¿Pensabas que vivías en una democracia plena? ¿Que tenías garantizados tus derechos como ciudadana europea en un país moderno y avanzado? ¿Que la Constitución Española te protegía de posibles vulneraciones a tus libertades individuales? ¿Que te podías levantar de buena mañana y poner tus pensamientos en un tuit, así, como si nada? Pues no quiero aguarte más la fiesta, pero me temo que no… Y si, además, te dedicas a alguna actividad cultural o musical, deberás tener mucho cuidado al elegir cómo hablas y tratas determinados temas, ya que la caterva de dinosaurios que rige el poder judicial en este país vigila que no traspases determinadas rayas.
El encarcelamiento, el 16 de febrero de 2021, del rapper y escritor lleidatà Pablo Hasél, por ejercer libremente su derecho a opinar y a pensar de forma crítica, ha sentado como una bofetada a todas aquellas que pensaban que vivían en un auténtico Estado de derecho. Pero la triste realidad es que el Estado español es deficitario en muchos aspectos democráticos, y en cuanto a libertad de expresión, ahora puede presumir de ser el primer país de la Unión Europea que ha encarcelado a un rapper por sus letras, con la excusa de aplicar medidas antiterroristas que equiparan al Estado español con otros tan retrógrados como él, como podría ser el caso de Turquía, Bangladesh o Yemen.
Las letras políticamente incorrectas, el contenido explícito, una mera postura de confrontación a lo socialmente establecido o formular alternativas al pensamiento general (o único) siempre han caracterizado a los movimientos contraculturales y artísticos en general, y a las escenas subterráneas y emergentes de diferentes estilos musicales, en particular. El piel-finismo que domina las sociedades occidentales no transige con formas de arte que se salgan del control de lo «políticamente correcto», en total connivencia con el «blanqueo» a que se someten luego en las redes sociales.
Y el caso de Pablo Hasél no es más que la consecuencia de arrastrar, más de cuarenta años después, los residuos tóxicos y peligrosos de la dictadura franquista y sus herederos. Ya lo decían los bilbaínos M.C.D. (acrónimo de «Me Cago en Dios») en 1987, de forma repetitiva en su hit «No hay libertad de expresión», que, por cierto, era una versión del tema «Steppin’ Stone», de The Monkees, que también habían versionado previamente The Sex Pistols. Y como ellos, en los años del punk ibérico y el rock radical vasco, fueron muchos los grupos que levantaron llagas con sus letras, siempre jugando al límite y más allá de lo establecido. Último Resorte, Eskorbuto, La Banda Trapera del Río, RIP, GRB, La Polla Records, HHH, Kortatu, Cicatriz o Tijuana in Blue, entre muchos otros, parieron letras que hoy, visto como está el panorama, irían directas a un juzgado. Pero, a pesar de su explicitud y de su amplio abanico de temáticas, siempre eran motivo de persecución las letras que criticaban a la monarquía, y las que se posicionaban o tomaban partido en el llamado «conflicto vasco».
En la década de 1990, y con la explosión del hip hop en barrios de todo el planeta, los artistas de rap emergentes de la escena española, dan rienda suelta a sus líricas explícitas y más libres, que incluyen frecuentemente rimas muy críticas con la situación política del momento, el deseo de acabar con la monarquía de cualquier manera, los abusos de la policía y el futuro poco prometedor. Revisa tracks como «A políticos guarros barro», de Psicohiphopatas, «España es una puta», de Pacto Entre Castellanos, o «Mierda» de Kase.O, y te harás una idea de ello. Mientras tanto, Fermín Muguruza, con sus diferentes proyectos musicales, o Soziedad Alkoholika, veían censurados sus directos en muchas ciudades del país.
Fuera de nuestras fronteras, en Europa, fue muy sonado el caso del grupo de rap La Rumeur, quien sufrió una persecución mediática y judicial que duró ocho largos años, cuando en 2002 Nicolas Sarkozy era ministro del Interior y a causa de letras que, según él, difamaban a los cuerpos policiales —valga aclarar que la policía francesa es líder en la Unión Europea en cuanto a prácticas agresivas y asesinatos derivados de intervenciones policiales y que, en la mayoría de ocasiones, conllevan connotaciones claramente racistas—. Durante los 2000, el sello Aggro Berlin en Alemania estuvo en el punto de mira de la censura en su país por las explícitas e incómodas letras de rappers como Bushido, B-Tigh, Fler o Sido, cargadas de contenido extremo.
Pero volviendo al lugar y momento actual, el inaceptable ingreso en prisión de Hasél no es más que la punta de un problema estructural en el Estado español que está lejos de solucionarse y que ha intentado llevarse por delante a artistas en ámbitos culturales diversos como: el joven colectivo de rap La Insurgencia, el rapper mallorquí Valtonyc, o la larga pugna judicial de César Strawberry (cantante de Def Con Dos); los recurrentes secuestros de portadas de la revista satírica El Jueves, o los problemas de la revista Mongolia por el fotomontaje de un conocido torero; el secuestro del libro Fariña, de Nacho Carretero; la persecución a diferentes periodistas cubriendo noticias sobre temas candentes, como la Corona, la inmigración o los desahucios; la polémica por la proyección en el Festival de Sitges de 2010 de A Serbian Film, con el director del festival imputado, y la posterior censura, por orden judicial, de su proyección en la Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián; o la delirante epopeya judicial de la conocida como «Gran Procesión del Santo Chumino Rebelde », realizada durante el 8 de marzo en 2013 en Málaga, y denunciada por la Asociación de Abogados Cristianos. Estos son algunos de los múltiples casos de vulneración de derechos fundamentales relacionados con el ejercicio de la libre expresión que se han dado en suelo del Estado español en los últimos años.
No es cuestión de entrar en pánico, pero ir, no vamos bien en este ámbito. Además, estamos en un momento en el que contrastan estas vulneraciones con el trato amablemente obsceno que se da en los medios de comunicación comerciales a los discursos populistas y de partidos de ultraderecha, como si fueran «uno más» del espectro político. En fin, que toca armarse de nuevo hasta los dientes y no dejar pasar ni una.