masala és barreja d'espècies
Revista d'informació, denúncia i crítica social a Ciutat Vella
Nº 79 – gener 2020

Núria Marcet: «En este barrio, sale un problema y se crea algo para contrarrestarlo»

Todo el mundo me habla de ella. E intuyo que es alguien especial, porque antes de poder entrevistarla, debo pasar un filtro. Sus amigas me sitúan un poco y me hablan de su vida, pero me da la impresión de que he quedado con ellas también para que me evalúen… Confían en Masala, pero Núria es un activo importante en el Gòtic y las compañeras la cuidan y rodean mucho… siempre y cuando ella se deje.

 

«Somos más que nada espíritu, energía. Yo me palpo el cuerpo y lo tengo tan débil… y aunque todos me dicen: “¡uy, qué fuerte eres!”, yo la fuerza la tengo dentro. Todos la tenemos.»

Núria Marcet vive en un ático del Gòtic, con algunas vecinas y muchos turistas. Su bloque es una pensión, aunque cuando compró el piso, con su amiga, no lo era. «Con ella vinimos aquí y arreglamos toda la casa, porque esto era un desván. Y lo hicimos todo con nuestras manos», cuenta orgullosa. Y la luz matinal que baña los pocos muebles que posee imprime un halo sobrenatural en su cabello cano. El espacio es blanco, límpido, austero y acogedor al mismo tiempo. Un Buda, algunas plantas, recuerdos de sus viajes. No en vano, Núria montó el primer centro de yoga de Barcelona, con su amiga: «lo llevamos hasta que yo me jubilé. Éramos muy amigas, teníamos un vínculo muy fuerte». Su historia no es individual. La comparte con su compañera de vida, Angelines, con la que pasó aventuras y desventuras durante cincuenta años, hasta que ella falleció, hace dos.

«Nací en Terrassa. Mi padre era fabricante de tejidos y, cuando vino la guerra, yo tenía cinco añitos, nos trasladamos a Barcelona, porque él había sufrido varios intentos de asesinato. Éramos una familia de religiosos, con catorce hermanos, y pasamos los tres años de la guerra escondidos en ese piso.» Pero Núria sentía que algo la empujaba a salir de ese entorno. «A los 19 años me hice religiosa. Y encontré a las monjas de la Congregación de María Reparadora, donde estuve 19 años. Pero me di cuenta de que eran muy clasistas: fíjate que esas niñas ricas no iban al colegio para no contaminarse. Yo impuse que la catequesis se diera el mismo día para todas.» Libró su primera batalla vestida con un hábito.

«Siempre estábamos llenas de toda esa gente de alta sociedad y me sentía mal en ese ambiente. Tardé cuatro años en decidirme a salir.» Y cuando lo hizo: «Me fui directa al Camp de la Bota, al lado de la playa. Había dos calles muy pobladas llenas de barracas. Me instalé en una y todos me decían: “Es la tentación del demonio”. Pero el escolapio que me ayudó a aclararme ya me tenía un sitio preparado, en casa de una señora que me dejaba un camastro para dormir. Esa primera noche noté la emoción de sentirme en el sitio donde me tocaba estar.» Allí empezó a convivir con Angelines y también un periplo de concienciación que nunca ha abandonado.

«En el Camp de la Bota, montamos una cooperativa de artesanía gitana. Trabajábamos todo el día y ganábamos todos lo mismo. Hasta que a los siete años se deshizo el barrio, tuve que buscar otro trabajo y me puse a estudiar para enfermera. Me salió una plaza para trabajar en el Vall d’Hebron. Y, mientras tanto, vivíamos en la Mina. Allí estuvimos unos diez años.»

Pero «la medicina convencional tiene olvidada totalmente la parte psicológica y afectiva del enfermo, la más importante. Y, un buen día, me cansé de dar tantas pastillas. Yo no podía tomarlas, por el mal que me hacían, pero se las daba a la gente, y sentía una contradicción tremenda». En plena Transición, «se nos ocurrió ir a la India, porque el yoga aquí lo daban muy descafeinado. Hicimos varios viajes y, en el último, nos quedamos: lo vendimos todo y nos fuimos». Eran épocas convulsas. Acababan de asesinar a Indira Gandhi y no había lugar para extranjeras allí. «Pero nosotras dijimos: “Hemos venido para quedarnos y nos quedaremos”. Sin visado ni nada. Clandestinas, pero, claro, allí te ven enseguida y te piden los papeles. Estuvimos un tiempo en un ashram [centro de meditación budista] en las montañas, cogí la malaria y al final nos pillaron, y tuvimos que elegir entre la cárcel o irnos. Pudimos salir de la India, pero todo aquello… ¡me hizo aprender tanto!»

 

 

Y es entonces que, entre las clases de yoga y el acondicionamiento del piso donde hoy me recibe, Núria se inició en el activismo barrial, que a día de hoy la lleva a acudir, con sus noventa años, con su muleta o su carrito motorizado («ojo —me advierten sus amigas— que cuando da marcha atrás es peligrosa»), a parar todos los desahucios del Gòtic y del Raval, así haya que estar a las siete de la mañana en la puerta.

«Enseguida que nos vinimos a vivir a este piso, hace unos treinta y cinco años, me apunté a la asociación de vecinos, que funcionaba de una forma muy light. Montamos un grupo contra la instalación de antenas de teléfono. Pero nadie, ni los médicos, nos hacían caso. Y llegó el 15M y me metí de lleno. ¡Mira! ¡Me emocioné! Cuando fui a la plaza de Cataluña y vi tantos jóvenes allí que se expresaban… para mí fue el despertar de la juventud. Y entonces vino el momento en que se repartió por barrios y aquí montamos un grupo.»

Militante de BeC, dice que la elección de Ada Colau como alcaldesa le pareció «casi un milagro, pero luego me he ido desilusionando. Dentro de todo, respecto a la parte social, es lo mejor. Pero cuando veo que se baja el listón en otras cosas… Si tú te vendes a uno que es de derechas, aunque se llame de izquierdas, como el PSC… tienes que ir cediendo más, más, más… Es muy difícil meterse en lo oficial, porque está todo tan podrido, tanto… Yo hubiera preferido estar en la oposición», sentencia.

«¿Y la otra política?», le pregunto. «Ay, sí, la nuestra —contesta—. Mira, yo al barrio me lo quiero horrores. Desde luego, la gente de La Negreta tiene mucho empuje y ha servido para que hagamos un cambio, porque, desde la época en que estábamos los de la asociación de vecinos, reuniéndonos cuatro abuelos… hasta ahora… En este barrio, sale un problema y se crea algo para contrarrestarlo.» Y hablamos de las antenas de telefonía móvil, de los desahucios, de las pensiones míseras que cobran los jubilados —ella incluida—, del arrinconamiento que sienten las personas mayores en esta ciudad, de los cinco mil turistas diarios que bajan de los cruceros… «Porque están haciendo una ciudad para los ricos. A veces, veo a este mundo tan perdido, que dices… ¿cómo es posible?»

Para alguien que opina que «formamos parte de un universo… en que todos somos uno», y que pone su frágil cuerpo y su espíritu de roble al servicio de las vecinas a diario, el capitalismo salvaje al que estamos sometidas es algo difícil de comprender. Termina la entrevista y Núria me pregunta, entre risas, «¿por qué superheroína?»