Se cumplen ciento diez años de los impactantes hechos ocurridos en 1909, cuando a mediados del mes de julio, el gobierno conservador del liberal Antonio Maura decretó la movilización y embarque urgente de reservistas, es decir, de civiles que ya habían cumplido el servicio militar y de nuevo eran desplazados para combatir en Marruecos a fin de defender territorios e intereses de una élite catalana y española.
Muchos de aquellos soldados ya estaban casados, tenían hijos e hijas y constituían, si no el único, el principal soporte económico de la familia. No irían quienes pagando 6.000 reales quedaban eximidos, cantidad que sobrepasaba todo lo que ganaba durante un año un trabajador o dos años una trabajadora. Los hechos desencadenaron una auténtica insurrección que generó multitud de manifestaciones, tumultos y, finalmente, una huelga general en la que fueron incendiados decenas de con ven tos, iglesias y propiedades eclesiásticas. Los enfrentamientos con el Ejército fueron sangrantes, murieron un centenar de personas, muchas en las 270 barricadas levantadas.
Alentando y sosteniendo la lucha sin desfallecer, las mujeres tuvieron un papel crucial. José Comaposada, de oficio zapatero y socialista por convicción, escribió tras la revuelta:
Ellas fueron el alma del movimiento. Sin ellas no se hubiese exteriorizado la protesta ni hubiese ocurrido nada. […] Aunque no es esta la primera vez que las mujeres toman una parte activa en el movimiento revolucionario, importa consignar que en ninguna de las revoluciones habidas hasta hoy realizaron un papel tan importantísimo.
¿Fue organizado aquel movimiento de masas? ¿Hubo acuerdo de partidos? ¿Había una dirección?Lo que había eran objetivos. Fue la espontaneidad reprimida durante siglos que se desató frente a tanto despotismo. La revuelta no fue dirigida por partido alguno; en todo caso y de manera apresurada, algunos dirigentes decidieron apoyarla una vez aquella se había iniciado. Fue un estallido unánime en diversas poblaciones catalanas contra el Gobierno, el Ejército y la Iglesia.
La milicia fue la encargada de custodiar, a costa de su vida, los intereses de la nación que, en realidad, no eran otra cosa que yacimientos minerales en el Rif, los cuales devendrían inmensas fortunas en los años siguientes. Se invocó la salvaguarda del mito de la patria; llamar «patria» a los bienes de un puñado de propietarios de élite es algo que genera suma confusión, pero que, además, haya que defender estos bienes como patrimonio —término derivado de «patria»— es insultante. Cuando los intereses de esta «patria» están en peligro, hay que «sacrificarse» y actuar.
Y ¿de quiénes eran esos intereses minerales? Encontramos al conde de Romanones, uno de los mayores caciques terratenientes de España. También sobresalía ahí José Antonio Güell López, hijo de los Güell, casado con la hija del esclavista, naviero y banquero Antonio López. Añadamos también al duque de las Torres, hermano de Romanones, así como a Clemente Fernández González, tenedor de una de las más grandes fortunas españolas de la época, etc.
Contra aquella guerra, como todas inventada, las mujeres se visibilizaron, aparecieron y se pronunciaron radicalmente. Al pie de las escaleras de los barcos que engullían a sus hijos o compañeros, arrebataron cuantos fusiles y bayonetas pudieron, lanzándolos al mar; insultaron y apedrearon a los oficiales, quemando banderines y estandartes de una causa que no era la suya; la indignación se convirtió en ira y cólera, a las que se sumaron otros motivos, como su desesperada situación laboral. Por aquel entonces, el ramo textil en Barcelona ocupaba a 18.200 mujeres y niñas frente a 5.300 hombres y niños. Ellas llevaban la mayor carga productiva, sin embargo sus salarios oscilaban entre un 50 y un 60 % por debajo del de los hombres. Buena causa de ello era la descarada competencia que ejercían las monjas, que tenían bajo su tutela en las cárceles, conventos y casas de caridad a infinidad de muchachas trabajando con salarios miserables y sin pagar ningún tributo fiscal. Mientras, burguesía e Iglesia levantaban los grandes colegios de Sarrià, Sant Gervasi, la Bonanova, Sant Andreu… que querían eclipsar a las heroicas escuelas racionalistas y a la misma Escuela Moderna.
El analfabetismo era propiciado por un Estado que jamás dotó de medios a la enseñanza (50 % de hombres analfabetos y un 63 % de mujeres en la época) y tampoco la Iglesia veía con buenas ojos que las mujeres se ilustrasen.
Fue la turba, el proletariado, el subproletariado quien, alentado por grupos de mujeres, llevó la iniciativa y la acción contra el orden (el Estado) y los templos (la Iglesia). Así fue que cerca de un centenar de conventos e iglesias fueron arrasados. Era la ira contra la riqueza de unos, responsables de la miseria de tantos y tantas. Cinco años después de la Semana Gloriosa o Trágica, según el bando que se tome como referencia, y coincidiendo con el inicio de la Primera Guerra Mundial, Anna Ajmátova, nacida en Rusia en 1889, escribiría estos versos:
Tiempos de terror se acercan.
Pronto frescas tumbas abundarán en todo lado.
Habrá hambre, terremotos, muerte por doquier,
y un eclipse de sol y de luna.
Quedan en la memoria histórica nombres como el de Micaela Chalmeta, incesante en el suministro de alimentos para mantener los ánimos y los cuerpos de cuantos se batían en la calle; los de prostitutas como María Llopis Berger, la Quaranta Cèntims, condenada a muerte, pena que le fue conmutada por la del exilio perpetuo; o Rosa Esteller, la Valenciana, que levantó una barricada en su barrio del Poble Nou; o Encarna Avellaneda, la Castiza, incansable con su apoyo a quienes luchaban en la calle de Ponent, hoy Joaquim Costa; o Enriqueta Sabater, Josefa Prieta, la Bilbaína, y tantas otras.
Por todas ellas, y volviendo a Comaposada:
Que el proletariado se lo tenga en cuenta, y que no olvide el concurso de tan trascendental factor para las gloriosas jornadas de la Revolución del porvenir.