La falta de referentes no normativos en todos los ámbitos conlleva que hayamos pasado siglos asumiendo que había un solo modelo válido de «normalidad»: ser hombre, blanco y cisheterosexual. Pero la accesibilidad de Internet y la amplia difusión de la cultura pop han permitido que los feminismos llegaran a las masas; las redes y las calles se retroalimentan. Ha sido entonces cuando una parte de los hombres cis se ha sentido atacada. El miedo a perder sus privilegios les convence de ser víctimas reales de una supuesta alianza feminazi. Una autoficción que la ultraderecha ha aprovechado.
Las ficciones son importantes. Eduardo Galeano decía que «estamos hechos de historias». Kameron Hurley que «solo somos tan normales como las historias que queramos contarnos».
Durante nuestra infancia como millennials, era difícil ver en los grandes medios masivos ficciones que no fueran protagonizadas por personajes masculinos. Predominaban los grupos de amigos en los que cada cual tenía una característica relevante y la chica era simplemente «la chica», la mujer como trofeo del protagonista, las madres siempre cocinando, limpiando, cuidando de todo a su alrededor y poniendo la otra mejilla… Estos estereotipos y sus sucedáneos inundaban las grandes y pequeñas pantallas en los noventa, incluidas las de los videojuegos, así como las páginas de novelas y cómics, la música pop y nuestro imaginario en general.
La representación de la racialización se limitaba a poco más que las black sitcoms estadounidenses y las poco afortunadas elecciones de color del Power Ranger amarillo o negro. Todo siempre muy lejano y exotizado, como si en el Reino de España no viviera nadie que no fuera blanco.
Aun así, empezaban a aparecer disidencias sexuales. Todas recordamos con cariño a Diana de Siete vidas o a Pol de Plats bruts, aunque no todas las representaciones del colectivo LGTB+ jugaban a favor del movimiento, ya que demasiado a menudo estos personajes venían cubiertos de un manto de homofobia. El lesbianismo de la expareja de Ross en Friends, quien después de salir del armario lo abandonaba por otra mujer, era motivo de múltiples bromas acerca de la masculinidad del paleontólogo. Podemos hablar, también, de la nefasta representación de los travestis en Shin-chan (a los personajes les daban escalofríos si se les acercaban demasiado), o de cómo casi todas las historias sobre homosexualidad tenían por fuerza que ser tragedias, como en Philadelphia.
A consecuencia de esta escasez de diversidad en la ficción y también en los informativos, en los anuncios y en los concursos televisivos, hemos pasado demasiado tiempo creyendo inconscientemente en la idea de que existe «lo normal», «lo neutro», personificado en el hombre blanco cisheterosexual, y que las demás identidades somos «la alteridad».
Pero llegó el siglo XXI. Con su Internet accesible para casi todo el mundo en Occidente, sus móviles con cámara frontal y su abaratamiento de la creación y difusión de la cultura popular. Igual que ocurrió con la imprenta en 1440, los avances tecnológicos multiplicaron la cantidad de voces con posibilidad de expresarse, y la música producida en estudios caseros, los pódcast, los blogs, las series colgadas en YouTube, los fanfictions, los memes y todos sus similares han inundado nuestros ratos libres y nuestra capacidad de imaginar el mundo.
Evidentemente no hay que ser inocente: las grandes corporaciones han sabido monetizar todos estos fenómenos y, aprovechándose de los datos sustraídos a través de un falso consentimiento, han creado productos culturales a medida de las consumidoras. Las plataformas de streaming, que ya se han convertido en imprescindibles en muchos hogares, son un buen ejemplo de ello. Poder ver, a cualquier hora, la serie o película que más nos apetezca de un amplio catálogo, sin tener que esperar ni siquiera al siguiente capítulo, porque las temporadas se suben enteras, ha cambiado la forma de consumir audiovisuales y, por ende, de producir contenido. No hace tanto, la limitada parrilla televisiva obligaba a producir contenidos poco arriesgados; esto se traducía en pocos productos que pudieran incomodar o no apelar directamente a «lo neutro». Hoy en día, tenemos acceso a ficciones con protagonistas trans, racializadas, migrantes, putas y mujeres en general, que hablan entre ellas de temas que no son los hombres.
De las redes a las barricadas
Aunque hace falta mucho más que eso para derrocar al patriarcado, no es casualidad que la masificación que hemos vivido en los últimos años del movimiento feminista suceda en la misma línea temporal que este cambio generalizado en la cultura pop. Las ficciones reflejan la realidad, y la realidad se refleja en las ficciones.
A través de las redes, hace años que estamos encontrándonos entre nosotras. De las redes pasamos a las calles, a las plazas, a las huelgas y a las barricadas del día a día. Poco a poco, y al calor del cambio climático y el «turbocapitalismo», se está cociendo un cambio cultural profundo. El movimiento feminista ha llegado a las masas. Eso conlleva, por un lado, que partidos, instituciones y empresas intenten apropiarse de él; sacar partido en forma de votos, dinero o legitimidad, al mismo tiempo que se vacía de capacidad revolucionaria. No es algo nuevo, y que esté pasando es un indicativo de que la lucha feminista está efectivamente traspasando las fronteras más allá de los espacios exclusivos de las organizadas y de la academia. No hay que bajar la guardia ni comprar el discurso de los agentes prosistema, pero tampoco alarmarse en exceso ni volver a cerrarse en banda, ni refugiarse de nuevo en el lugar de donde tanto nos costó salir. Cualquier lucha que pretendamos ganar tiene que pasar necesariamente por un proceso de masificación. Hay que experimentar con ello, aprender y ser estratégicas.
Por otro lado, el movimiento feminista incomoda a la parte que se beneficia del patriarcado, es decir, los hombres cis. Algunos, aceptando esta incomodidad, han decidido salir de la primera línea e intentar escuchar lo que el movimiento les propone. Muchos han optado por dar apoyo mientras no les suponga moverse de su zona de confort. Y otros —y estos representan la reacción que se genera ante cualquier cambio social relevante— han decidido atacar.
Se trata de los «neomasculinistas», de la alt-right, de los que se las dan de «políticamente incorrectos», de los «yo no soy machista ni feminista, soy igualista». Hombres blancos cisheterosexuales que se quejan de las denuncias falsas, de que ya no se pueden hacer chistes de maricas ni de negros, de que antes era todo mejor, pero llegaron las feministas, con sus chiringuitos y subvenciones, y les jodieron la vida.
«Neomasculinistas»: el miedo a perder privilegios
Victimizarse puede llegar a ser una forma poderosa de construir comunidad. Quejarse constantemente de la propia desgracia puede incluso conformar una identidad en sí misma. Esta es una de las maniobras que emplea la ultraderecha actual y que hemos detectado y analizado en el libro Leia, Rihanna & Trump (Descontrol, 2019). Aquí queremos hablar sobre una identidad muy concreta, esa identidad «neutra» que pretende ser la no-identidad: la del hombre heterosexual cisgénero. De cómo está siendo cooptada por las nuevas formas de fascismo, empleando tácticas de victimización y creando un relato contra el resto de identidades que, poco a poco, han ido ocupando el espacio público. Esas identidades que, desde «lo neutro», «lo tradicional» y «lo normal», han sido siempre tratadas bajo la mirada de «lo diferente».
¿Qué les pasa a los chicos, que se sienten tan atraídos por la retórica de la ultraderecha? Parece que es indiscutible que son siempre varones blancos los que forman el caladero de votos de los nuevos partidos e ideologías filofascistas. Según numerosos sondeos (CIS, Gesop, Imop Insights), los hombres representan tres cuartas partes del electorado de Vox. Las cifras son similares en toda Europa. No solo eso, sino que la mayoría de estos partidos (con la excepción que confirma la regla que sería Marine Le Pen, hija de quien, a fin de cuentas, ha dado forma a gran parte de este movimiento reaccionario) tiene en su militancia y entre sus líderes a tipos que responden a modelos de masculinidad rancia.
Existe cierto acuerdo en que la visión tradicional de «lo que debe ser un hombre» está en cuestión. Hemos sido capaces de detectar lo que llamamos «comportamientos tóxicos» y «micromachismos». Entendemos que hay una estructura superior, denominada «patriarcado», que permea todos los aspectos de nuestras vidas. Muchos tíos se sienten, por primera vez, bajo una lupa que analiza su comportamiento como antes nunca había sucedido. Y si llevas toda tu vida acostumbrado a que, por norma general, no se te cuestione, en el momento en el que se producen polémicas sobre actitudes que antes estaban normalizadas, estallan burbujas de confort.
Esto se da de forma transversal, no solo entre la gente de ideología conservadora. No hay más que ver a una parte de los hombres que se consideran progresistas, pero que se quejan del «puritanismo», de que «ya no pueden ligar en paz» o que argumentan convencidos que toda acción política que no apele directamente a la clase no es más que una trampa o una distracción. Obviamente, cuando hablan de «clase », suelen referirse a sus propios intereses.
Dicho de otro modo, se niegan a ser solidarios y dar un paso atrás, o a escuchar y defender otras necesidades que no les beneficien de primera mano. Y mucho menos a plantearse la posibilidad de que la clase trabajadora pueda emanciparse a través del feminismo, o que el patriarcado, el capitalismo y el fascismo sean distintos disfraces que utiliza el mismo monstruo. Probablemente, el problema radica en que han sido educados para ser el centro de atención todo el rato, y les molesta haber perdido ese «monopolio de la condición humana», como decía la humorista Hannah Gadsby.
Y es que, ah, ¡el humor!, claro. Porque, como esos mismos tipos argumentan, «ahora que a las feministas les ha dado por intentar controlar el discurso público, ya no pueden hacerse chistes de nada».
Seguro que hemos escuchado un montón de veces estos argumentos. Insultos cruzados de ser «unos ofendiditos» o de dedicarnos a ir «linchando» a los hombres por, en resumidas cuentas, hacer lo que siempre habían hecho sin que nadie se entrometiera en su camino. Como si pudiera calificarse de «linchamiento» o de «caza de brujas» el mero hecho de señalar comportamientos de mierda. Pero, como apuntaban los blogueros queer Tom & Lorenzo, los hombres utilizan estas analogías porque no existen referencias históricas. Ningún varón ha sido perseguido por el simple hecho de comportarse tal y como se supone que debe hacerlo «un hombre». Simplemente, esto nunca ha sucedido. Ni está sucediendo algo así ahora. Es únicamente que las críticas a la masculinidad, por fin, están alcanzando el mainstream. Por eso se producen esas reacciones. Es lógico, en cierto modo. El mayor problema es que quien las está capitalizando son los partidos de ultraderecha.
La ultraderecha erigida en víctima
Existen varios temas sobre los que la extrema derecha opina en cualquier lugar, y estos se adaptan a la idiosincrasia de cada sitio. Si en Estados Unidos son los mitos fundacionales capitalistas, en el reino de España es el catolicismo. Pero el odio al progreso, la nostalgia por un pasado idealizado y la culpabilización de todos los males sociales a la diferente, sea migrante, LGTB+ o mujer, están presentes en todas partes. Que ahora estas identidades que han sido siempre relegadas al «cajón» de la otredad tengan más espacio para existir y expresarse es una de las mayores motivaciones de la reacción fascista. Y no nos equivoquemos; no es que ahora a estas identidades se les «permita» existir, es que siempre estuvieron ahí. Son años y años de reivindicaciones y organización los que han hecho posible esto. Y son, precisamente, las verdaderamente desheredadas, las raras, las no normativas, las que pueden suponer una verdadera amenaza al orden establecido.
Que los sectores de la población menos privilegiados sean las víctimas reales del capitalismo no impide a la ultraderecha erigirse en víctima. Ni la coherencia ni los datos contrastados son un valor en su discurso. Apelan a sentimientos, mucho más manipulables que cualquier hecho o teoría. Hablan a una parte de la población que, genuinamente, se siente víctima. Y, si bien es cierto que gran parte del voto de la extrema derecha proviene de los barrios más ricos del Estado —de gente que ostenta poder y quiere mantener sus privilegios—, estos no nos interesan tanto, porque ya sabemos que son el enemigo. La que nos interesa es esta parte del pueblo susceptible de escuchar los discursos neofascistas y tomarlos como una posible solución a las consecuencias nefastas de la violencia que nos rodea.
Es evidente que cualquier persona que no posea los medios de producción y tenga dos dedos de frente percibe que las cosas no están bien y que le están tomando el pelo constantemente, porque así es. Pero el verdadero origen del descontento del individuo medio no lo explica la retórica de ultraderecha, cuyos ideólogos proceden de la clase pudiente. En sus programas, las medidas beneficiosas para la clase trabajadora son prácticamente nulas, y las poquísimas que hay no aportan explicación alguna sobre cómo piensan llevarlas a cabo. En cambio, sí que abundan las menciones a bajar impuestos por doquier a las empresas. En resumen, sus promesas electorales son gritos a las nubes sin ningún sentido. Hablan de promulgar leyes ya vigentes y de cambiar cosas sobre las que no tendrían competencia aunque gobernaran con mayoría absoluta. No es de extrañar: es bien sabido que la ideología fascista no superaría un test de lógica. El objetivo no es convencer a fuerza de tener la razón, sino soltar barbaridades que hasta hace pocos meses nos parecía impensable escuchar en altavoces públicos, para arrastrar a sus adversarios a su terreno de debate. Así nos tienen, hablando de muros, de la Ley de Violencia de Género y de permisos de armas.
Es importante entender que, aunque la ultraderecha se atreva a presentarse a sí misma como revolucionaria, se trata de una performance, ya que su objetivo final es mantener el statu quo para los que acumulan riqueza. La desesperación y el vacío existencial del que se nutren y se aprovechan no han sido creados por la migración ni por el colectivo LGTB+, los ha creado el capitalismo. Ese sistema capitalista que les permite, a los dirigentes de estos partidos, estudiar en universidades privadas, montar estudios de arquitectura antes de tener el título o vivir de fundaciones de actividad misteriosa.
En definitiva, se trata de los de siempre proponiendo lo mismo de siempre, pero comunicativamente adaptado a la época de las stories en Instagram y los hashtags en Twitter. En un momento en el que la atomización y el individualismo a que nos aboca el capitalismo llegan a extremos impensables, la masculinidad herida es una presa suculenta para quien vive del desamparo y la incertidumbre ajenas, convirtiéndolas en nostalgia de un pasado glorioso que jamás existió. «El feminismo siempre mira al futuro —decía Grayson Perry en su libro Masculinities—, sin embargo, los hombres siempre parecen estar remontándose a una mítica edad de oro en la que sí que eran hombres. Un período de cacerías, guerras e industria pesada en el que todos los atributos del hombre clásico (ira, violencia, fuerza física) se ponían continuamente a prueba. Un tiempo en el que los hombres dominaban a las mujeres.»
Aunque gran parte de la tecnología en la que nos comunicamos pertenezca a quienes se aprovechan de las desigualdades del capitalismo, nosotras también podemos usar estos artefactos de forma estratégica para nuestros intereses. Recuperar visiones positivas y utópicas que devuelvan la tecnología y los instrumentos de comunicación al punto en el que nos sirven para estar menos solas, para validarnos y para reivindicar que otros mundos son posibles. Aunque sean las herramientas de la casa del amo, podemos usarlas contra él, mientras no perdamos de vista quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde queremos ir. Igual que el neofascismo intenta imitar nuestras tácticas y deslegitimarnos, reclamemos nuestro espacio y nuestro derecho a construir una realidad más justa y menos violenta.