masala és barreja d'espècies
Revista d'informació, denúncia i crítica social a Ciutat Vella
Nº 79 – gener 2020

Rap vs. Putin

Las pasadas anulaciones por parte de los nuevos ayuntamientos del PP de los conciertos de Def Con Dos y los Pastor emparentan al Estado español con la Rusia de Putin, en que el hostigamiento a artistas críticos con el régimen, principalmente provenientes del mundo del rap, está a la orden del día. Prohibiciones de actuar y bloqueos del acceso al material en Internet se suceden con la excusa de velar por la conciencia de la gente joven.

 

En noviembre de 2018, el diputado del parlamento regional de San Petersburgo Vladímir Petrov solicitaba, en una carta dirigida al fiscal general de la Federación Rusa, tomar medidas para «impedir la celebración de reuniones pseudomusicales y conciertos oficiales de “raperos” en Rusia, hasta que la situación en el medio juvenil se normalice». Aclaraba su postura, aduciendo que «muchas de las composiciones musicales que gozan de éxito entre los jóvenes hacen propaganda abierta del suicidio, la drogadicción, el satanismo, el extremismo e incluso contienen llamamientos a la traición a la Patria». La reacción de las autoridades «competentes» no se hizo esperar: mediante una orden de prohibición expresa o distintos tipos de presiones extraoficiales sobre promotores de conciertos, empezaron a ser canceladas las actuaciones de Kasta, Krovostok, Husky, Basta, Oxxxymiron, Noize MC, Schokk, IC3PEAK, entre otros. Este último grupo, aun sin pertenecer en rigor al género musical denominado «rap», había saltado a la fama gracias al videoclip de la canción «No más muerte (que arda todo)» que, en clave preciosista de trazos siniestros, dibuja un retrato nada halagüeño de la cotidianidad capitalina (Puede verse en ves.cat/eqN4). Y es precisamente esa actitud crítica, cargada de escepticismo, burla y hastío ante la realidad rusa actual, la que, en contraste con las estridencias de la propaganda patriotera de los medios oficiales, emparenta a los conjuntos mencionados y los pone en el punto de mira de la maquinaria represiva del Estado. En un país en que los mass media, desde finales de la década de 1990, fueron cayendo bajo el monopolio estatal, Internet y las actuaciones en directo se erigieron en la principal plataforma para la difusión de un discurso alternativo al emitido por los ideólogos del Kremlin. Por eso mismo, era de esperar que, en algún momento, las autoridades intentaran tomarlo bajo su control, bien mediante la vía prohibicionista, bien bloqueando accesos al material audiovisual almacenado en Internet.
 
Censura y tradición
El hostigamiento a artistas musicales que no comulgan con el régimen tiene, en la URSS y su heredera, la Federación Rusa, una larga historia. En los años 70 y 80 del pasado siglo, el KGB acosó sin descanso a la escena musical underground que, de mano en mano y de casete en casete, difundía sus creaciones, grabadas en estudios caseros, a lo largo y ancho de una sexta parte de la superficie terrestre. Entonces, la forma más común de presentarse ante el público en vivo y en directo era el kvartírnik, una especie de concierto celebrado en algún piso particular (kvartira significa «apartamento», en ruso) al que la concurrencia, para despistar a la policía, acudía utilizando unos procedimientos propios de la clandestinidad política. Una vez se encontraban en el sitio, fingían celebrar una fiesta de cumpleaños. Viendo que los métodos meramente represivos no surtían el efecto deseado, el KGB, para poner cordón sanitario a la plaga, promovió, al principio de los ochenta, la creación en San Petersburgo, entonces Leningrado, de un club de rock. Poco o nada tenía que ver con lo que se entendía en Occidente como tal. Era un cruce entre un centro cívico y una promotora de conciertos estatal, que exigía a quien pretendiera asociarse pasar previamente por un «consejo artístico» en que se evaluaba la idoneidad de la pertenencia a tan digna institución. Aunque la censura, tanto de las letras como de la puesta en escena, era moneda corriente, el club proporcionó a su membresía al menos cierta cobertura legal, que les permitía tocar de vez en cuando ante un público que abarrotaba la sala de escasas doscientas plazas. Entrar a formar parte del club aliviaba asimismo su situación laboral, ya que, al exigir la legislación soviética la obligatoriedad de tener un puesto de trabajo legal so pena de ser enjuiciado por vagancia, muchos de los y las roqueras se empleaban en oficios de baja cualificación, hecho que quedó plasmado en la canción de Borís Grebéschikov —del grupo Aquarium— «La generación de barrenderos y guardas nocturnos». A finales de la década de 1980, cuando la Perestroika estaba en pleno apogeo, los roqueros salieron de la clandestinidad y tomaron los estadios. Bandas de culto como Kinó, Aquarium, DDT, Grazhdánskaya Oborona ya forman parte del fondo de oro del rock ruso. Su papel en la desarticulación del sistema totalitario soviético, especialmente en cuanto a las conciencias se refiere, es innegable. «¡Cambios, esperamos cambios!» estallaba desde los escenarios, alzando desafiante la barbilla, Víctor Tsoi, el legendario cantante de Kinó, causando revuelo en las plateas y los altos despachos.
 

Yeltsin y el rock
Los años noventa fueron un decenio de experimentación y desmadre, fiel reflejo de la situación en que se encontraba el país tras el desmembramiento de la URSS. El Estado, ocupado en su propia supervivencia, se desentendió de lo que se cocía sobre los escenarios y entre bastidores, pues se veía acosado por amenazas de primer orden como guerras entre mafias, la oligarquización de la economía y el conflicto armado en Chechenia. Tan solo en una ocasión, en 1996, cuando Borís Yeltsin se jugaba la reelección, el poder estatal, conociendo el influjo de las estrellas de rock sobre la ciudadanía, solicitó sus servicios para la tristemente célebre campaña «Vota o perderás» a favor del alcoholizado dueño del Kremlin, ofreciendo cachés desorbitados (hasta doscientos mil dólares por un par de actuaciones). Solo unos pocos rechazaron participar de aquella infamia. Yeltsin ganó y, como pago por la ayuda financiera de los principales oligarcas del país a su campaña electoral, las industrias estratégicas nacionales más importantes pasaron a las manos de estos al ser subastadas de forma fraudulenta; es decir, vendidas muy por debajo de su precio real. «Solo puse un pie y ya estoy en la mierda hasta las orejas»; esta frase de la canción de Yegor Létov, el incombustible artista punk de Siberia, ilustra muy bien la situación de algunos viejos héroes roqueros de los ochenta que, extenuados por las penurias de los ominosos noventa, acabaron por arrimarse al sol que más calienta. Otros pocos, sin embargo, siguieron dando guerra.
 
Ha nacido el rap ruso
Ya cruzado el umbral del siglo XXI, una vez estabilizada la economía y con algunos síntomas de crecimiento debido al alza del precio mundial de los hidrocarburos, Yuri Shevchuk, el líder de los DDT, en un encuentro con Putin, le echó en cara la enorme brecha social que no paraba de ampliarse en el país, pese a la ingente masa de petrodólares que rebasaban las arcas del Estado, es decir, los bolsillos de Putin y compañía. El ya mencionado Yegor Létov (1964-2008), de Grazhdánskaya Oborona («Protección Civil», en ruso) hizo de su canción «Siempre llevaré la contraria» un credo de vida (y muerte). Y apareció el rap. En ruso. Si, en sus orígenes, el rock en ese idioma —ni de lejos tan conciso como el inglés, aunque de una gran elasticidad— suscitaba ya suspicacias, que fueron por demás muy pronto despejadas, qué decir de un género tan sui generis de la comunidad afroamericana. Pero se aclimató, como lo había hecho en tantos otros sitios, y, tras un primer período de burda imitación de sus formas más zafias, en las que abundaban coches de lujo, gruesas cadenas de oro, mujeres en bikini y demás atributos del glamur, fue adquiriendo una voz propia que contenía toda la crudeza obscena de la vida rusa en la era Putin. Desde el gangsta rap satirizado de Krovostok o casi un balbuceo ininteligible de Husky, hasta el refinamiento poético de Oxxxymiron —quien gusta citar en sus battles a poetas del siglo de plata ruso—, sus rimas han ido descorriendo el velo, haciéndolo pedazos, con el cual el Estado autoritario tapa sus vergüenzas. «¿Te acuerdas?: te has muerto y nos hemos comido tu carne, que olía como la momia abandonada en el mau soleo», rapea Husky en su «Poema sobre la patria». Y son esos «barracones raquíticos, hoscos como alcohólicos resacosos», «currantes que arrastran sus jorobas como la tarántula su caparazón», «presidente de Rusia que ama a esta y a esta a él, y así se ayudarán a correrse», «diplodocos con kaláshnikov», «moscas en la copa de vino», «nación con zar y dios», «la inacción de la ley con la colaboración de los iconos», «el madero malherido que no deje de caerse nunca » los que irritan a los amos del país que, para poder seguir saqueándolo, se esfuerzan por inocularle el síndrome de la fortaleza asediada en la que toda voz discordante se tacha de traidora.
Tras el vacío ideológico del primer decenio de los años dos mil, en el que la búsqueda de la «idea nacional» había resultado infructuosa, se procedió a elaborar una especie de ensaladilla conceptual, bajo la etiqueta de «valores tradicionales», cuyos principales ingredientes son el cristianismo ortodoxo rusófilo más conservador, con su idea de la pureza moral frente a la «podredumbre de Occidente», y un militarismo agresivo de trasfondo imperialista. Curas con relojes Cartier y coches de alta gama y altos funcionarios de los servicios secretos con cuentas millonarias en paraísos fiscales, formaciones paramilitares ultranacionalistas como NOD, SERB y los Cosacos, financiadas por el Estado, son los encargados actualmente, entre otros, de intervenir las conciencias jóvenes para que no caigan en la desafección o, peor todavía, en la oposición al régimen. Así las cosas, el rap, por autónomo e irreverente, es su rival directo, y a la competencia en la Rusia posoviética se acostumbra a batirla eliminándola. «No hay persona, no hay problema», la sentencia de Stalin, cuyos índices de popularidad se han disparado durante los últimos años, sigue sin perder vigencia. Ahora bien, si las autoridades promotoras del hostigamiento contra la escena rap creían que esta iba a arrugarse a la primera embestida, se equivocaban. En cuanto las cancelaciones de conciertos e intentos de prohibición de contenidos se hicieron públicos, proliferaron actos de solidaridad y apoyo, hasta el punto de que el 6 de diciembre de 2018 se celebró en la Duma, a instancias de las autoridades —inquietas por la repercusión que había ido teniendo el asunto—, una mesa redonda con la participación de diputados, funcionarios, periodistas y algunos raperos destacados. Tras un tenso intercambio de pareceres entre estos y el diputado Vlásov, que advirtió de que los conciertos seguirían prohibiéndose ante la negativa del rapero Ptaja, presente en la reunión, de colaborar con las autoridades, su colega Zhigán abandonó la mesa diciendo: «Esta conversación es un sinsentido, hermano, podríamos estar cascando así veinte años más». El encuentro, o más bien el desencuentro, concluyó con un discurso de Mijaíl Degtiariov, el jefe del comité parlamentario de Deportes y Políticas de Juventud, quien dijo: «Creo, personalmente, que no se debe en ningún caso prohibir o limitar la creación artística. Pero si esta infringe las normas, la legislación nacional inclusive… Hay que cumplir la ley, eso es todo». No es ningún secreto que «el partido del poder» (o «el partido de chorizos y ladrones», como lo bautizó Alexéi Navalni, político opositor) hace un despliegue de hipocresía exigiendo a la ciudadanía un cumplimiento riguroso de las leyes, obviamente hechas a medida de sus apetencias económicas y su ambición de permanecer al mando del país, mientras practica un gamberrismo jurídico, incluso con los de su propia clase, en guerras intestinas que, a fecha de hoy, se han llevado por delante a más de un incauto convencido de su propia inmunidad.
 

 
Pero no todo son malas noticias sobre el rap en Rusia. Su audiencia, que parece la única a la que se le ha negado el derecho de opinión en el asunto que nos ocupa, no decrece, sino todo lo contrario, expresando a las claras sus preferencias reflejadas en millones de visitas a los recursos que contienen el material audiovisual relacionado con esa música. Dato curioso: el último track de Tímati y GUF, dos raperos prorrégimen (¡hay de todo en la huerta del Señor!) que canta las bondades de Moscú, «una ciudad en que no se celebran desfiles del orgullo gay y en que encontrarás todo lo que quieras», y cuya frase más memorable, a juzgar por los comentarios, es «me comeré una hamburguesa de McDonald’s a la salud del alcalde Sobianin», recibió en YouTube más de un millón de «No me gusta» en una semana, lo cual hizo que dichos raperos lo retiraran de circulación, avergonzados. Si en Rusia hay rap que sobre, es ese, desde luego.