aquel día, aún las «señoras milicianas » ignoraban el futuro, y entusiastas y dueñas, quizá por primera vez, de un espacio en la vida política de la ciudad, se esforzaban por extender su conquista, más allá de lo que la férrea dominación patriarcal y las nuevas leyes constitucionales les concedían. Se armaban no solo para defender la ciudad de la invasión extranjera, sino también para mantener esa nueva y necesaria visibilidad apenas lograda. Ya en Cádiz y en Madrid habían expresado su deseo de asistir a los debates de las Cortes, en las tribunas habilitadas para el público, algo denegado y que algunas lograron vistiéndose de hombres, tal como haría veinte años más tarde Concepción Arenal para concurrir a las clases de la Facultad de Derecho. Esta demanda pareció escandalosa para muchos de aquellos patriotas que llenaban sus discursos mentando la libertad y los derechos del hombre; pero, eso sí, solo del hombre. Sin embargo, hubo quienes, formando parte del ala más radical del liberalismo, apoyaron las demandas de las mujeres. En el año 1822, aparecía un escrito titulado «La Congresa española, restablecimiento de la libertad y la prosperidad de España», de Antonio Solana. En este panfleto, el autor discurría sobre los beneficios que un gobierno solo femenino acarrearía a España, basándose en las virtudes que caracterizaban a las mujeres, tales como la sensibilidad y la ternura, que impregnarían todas las decisiones que concernieran al manejo del Estado. También señalaba el injusto aislamiento y las consecuentes cargas a las que estas estaban sometidas, y las capacidades que podrían desarrollar si así no fuera. Y, aludiendo a toda una genealogía histórica femenina ejemplarizante, se preguntaba si la prohibición de asistir a los debates no era acaso una manera de hacer que «no instruyéndose de sus derechos, no puedan jamás reclamarlos ni gozarlos».2
Aquellas mujeres milicianas ¿eran conocedoras de este discurso?, ¿con su acción estaban llevando a la calle el poder que, históricamente, se les había negado, defendiendo unas libertades que exigían también para ellas? Es probable que de ello se discutiera en la recién fundada Tertulia Patriótica de Lacy, en la que participaban catorce mujeres, entre ellas la francesa Emilia Duguermeur, viuda del general Lacy, el militar liberal recientemente elevado a los altares como héroe del constitucionalismo. La viuda era, a su vez, la cabeza visible de aquel batallón de mujeres milicianas, que se reunían en sus habitaciones de la calle de Escudellers, 7. Allí cosían sus propios uniformes y los capotes para las milicias locales. Ellas, enarbolando picas y cuchillos en la cintura, pretendían participar activamente en la defensa de Barcelona, no solo como costureras, constructoras de cómodas literas para recoger a los heridos o enfermeras en la retaguardia. El escándalo ante la osadía de desfilar armadas despertó la inquietud en las filas del propio liberalismo, y las repuso a «su lugar» de féminas angelicales. Aunque Emilia Duguermeur, Teresa Rovira i Eroles —que más tarde sería la compañera y madre de los hijos de Ramón Xaudaró, uno de los fundadores del republicanismo federalista—, y quizá también algunas más de las ochenta mujeres que se ofrecieron para coser uniformes, habían dado ya, y seguirían dando, muestras de un irrenunciable activismo. Siendo que, en los avatares de sus vidas privadas, habían comprendido que ellas, como mujeres, se debían a una doble batalla: la de su dignidad y reivindicación de sus derechos en el seno de sus propias familias, tal era el caso de la viuda de Lacy; y otra, en el espacio público, donde las leyes de los estados las ignoraban como seres humanos.
Notas:
1. Crispín i Vallès: «Memorias de Barcelona y otras partes», Arxiu Històric de la Ciutat de Barcelona, Manuscritos Ms. A – n.º 112.
2. Al respecto, véase Jordi Roca Vernet: Emilia Duguermeur viuda de Lacy, un liderazgo femenino en el liberalismo español, en bit.ly/3old3wI. Para más información sobre el papel de las mujeres en los inicios de la revolución liberal (1808-1823), véanse los trabajos de Elena Fernández García, Irene Castells y Gloria Espigado, entre otras.