masala és barreja d'espècies
Revista d'informació, denúncia i crítica social a Ciutat Vella
Nº 79 – gener 2020

Escrituras desde las diferencias

Acá soy la que se fue. Relatos sudakas en la europa fortaleza [sic] es un libro que, en cuanto que tejido hecho a partir de retazos, textil zurcido y parchado, es incapaz de conformarse como un género único y uniforme. Para su confección, acudimos a nuestras redes e invitamos a personas sudakas migrantes en la Europa fortaleza para que contaran un trocito de su experiencia como migrantes en Europa.

 

La convocatoria era abierta y libre, no había un formato ni una temática específica, sino más bien la posibilidad de escribir desde múltiples registros literarios, incluso de no escribir y, en cambio, proponer una aportación gráfica o visual. Así, de forma orgánica, se fue configurando el contenido de este libro/cajita de herramientas, en diálogo con sus autorxs. Durante este proceso de aprendizaje, muchas experiencias nunca antes contadas se fueron nombrando por primera vez.

El resultado fue particular. Se trata de experiencias situadas y en primera persona, poesía, relatos, crónicas de vivencias que conectan con historias más globales. Estas voces no piden permiso ni se repliegan ante las formas en que se nos ha exigido hablar. Acá soy la que se fue es una toma de palabra/s. Escritos en el presente europeo y desde la herida colonial, los textos recogidos atraviesan muy diversos aspectos de la vida en otras geografías y sus resistencias cotidianas.

Hemos hecho este libro porque, por su forma y contenidos, lo consideramos una apuesta fundamental. Lo hemos autoeditado con t.i.c.t.a.c. ediciones, utilizando nuestras propias redes y recursos migras; todo fue hecho por personas sudakas. No tenemos nada en particular en cuanto que identidad definida, ni somos un conjunto homogéneo del que podría desprenderse una forma determinada de hacer las cosas. Nuestra fuerza está en las diferencias que habitamos y nos habitan y a las cuales no queremos renunciar para poder ser entendidas. Este libro fue también la materialización de nuestras diferencias, a través de las cuales construimos una imagen compleja, de matices, preguntas abiertas, como nuestros propios trayectos migratorios.

FRAGMENTOS DE ACÁ SOY LA QUE SE FUE

La nieta de la nieta
Magdalena Piñeiro

[…] Me fui tan joven que nunca terminé de conocer Montevideo y durante mis escasos regresos, cuando ya me iba adaptando un poco a ella y a sus recovecos, me interrumpía siempre el timbre de la partida, y avión conmigo. Cada vez que me voy me olvido de todo. Cada vez que vuelvo es un volver a empezar. Esta vez con el 546 hacia el hospital, con la niña de la moña azul. Se subió dos paradas después que yo. Iba o venía de la escuela. Yo estaba sentada al fondo y ella dos o tres asientos más adelante pero en diagonal a mí, y me quedé mirándola ensimismada. La moña azul, junto con la túnica blanca, componen el típico uniforme de la escuela pública uruguaya. Yo llevé ese mismo uniforme. Cuando era pequeña odiaba esa moña, mi madre siempre me andaba persiguiendo para planchármela porque decía que no podía andar toda arrugada, que la gente iba a pensar que no tenía madre. Ya de mayor me empezaron a parecer hermosas esas moñas y trasladé mi odio directamente a la plancha y a la obligación de las madres de tener a sus hijas bien planchadas.

Abstraída en mis pensamientos, algo se removió en mí, algo intentaba encajarse. Miraba a esa niña en la distancia de mis treinta años y sentía que de alguna manera yo había sido ella, pero lo había olvidado; fui ella en otro tiempo, pero ya no lo era. Magdalenita de túnica blanca y moña azul tomando el ómnibus para ir a la escuela: parte del espectro, trozo de la vida que nunca quiso morir. Había pensado por un momento que era simple nostalgia de la edad, pero no, no lo era. No solo miraba a esa niña con la distancia del tiempo, había otro tipo de distancia entre nosotras, una distancia que está relacionada con esta sensación que me invade últimamente de sentirme turista en mi propio país (¿lo soy?), y de ir observando todo como una simple espectadora, como si ya no perteneciera a él (¿pertenezco?). Miro a esa nena y miro para atrás en mí: me reencuentro con la niña que fui en los brazos de mi abuela, de la mano de mi madre, callejeando Montevideo yo también de moña azul, en mi escuela, en mi barrio. El antes se suma al después; en conjunto me constituyen. Se encaja algo en mi interior. La miro, me miro, e identifico el abismo. Hay un abismo de años y algo más. Algo que al mirar en el espejo delata que no soy la que fui. Algo que me grita, al mirar la ciudad por la ventana del bus, que mi país es un completo desconocido para mí y yo una completa desconocida para él; que ya no pertenezco a este lugar ni a ningún otro. Yo, la boluda que siempre me creí una pieza de este puzzle celeste, miro a esa nena y asumo que soy una pieza perdida sin puzzle. Porque emigrar te rompe algo adentro, algo que ya no tiene arreglo. Digamos mejor que emigrar te hace añicos el adentro y ya nunca más tenés adentro, quedás condenada a ser siempre de afuera, estés donde estés; porque si pertenecés a algo ahora es al grupo del tránsito, al grupo del no-lugar, a los despertenecientes o a las despertenecidas. En Uruguay soy la que se fue. En España soy la que llegó. Me haré una casa en el Atlántico. Habitaré el mar. […]

 

¡Chim, pum, fuera!
Nata Rodríguez di Tomaso y Magdalena Piñeiro

 

[…] Pienso en las diversas historias de migración de mi nonna y abuela (avoa), mi nonno y abuelo (avó y maneras negadas de llamarles en gallego) buscando zafar y rajarse de la posguerra, migrando para no cagarse de hambre ni tristeza, buscando otra vida durante un mes en barco o igual más, por la década del 50, de pueblos y aldeas de Galicia por un lado y del sur de Italia por el otro a hacer «las Américas» y los eufemismos de «la Suiza de América», el país de «las vacas gordas». Se me hace un chicle la uruguayez. Uno de esos que se queda duro en la boca al comenzar a masticarlo.

¿Sabés que a veces me pregunto dónde está el límite entre el país impuesto y el elegido, el que me construyeron y el que construyo? ¿El país que siempre añoro existe o habita solo mi mente? ¿El país que dejé pervive o ya es otro? ¿Estoy volviendo a mi país? ¿Es posible volver a mi país? ¿En avión o en máquina del tiempo? ¿Será mi país no más que una serie de experiencias entretejidas por mi imaginación a su antojo? ¿Será esta uruguayez mía solo un complejo constructo de ausencias idealizadas en un exilio que se niega a ser?

[…]

A mí me jode mucho este tema. Y no me refiero a cuestiones relacionadas con la integración: creo que es normal que si cambiás de país o comunidad te veas en la circunstancia de modificar determinado vocabulario (o incluso de aprender un idioma nuevo) para comunicarte y convivir. No hablo de esto, sino de la discriminación y el ninguneo por ser «de afuera», por ser del sur. La verdad es que ya he perdido la cuenta de la cantidad de veces que me han dicho que hablo mal o que tengo acento (como si no tuviera acento todo el mundo, cada cual el suyo). Ahora se me vienen a la mente aquella vez que un chofer de un bus me hizo repetir cuatro veces mi destino hasta pronunciarlo en español local para darme mi boleto y dejarme tomar asiento, y también todas las veces que sentí pánico de usar mi acento en espacios públicos por si me escuchaba algún nazi o cualquier otro tipo de racista con ganas de agredirme física o verbalmente, o la típica risita nada más emitir yo palabra; el «boluda» repetido hasta el infinito y los «me pone tu acento» de completxs desconocidxs (y no tanto). Lo cierto es que, aunque mi extranjería no se me nota en la piel, sí que puedo ver el rastro del miedo y la vergüenza en mis palabras, las huellas imborrables del racismo y la xenofobia por un lado, y la exotización de la diferencia (con supuestos aires de benevolencia) por otro, donde en cualquier caso es el uno el que marca el ritmo y yo, la de afuera, la otra, la que debe/debería bailar al compás que le dicta aquel, dueño de la voz, la piel y la tierra neutra.

 

En tránsito
Cabora Lynch

Reflexionar sobre la migración ha sido un pensamiento recurrente en mí desde que comencé este viaje cuyo destino me resulta incierto. La mitología occidental clásica nos cuenta la historia del viaje del héroe, quien tras emprender un tránsito en el cual debe superar cierta cantidad de pruebas vuelve a su punto de partida transformado. Ese mito siempre me ha fascinado hasta el punto de escudriñar en él a lo largo de mi aprendizaje intelectual. Y ante el espejo de ese mito me observo ahora. No obstante, ni soy una heroína, ni sé si he de volver al lugar de partida.

Ha transcurrido poco más de un año.

Aún suele pasarme que de pronto me encuentro caminando por una ciudad desconocida. «Yo no vivo aquí», me digo. Esta tarde, sin ir más lejos, mientras bajaba General Ricardos (que recorro a diario) para comprar comida y tabaco, detenida ante el semáforo me asaltó la pregunta: «dónde estoy». Hacia el oeste, mis ojos contemplaron los restos del atardecer, cuya luz creaba una llamarada que envolvía los autos en una tenue niebla granulada de sol. ¿Dónde estoy?, me pregunté, y tuve que cerrar los ojos y respirar profundo para mantener el equilibrio.

Estoy lejos de casa, pero ¿cuál es mi casa? ¿Dónde está?

La migración es la puesta en escena de un drama. Quien migra ha perdido todos sus referentes, las imágenes que hallaban eco en su memoria, aquellas con las que se contaba su propia vida; ha perdido sus síntomas de antigüedad sobre la tierra. Y se instala en una suerte de simulación de lo real: escribe cartas, llama por teléfono, envía mensajes. Inaugura representaciones, performances del recuerdo: cocina, baila, lee, escucha música como si se imitara a sí misma.

Ha sido, casi sin darse cuenta, víctima de una fractura en el tiempo. Algo como un jet lag espiritual.

[…]

Si el héroe no vuelve a su punto de partida, ¿cómo sabe que ha aprendido, que se ha transformado? ¿Y si en su viaje construye una casa, echa raíces? ¿Y si el viaje termina convirtiéndose en la casa? ¿Y si el héroe muere en el camino y nace otro? Conozco una heroína que volvió solo para comprobar que no puede volver. Ahora vaga por el mundo buscando un lugar para sí, algo que no sea lo que fue y que ya no la refleja. Imagino su soledad y su tristeza, pero también su júbilo de viento.

Ha pasado poco más de un año.